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Authors: Nicholas sparks

Mensaje en una botella (3 page)

Cuando regresaron a la casa, Brian leía el diario en la sala.

–¡Hola! ¿Cómo les fue?

–Bien –respondió Deanna–. Comimos en Provincetown y luego hicimos algunas compras. ¿Qué tal te fue hoy en el juego?

–Muy bien. Si no hubiera fallado en los últimos dos hoyos habría tirado un ochenta.

–Bueno, creo que sólo tendrás que seguir practicando hasta que te salga bien.

Brian rió.

–¿No te molesta?

–Por supuesto que no.

Brian sonrió mientras hojeaba el diario, satisfecho porque pasaría mucho tiempo en el campo de golf esa semana. Deanna reconoció la señal de que quería seguir leyendo el diario y dirigió su atención a Theresa.

–¿Quieres que juguemos gin rummy?

A Deanna le gustaban los juegos de cartas de cualquier tipo. Estaba inscrita en dos clubes de bridge, jugaba corazones como una campeona y llevaba la cuenta de cada vez que ganaba un solitario. Pero ella y Theresa siempre jugaban gin rummy, porque era el único juego en el que Theresa tenía alguna oportunidad de ganar.

–Claro.

–Esperaba que dijeras eso. Las cartas están afuera, en la mesa.

Theresa salió para ir a la mesa en la que habían desayunado Deanna la siguió poco después con dos latas de Coca-Cola de dieta y se sentó frente a ella mientras Theresa tomaba el mazo de cartas. Barajó y las repartió.

Deanna alzó la vista.

–Tenía la esperanza de que conocieras a alguna persona especial esta semana.

–Tú eres especial.

–Sabes a lo que me refiero... a un hombre. A uno que te dejara sin aliento.

Theresa la miró sorprendida.

–En realidad no lo he buscado, Deanna.

Sacó el seis de diamantes y Deanna lo tomó antes de descartar el tres de picas. Deanna hablaba en el mismo tono que usaba la madre de Theresa cuando discutían sobre ese terna.

–Han pasado casi tres años desde tu divorcio. ¿Acaso no has salido con nadie en ese tiempo?

–En realidad no. No desde que Matt Como-se-llame me dijo que no quería a una mujer con hijos.

Deanna frunció el entrecejo por un momento.

–Algunas veces los hombres son unos verdaderos idiotas, y él es un ejemplo perfecto. Pero no todos son iguales. Hay muchos hombres buenos vagando por ahí... hombres que se enamorarían de ti en un instante.

Theresa tomó el tres de picas y descartó el cuatro de diamantes.

–Por eso te quiero, Deanna. Dices las cosas más dulces.

Deanna tomó una carta del mazo.

–Pero es cierto. Créeme. Podría encontrar a una docena de hombres a los que les encantaría salir contigo.

–Pero eso no significa que a mí me agradarían ellos.

Deanna descartó el dos de espadas.

–Creo que tienes miedo.

–¿Por qué lo dices?

–Porque sé lo mucho que David te lastimó. Está en la naturaleza humana. Gato escaldado del agua fría huye. Los viejos proverbios encierran grandes verdades.

–Tal vez sea cierto. Pero estoy segura de que si el hombre correcto se presenta, lo sabré. Tengo fe.

–¿Qué clase de hombre estás buscando?

–No lo sé.

–Por supuesto que sí. Todos sabemos, aunque sea vagamente, qué queremos. Empieza con lo que es obvio, o sino, comienza con lo que no te gustaría. Por ejemplo... ¿estaría bien si él perteneciera a una pandilla de motociclistas?

Theresa sonrió y llevó la mano al mazo para tomar una carta. Su juego se estaba formando. Otra carta y lo tendría listo. Descartó la sota de corazones.

–Nadie de una pandilla de motociclistas, eso es seguro –dijo moviendo la cabeza. Lo pensó un momento–. Mmm... supongo que sobre todo deberá ser el tipo de hombre que sea capaz de ser fiel. Y creo que me gustaría alguien como de mi edad –Theresa se detuvo y frunció el entrecejo.

–¿Y?

–Espera un momento. No es tan sencillo como parece. Supongo que estoy de acuerdo con lo que se dice siempre: atractivo, amable, inteligente y encantador... tú sabes, todas esas cualidades que las mujeres buscan en un hombre –de nuevo se detuvo.

Deanna tomó la sota. Su expresión demostraba placer al poner a Theresa en apuros.

–¿Y?

–Tendría que pasar algún tiempo con Kevin como si fuera su propio hijo. Eso es muy importante para mí. ¡Ah! Y además tendría que ser romántico y también atlético. No puedo respetar a un hombre al que pueda ganarle en las vencidas.

–¿Eso es todo?

–Sí. Es todo.

–Así que déjame ver si comprendí todo. Quieres a un hombre fiel, encantador, atractivo de treinta y tantos años, que además sea inteligente, romántico, atlético y que se lleve bien con Kevin ¿Correcto?

–Precisamente.

Aspiró profundo mientras colocaba su juego en la mesa.

