Read Memorias del tío Jess Online

Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

Memorias del tío Jess (4 page)

La mano de un hombre muerto
(1962).

Capítulo IV

Radio Days

Mi hermana Lola había estudiado en el instituto Escuela y, después, en la Facultad de Filosofía y Letras, en Madrid, en la Ciudad Universitaria, hasta que la guerra vino a interrumpir el curso normal de nuestras vidas. La Ciudad Universitaria —nuevecita— fue muy pronto blanco de los obuses franquistas y, poco después, línea del frente. Sé, porque me lo han contado, que mi hermana me llevaba con ella algunos días y que mi culito tuvo el privilegio de aposentarse sobre las rodillas de Camilo José Cela, Marías o García Morente. Mi incipiente vida estaba destinada, aquellos días, a la notoriedad y la sabiduría; mi hermana y Julián tenían, seguro, ese proyecto. Conocí a Ortega y Gasset, a Javier Zubiri, a Gaos y a Besteiro. La puta guerra truncó mi camino hacia el saber. Sin ella, yo sería seguramente un viejo sesudo y habría escrito un montón de tomos sobre la filosofía de la razón vital. Veranearía en Soria, pálido y pelado de frío, pero releyendo a Machado ante la cueva de San Saturio, o en Segovia, deleitándome en algún calvario, con un trozo de San Juan de la Cruz en ristre. Lola y Julián eran el poema más rápido del Oeste, o incluso la prosa, siempre que ésta fuera de Azorín o Baroja. Yo no agradeceré nunca bastante a aquel general bajito, pero matón, el que truncara, a hostiazo limpio, aquella supuesta carrera programada por Lola y Julián. Ellos se casaron enseguida, después de que un juez decidiera que los delitos políticos de Marías no eran para tanto y sobreseyera su causa. Como él era un empollón nato, ya sabía cinco o seis lenguas (traducía a Aristóteles sin diccionario) y escribía sin parar. Su camino no fue de rosas. Le suspendían sistemáticamente en el doctorado, y su tesis se publicó en Argentina, editada allí por la
Revista de Occidente
. Mi hermana hizo unas oposiciones a cátedra en lo suyo y las ganó; la destinaron a Almería, que en aquellos tiempos era un lugar remoto, salvaje y lleno de alacranes, una especie de Las Hurdes del Mediterráneo, así que se casaron. Fue una de las primeras encrucijadas de mi vida. Lolita me ofreció irme a vivir con ellos, con el beneplácito de mis padres. Yo decliné amablemente la oferta. Me parecía que debía seguir con todos, como siempre. Además no quería dar una nueva razón para llorar a mi madre, que llevaba un tiempo algo más relajada, que los más negros recuerdos se los lleva el mercancías del tiempo, aunque pare una hora en cada estación. Así que yo continué con mis estudios, en el instituto Ramiro de Maeztu, que era la avanzadilla de la modernidad en aquella España jodida y partida en dos, no ya por las trincheras, sino por las zanjas llenas de cadáveres, donde hasta las malvas tenían colores irreconciliables. Pero la versión oficial —la historia la escriben siempre los vencedores— es que el país, aquella España UNA, GRANDE Y LIBRE —¡¡toma tela!!— debía olvidar por decreto sus rencillas, y gozar la batalla de la paz, por el imperio hacia Dios.