–Bueno, por lo menos no eres muy exigente. Gin.

Esa tarde, a las seis, Brian y Deanna fueron a dar un paseo a la playa. Theresa se quedó en la casa y los miró por la ventana mientras se alejaban tomados de la mano, caminando por la orilla del mar. Al verlos pensaba que tenían una relación ideal. Sus intereses eran completamente distintos, pero en vez de que eso los separara parecía unirlos más.

Después del atardecer los tres fueron en auto hasta Hyannis y cenaron en Sam’s Crabhouse. El lugar estaba atestado y tuvieron que esperar durante una hora para que les asignaran una mesa, pero los deliciosos cangrejos al vapor y la salsa de mantequilla derretida bien valían la pena. La mantequilla había sido sazonada con ajo y entre los tres se tomaron seis cervezas en dos horas.

Poco antes de terminar de cenar, Brian les preguntó acerca carta que venía en la botella.

–La leí cuando regresé de jugar al golf. Deanna la pegó en el refrigerador con un imán.

Deanna se encogió de hombros y se volvió a Theresa con una expresión de “Te lo dije” en los ojos, pero no comentó nada.

–Me parece que es una carta muy especial. Tiene tanta tristeza... –continuó Brian.

–Lo sé –respondió Theresa–. Así me sentí cuando la leí.

–¿Sabes dónde queda Wrightsville Beach?

–No. Nunca la había oído mencionar.

–Está en North Carolina –explicó Brian mientras buscaba un cigarrillo en la bolsa de su camisa–. Fui a jugar al golf ahí una vez. Sus campos son maravillosos. Un poco planos, pero se puede jugar bien en ellos.

–Como puedes ver, para Brian, todo tiene relación con el golf –comentó Deanna alegremente.

Él encendió el cigarrillo y aspiró.

–Wrightsville Beach es una isla que está frente a la costa, cerca de Wilrnington –dijo al tiempo que exhalaba el humo–. Hay muchas construcciones, pero las playas son hermosas, con arena blanca y aguas tibias. Es un estupendo lugar para pasar una semana, si tienes oportunidad.

Theresa no respondió y Deanna dijo con un tono travieso:

–Así que ahora ya sabernos de dónde es nuestro escritor misterioso y enamorado.

Theresa se encogió de hombros.

–Supongo que sí, pero no hay modo de estar seguros. Pudo haber sido un sitio en el que ellos estuvieron de vacaciones o que visitaron. No significa que él viva ahí.

Deanna negó con la cabeza,

–No estoy de acuerdo. Por la manera en la que escribió la carta, me parece que su sueño fue demasiado real para incluir un lugar en el que sólo hubiera estado una o dos veces. Casi estoy segura de que vive en Wrightsville Beach o en Wilmington.

–Y, ¿eso qué?

Deanna se inclinó hacia adelante.

–¿Has pensado en lo que te dije acerca de publicar la carta?

–En realidad no. ¿Es tan importante para ti?

–Theresa, reconozco una buena historia cuando la veo. En la actualidad la gente está tan ocupada que el romanticismo parece estar muriendo lentamente. Esta carta demuestra que aún existe.

Sin darse cuenta, Theresa tomó un mechón de su cabello y comenzó a retorcerlo. Era una costumbre que tenía desde que era niña: lo hacía siempre que estaba considerando algo.

–De acuerdo –respondió por fin después de un rato.

–¿Lo harás?

– Sí, pero incluiremos sólo sus iniciales y omitiremos la parte donde habla de Wrightsville Beach. Escribiré un par de frases para presentarla.

–¡Me da mucho gusto! –exclamó Deanna con un entusiasmo casi infantil–. Sabía que lo harías. La enviaremos por fax mañana.

Más tarde, esa noche, Theresa escribió el inicio de la columna a mano, en un papel que encontró en el cajón del escritorio. Al terminar, colocó las dos páginas en la mesa de noche que estaba tras ella y luego se metió en la cama. Esa noche no durmió bien.

A la mañana siguiente, Theresa y Deanna fueron a Chatham y enviaron la columna por fax a Boston. Se publicaría en el diario un día después.

La mañana y la tarde las pasaron como el día anterior: fueron de compras, se relajaron en la playa, conversaron de trivialidades y tomaron una deliciosa cena. Cuando el diario llegó a la hora del desayuno, a la mañana siguiente, Deanna fue la primera en leerlo.

Hace cuatro días, mientras estaba de vacaciones, encontré una botella en la playa con un mensaje profundamente conmovedor. No he podido olvidarlo y, aunque es algo distinto de lo que suelo escribir, en una época en la que el amor eterno y el compromiso parecen estar tan ausentes de nuestra vida, tengo la esperanza de que la encuentren tan significativa como lo fue para mí.

El resto de la columna estaba dedicado a la carta.

–¡Maravilloso! –dijo cuando terminó de leer–. Ya impresa se ve mucho mejor de lo que imaginé. Vas a recibir muchas cartas por esta columna.

–Ya lo veremos –respondió Theresa mientras comía un bagel sin estar muy segura de si debía creerle o no a Deanna, pero todas maneras con curiosidad.

Capítulo 3

El sábado, ocho días después de haber llegado a Cape Cod, Theresa regresó a Boston.

Entró de prisa en el departamento y abrió las puertas de vidrio que daban al patio trasero para poder ventilar el sitio. Después de desempacar, se sirvió una copa de vino, se acercó al aparato de sonido y puso un disco compacto de John Coltrane. Mientras el ritmo del jazz se filtraba por la habitación, revisó la correspondencia. Como siempre, había muchas cuentas y las hizo a un lado para revisarlas más tarde.

No había ninguna llamada de su hijo en la máquina contestadora cuando la escuchó. En ese momento estaría cerca de un río, acampando con su padre en algún lugar de Arizona. Sin Kevin, la casa parecía extrañamente silenciosa. Pensó en las dos semanas de vacaciones que todavía le quedaban ese año. Pasaría con Kevin unos días en la playa porque se lo había prometido, y aún así tendría libre una semana. Podría tomarla en Navidad, pero ese año a Kevin le tocaba ir con su padre así que no tenía mucho caso hacerlo. Tal vez podría usar esa semana para arreglar algunas cosas en la casa que tenía pendientes, pero... ¿acaso alguien querría pasar sus vacaciones pintando y colocando papel tapiz?

Al fin se dio por vencida y decidió que si nada más emocionante se le ocurría, guardaría esa semana para el siguiente año. Tal vez Kevin y ella podrían ir a Hawai.

Se acostó y tomó una de las novelas que había comenzado en Cape Cod. Leyó rápido y sin distracción y terminó casi cien páginas antes de sentirse cansada. A medianoche apagó la luz. Por segunda vez en dos días soñó que caminaba por una playa desierta.

La correspondencia en su escritorio el lunes por la mañana era abrumadora. Cuando llegó había casi doscientas cartas y el cartero le llevó ese día cincuenta más. Tan pronto como entró en la oficina, Deanna señaló con orgullo el montón.

–¿Lo ves? Te lo dije –comentó con una sonrisa.

Theresa pidió que no le pasaran llamadas y comenzó a abrir la correspondencia de inmediato. Todas, sin excepción, eran alusivas a la carta que había publicado en su columna. La gran mayoría era de mujeres pero también escribieron algunos hombres, y la uniformidad de opinión que expresaban la sorprendió. Carta por carta leyó lo mucho que los había conmovido aquel mensaje anónimo.

Al terminar el día casi había leído todas las cartas y se sentía cansada. A las cinco y media empezó a escribir una columna acerca del Viaje de Kevin y lo que sentía ella al tenerlo lejos. Iba mejor de lo que esperaba y estaba a punto de terminar cuando el teléfono sonó.

Era la recepcionista del diario.

–Oye. Theresa, ya sé que me pediste que no te pasara llamadas y es lo que he estado haciendo –comenzó–, pero esta mujer ha insistido mucho. Es la quinta vez que llama hoy y la semana pasada llamó dos veces. Me sigue pidiendo que la ponga en espera hasta que tengas un minuto libre. Dice que es una llamada de larga distancia, pero que tiene que hablar contigo.

–De acuerdo. ¿En qué línea está?

–En la cinco.

–Gracias –Theresa tomó el auricular y oprimió el botón línea cinco–. Hola.

La línea permaneció en silencio por un momento. Luego una voz suave y melodiosa, la persona en la línea preguntó:

–¿Es usted Theresa Osborne?

–Sí, soy yo –Theresa se retrepó en su silla y comenzó a retorcer un mechón de su cabello.

–¿Fue usted la que escribió la columna acerca del mensaje en la botella?

–Sí. ¿En qué puedo servirla?

La mujer hizo una pausa.

–¿Puede decirme los nombres que estaban en la carta?

Theresa cerró los ojos y dejó de retorcer su cabello.

–No, lo siento pero no puedo. No quiero hacer pública esa información.

–¡Por favor! –insistió la mujer–. ¿Puede responder una sola pregunta? ¿La carta iba dirigida a Catherine y estaba firma un hombre llamado Garrett?

Theresa se enderezó en la silla.

–¿Quién habla? –inquirió con repentina urgencia, y una vez que lo dijo se dio cuenta de que la persona que llamaba sabría la respuesta a su pregunta.

–Así es, ¿verdad?

–¿Quién es usted? –preguntó Theresa de nuevo, esta vez con más amabilidad. Oyó cómo la mujer aspiraba profundo antes de responder.

–Me llamo Michelle Turner y vivo en Norfolk, Virginia. Hace tres años iba caminando por una playa de aquí y encontré una carta parecida a la que usted halló. Después de leer su columna supe que la había escrito la misma persona.

Theresa permaneció en silencio un momento. “No es posible”, pensó. “¿Hace tres años?”

–¿En qué clase de papel estaba escrita? –preguntó.

–Era un papel color beige y tenía un dibujo de un velero en la esquina superior derecha. Su carta también tiene el dibujo de un barco, ¿no es verdad?

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