El Ramiro de Maeztu fue muy positivo para mí, que venía de los corazonistas. Se respiraba un cierto aire moderno y los profesores eran mucho menos cerriles y dogmáticos que los curas. El emplazamiento mismo del instituto, situado en los altos del
hipódromo
(allí no había más caballo que el de una estatua ecuestre de bronce), era magnífico y había gimnasio, campos de deportes —fútbol, tenis, baloncesto— y hasta piscina. El plan de bachillerato era, en cambio, puro disparate: dos lenguas clásicas (latín y griego), dos modernas (francés y alemán, o italiano e inglés), matemáticas y ciencias naturales, física y química, historia de España y universal, lengua y literatura, religión, filosofía, política, música y, además, deportes, oficios, y algo más que no recuerdo. Como para hacer explotar el cerebro de cualquiera. Pero aquellos profesores sabían más. A pesar del tufillo nacional-sindicalista que rezumaba casi todo, ellos no eran dictatoriales ni dogmáticos. Había, sí, algunos seudocomisarios políticos, pero los profes de verdad los marginaban bastante. Teníamos, además, una residencia para estudiantes extranjeros: marroquíes notables, alemanes, e italianos, casi todos. Pero también —contradicción del régimen— algunos judíos encubiertos. Pero allí la política tenía poca cabida. Cuando empezó la guerra mundial, todo el país era germanófilo, pero a medida que Hitler y los suyos empezaron a llevárselas todas en los morros afloraron los sentimientos normales de la gente que no podía ver ni en pintura a nazis, fascistas y otros déspotas. En el Ramiro de Maeztu yo viví la decadencia del brazo en alto y la bota, y el nacimiento de la ola tecnócrata. En cuanto al profesorado, no quiero decir que todos fuesen unas lumbreras, pero casi siempre sabían de qué iba la cosa. Casi todos eran, eso sí, gente triste y de tensión baja, como el señor Ibarra, que nos daba clase por la tarde de ciencias naturales, y era imposible no quedarse frito oyéndole. Una vez un compañero nuestro salió a la tarima. El señor Ibarra le entregó un trozo de mica y le pidió que hablara sobre ese mineral. Pero el profe, antes de que el chaval abriera la boca, empezó a soltar un monótono rollo sobre la materia, y el chico, allí de pie, mirando al maestro, se fue quedando pajarito con la mica en la mano, hasta que se le cayó, rompiéndose en mil pedazos contra la tarima y despertando de modo brutal a todos los chicos. O como Leopoldo Querol, un buen pianista valenciano, que nos enseñaba francés en vez de música. Conocía muy bien la lengua, pero la hablaba con acento valenciano y, como era un hombre minucioso, nos hacía repetir y repetir la pronunciación. Al fin, logró que toda la clase hablara francés como él. En mi primer viaje a Francia tuve muchas dificultades para hacerme comprender, pese a que yo había estudiado mucho, porque el francés me gustaba cantidad. Me cabreaba que no me comprendieran. Hasta que un día, en Orleans, me topé con un chaval de mi edad que me entendió perfectamente y que me dijo: «Si vols, parle valencia. Ho entenc tot». Y, ante mi sorpresa, añadió: «Mi padre es un refugiado republicano».

—¿De dónde?

—Valencia, de Carcagente.
Tens el mateix accent
.

Así me enteré de que mi profesor de francés hablaba con un fuerte acento valenciano y que todos sus alumnos del Ramiro, también. Gracias a esa extraña circunstancia, tuve el privilegio de comer dos o tres paellas excelentes —las primeras de mi vida— cocinadas por la María, la madre del muchacho, que me supieron a gloria, con
pollastre
y
conill
. ¡Casi nada! Eso me hizo reflexionar sobre lo curiosa que es la vida: ¡que un madrileño tenga que irse a Orleans, a unos 100 kilómetros de París, para descubrir la paella, gracias a la repugnante pronunciación de su profesor de francés!

En aquel instituto
libertario
tuve la oportunidad de programar un incipiente cineclub. Me iba a las distribuidoras de Madrid y les pedía películas antiguas o raras para el cineclub, y en casi todas nos prestaban algo. Programamos algunos bodrios de mucho cuidado, pero también ciertas joyitas, abandonadas en los almacenes, como
Nocturno
, de Walter Ruttmann, o
Se acabó la crisis
, de Robert Siodmak, e incluso
Olimpiada
, de Leni Riefensthal, que pasamos completa, con un primer rollo lleno de tías y tíos en bolas, homenaje a la antigua Grecia. No lo hice por heroísmo, sino porque yo ignoraba su existencia: la censura lo había eliminado de las demás copias. Como no había casi nadie en la proyección, no se armó demasiado revuelo. Yo defendí que se trataba de una obra maestra, y que «no me atreví a tocarla». Pasábamos las pelis en el cine del instituto, los sábados. Era un local grande y pretencioso, con más de mil asientos, y que, desde su construcción, tenía un pequeño defecto; al arquitecto se le olvidó un leve detalle: la cabina de proyección. Sólo cayeron en la cuenta cuando el local estuvo terminado, lleno de dorados y terciopelos. Estaba previsto que el propio caudillo asistiese a la inauguración, en la que se proyectarían el NO-DO y documentales «educativos». Pero no había cabina de proyección. Vinieron albañiles y carpinteros y, a toda leche, hicieron una cabina en tres días, pidieron a no sé qué sala un proyector, lo pusieron allí dentro y ¡tira que te va! Un profesor hizo una cortinilla negra con cartulina, y se probaron durante cinco minutos los NO-DO, sin conseguir que la proyección tuviera foco. Además, la cabina en sí era un cuadrado en medio de los dorados y los terciopelos, como una burla de la farfolla que la rodeaba. La pintaron de rojo burdeos y se quedaron tan felices. A la hora del
show
, la pintura no se había secado, y el pobre profe que levantaba a mano la ventanilla de proyección se puso de rojo hasta el colodrillo, mientras el jefe de estudios hacía de proyeccionista. (Si nadie había pensado en la cabina, ¿cómo iban a pensar en el proyeccionista?). Cuando los ecos del himno nacional se apagaron, lo hicieron también las luces. (Debo recordar al lector que el himno nacional, entonces, era un popurrí del himno carlista, el
Cara al sol
y la
Marcha Real
. Yo sugerí una vez que debían añadir un trozo del himno de Riego, pero mi propuesta cayó en saco roto). Mi profesor abrió la ventanilla y empezó el NO-DO, con su eslogan: «El Mundo al alcance de todos los españoles». Una frase redonda que yo nunca comprendí, ya que lo que mostraba no era el «Mundo», sino un cacho mínimo, y no estaba al alcance de todos, sino sólo de unos pocos
afectos al régimen
. Las imágenes eran siempre más o menos las mismas: un desfile triunfal, un
Te Deum
en El Escorial, la inauguración de un pantano. En Madrid empezaba a conocerse al general como Paco
el Rana
, porque iba de pantano en pantano. Pero esta vez, cuando el claustro de profesores estaba al borde del infarto, ante aquellas imágenes desenfocadas, el caudillo se puso en pie. Se paró la proyección y el hombre dijo, con sencillez (¿o con sorna?): «Ya me tengo muy visto». Y se marchó con su cohorte de esclavos y capitostes. Antes de abandonar la sala, con todos ya de pie y semifirmes, dijo al director del Ramiro de Maeztu:

—Un excelente trabajo.

Y se fue con viento fresco. Volví a ver a Franco años más tarde, al acabar el bachillerato. Vino otra vez al Ramiro y nos estrechó la mano a todos mientras el director decía nuestros nombres. Al oír el mío me miró a los ojos un instante y dijo sonriente:

—Enhorabuena, tocayo.

Yo balbuceé algo así como un «gracias, su excelencia». Pero algo me dejó helado, me quitó, incluso, el sueño durante años: el parecido físico del general con el coronel, mi padre. La mirada tenía la misma mezcla de dureza y de burla. Vi claro que aquel hombre nos jodía la vida y además se descojonaba.

Cuando invitaban a Gila a aquellas fiestecitas de El Pardo, Miguel se saltaba las ensayadas reverencias y besamanos y decía: «¡Buenas…!». Le obligaban a ensayar los monólogos con el texto exacto. Pero eso era imposible, porque ni siquiera los tenía escritos. Los tenía sólo en la cabeza, y no al cien por cien. Improvisaba muchísimo y, si tenía un buen día, podía ser el
showman
más divertido del mundo. Decía sus monólogos sobre la guerra. «Teníamos un avión para los dos bandos. El enemigo lo usaba tres días y nosotros, otros tres. Los domingos, el piloto lo utilizaba para llevar al campo a la familia», y el general aplaudía a rabiar. Se sabía todos los chistes que circulaban sobre él, y le gustaban casi todos. Por eso duró tanto, creo yo. Era inclasificable. «Lo malo de este hombre es que si te lo encuentras en una escalera, nunca sabrás si está subiendo o bajando». Creo que fue Churchill el que dijo eso, después de entrevistarse con él. Estuvo años en la cuerda floja, —y todos los españoles con él— pero nadie cortó la cuerda. Fuera de España, sus aliados le regañaban, cabreó a Hitler en Hendaya y, dentro de España, el PC preparaba atentados a ¡¡su estatua ecuestre!! No al original. Hasta la ETA hizo saltar por los aires, en un atentado minuciosamente preparado, a Carrero Blanco, quien era la principal
estatua ecuestre
del dictador, ¡pero no al original! No entendíamos nada. Tuvimos camisas azules falangistas, luego boina roja
incorporated
, luego pasamos a la sotana y al Opus, y dejó de hacerse el saludo fascista hasta en los sindicatos. Los llamábamos así aunque era uno solo: el vertical. Fernán Gómez seguía saludando con el brazo en alto, muy serio, a los capitostes de turno cuando se encontraba con ellos: «¡Arriba España, camaradas!». Y ellos se veían obligados a subir un poco la manita, musitando algo incomprensible, que era seguramente: «Me cago en tus muertos, Fernando».

Paralelamente, un compañero del Ramiro y yo cambiamos el
sound
del instituto. Durante las horas de recreo o de pausa, ponían siempre la misma música: marchas militares y lo que se ha dado en llamar «música clásica ligera»:
En un mercado persa, Pompa y circunstancia
, la obertura de
Rosamunda
y otros coñazos. Le pedí permiso al jefe de estudios, el señor Magariños, para renovar un poco el repertorio y aceptó encantado. Era un hombre moderno y emprendedor. Impulsó el arte y el deporte. Creó el equipo Estudiantes de baloncesto, hoy uno de los mejores de España, y se las arregló para que se construyera su estadio, que hoy se llama Estadio Magariños. Por uno de los incontables sinsentidos del régimen, este procer de la canasta y la raqueta era catedrático de latín. Gracias a él, pude programar algunos discos prestados por mi hermano Enrique: Glenn Miller, Joe Loss, Paul Whiteman. A Enrique no le entusiasmaba aquella música, el jazz, pero sí admiraba la calidad de las instrumentaciones, la bella sonoridad de las secciones de trompetas y saxos. Yo estaba un poco asombrado de que a aquel
fundamentalista
de la batuta le gustara aquello que mi padre calificaba de «ruidos cacofónicos». Enseguida descubrí que tenía la benéfica influencia de José Juan Altamiras, un perito agrónomo, amigo de Enrique, que entendía mucho más de música que de regadíos o secanos y que tocaba muy bien el piano. En un país normal habría podido llegar a ser un fantástico pianista de jazz, pero sus padres —todos los padres— querían que sus hijos tuvieran una «carrera seria». Años más tarde lo volví a ver, casado y ejerciendo su obligada profesión en Vitoria, que entonces era más triste que un funeral. Había perdido la vida y la ilusión. Los domingos iba a misa donde un párroco le anunciaba que esa «nueva Babel» iba a recibir muy pronto el castigo divino. Por la tarde iba a pasear casi siempre bajo los soportales y, si no llovía mucho, se marcaba un baile agarrado, bajo un paraguas que goteaba jirones del alma de José Juan y de todos los vascos, discriminados por aquel militar bajito por el hecho de tocar el chistu o el acordeón, por tener una lengua incomprensible, o por querer bailar unos ritmos extraños y bárbaros.
Picoletas
y grises vigilaban muy de cerca para que nadie se
desmadrara
.

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