Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados (14 page)

De camino, Bizén siempre iba recibiendo los partes: Sarrión, poca asistencia; Belchite, casi nadie; Belmonte, unos pocos; Nuez de Ebro, los familiares; en Rueda mucho silencio, y en Barbastro los militantes y poca gente más.

—Eso es natural. El personal está enzarzado entre PP y PSOE y pasa de nosotros

—dije.

—Pero tú saldrás elegido diputado.

—Una cena tiene la culpa.

—Una cena y Dámaso de testigo y de compañero de mesa.

En aquella campaña, en Ejea de los Caballeros, un hermoso lugar, capital de un territorio conocido como las Cinco Villas —y que no es un buen territorio para Chunta, ya que nuestra oposición al recrecimiento del pantano de Yesa es considerada por esas tierras como un acto criminal que busca la ruina de la comarca—, tuvimos cincuenta personas, y eso a Bizén le pareció un éxito, pues recordó las veces que, en el pasado, la nota característica cuando se hacía algún acto en esa localidad era la soledad.

—Avanzamos —dijo Fuster con una sonrisa—. Dentro de unos años no cabremos aquí, ya lo verás.

—Será porque nos habremos hecho todos del PSOE.

—No digas tonterías. Ellos se habrán hecho de CHA.

—Decimos lo mismo aquí que en las zonas que van a sufrir las aguas del recrecimiento?¿No cambiamos el discurso?

De vuelta a Zaragoza le insinué que una cosa era cambiar el discurso y otra suavizarlo.

—Ni hablar.

Los discursos se hacían cada vez más rotundos porque faltaban escasas fechas para que las gentes se acercasen a las urnas y, en medio de la bronca que protagonizaban los dos partidos mayoritarios, las encuestas nos seguían abriendo una brecha positiva.

La euforia se notaba ya en algunos lugares, y cuando al atardecer de un hermoso día de marzo nos acercamos a la bellísima ciudad de Tarazona, mientras el sol se derrumbaba por detrás del Moncayo, la gente, los amigos, los militantes y hasta algunas personas que por puro cotilleo nos esperaban a la puerta del Ayuntamiento, nos recibieron con expresiones triunfales.

—Vete preparando las perras para la comida.

Y con esa incisión dialéctica que tenía mi compañero inicié un discurso sarcástico contra esos avances que, según los de Rajoy, aseguraban haber conseguido.

—Necesitamos una voz rotunda en Madrid, y esa voz es la del compañero.

Y el compañero, es decir yo, subió al estrado con cierta desconfianza en las posibilidades futuras, pero, dado el ánimo del personal, también me animé y una y otra vez puse ejemplos de nuestro paso por el Congreso que sirvieron para que sobreviviéramos al olvido.

Desde el fondo de la sala se incorporó un hombre con aspecto de campesino y con una voz rotunda dijo: —Tienes que volverlos a mandar a la mierda.

Una ovación. Un rubor y el golpecillo en la espalda de Bizén.

Dámaso había contabilizado más de trescientos, y la vuelta a Zaragoza se hizo con todo el buen humor del mundo. Las noticias de los otros mítines eran igualmente satisfactorias, y en esos momentos creí que podía perder la cena.

—Seguro que la pierdes. No le des más vueltas.

Y si todavía existiese alguna duda, el mitin central en la plaza de toros de Zaragoza la despejaría de golpe. Esa vez, y ante el enardecido enfrentamiento entre PSOE y PP, nos hacía falta a todos un significativo punto de convencimiento popular.

Y lo tuvimos: se llenó buena parte del graderío y la arena estaba repleta de gentes jóvenes, militantes o no, pero con ganas de que sacásemos la cabeza otra vez por encima de tanto deterioro como veníamos sufriendo.

En las andanadas de la plaza todos los carteles con todas las reivindicaciones: no al trasvase; no al recrecimiento de Yesa; fuera los pantanos de Santaliestra y también el de Biscarrués; restitución de Jánovas, ejemplo del expolio de un pueblo por intereses espurios.

Banderas, demasiadas banderas para mi gusto, pero a las gentes de aquí les gustan y las sacan, las enarbolan, las airean.

Ronda de Boltaña entonando esas canciones suyas que denuncian el abandono de la tierra y reclaman ánimo para que los pueblos de su entorno no sean como naves al pairo.

Y como siempre una mano fuerte, la del gran Paco Ibáñez, que nunca perdía la esperanza de que un día volviese el Frente Popular, aunque los asuntos, ahora, no anduviesen por allí. Pero él, erre que erre, insistía siempre que podía y se hacía portavoz del viejo sueño de un país realmente libre.

Hablamos todos. Habló Bernal como ideólogo de la nacionalidad aragonesa; habló Bizén con la radicalidad que venía mostrando a lo largo de la campaña, y un servidor, que cuando subió para cerrar el acto y vio a toda aquella gente enfervorecida por las palabras de ambos, adoptó un lenguaje mitinero radical, que todavía animó más a los asistentes. Cuando iba a acabar, inicié a capela los primeros versos del Canto a la libertad y la megafonía entera reprodujo la canción desde una grabación. En ese momento las lágrimas salieron desde lo más hondo, recordando aquella tarde calurosa de julio del setenta y siete con Gastón y Tierno Galván en ese mismo lugar defendiendo aquella utópica Unidad Socialista llamada PSA. Hacía falta ser muy borde para no sentir la emoción a borbotones por todos los poros del cuerpo.

La suerte estaba echada.

Al bajar del escenario se me acercó Paco Pacheco y sonriente, y seguro que muy emocionado, me comentó:

—Vamos a volver a Madrid.

—¿Lo crees?

—Seguro.

Aquella noche muchos no pudimos dormir de euforia, de alegría y de esperanza.

—Vamos a sacar dos diputados —me comentó Bizén a la mañana siguiente.

—Estás borracho todavía.

—Lo de la plaza de toros ha sido un claro anuncio de lo que va a pasar.

—Me admira tu fe.

—No es fe, es convicción.

Y Dámaso, desde el espejo retrovisor, sonrió y comentó:

—No me extrañaría.

—Qué bien —afirmé con sorna—, así de vez en cuando podré hacer pirola en el escaño.

—Hombre, tampoco es eso.

—Contigo seguro que no.

Y la campaña, cada día con mayor intensidad, siguió adelante.

Días de furia

La sangre nos reventó la esperanza. El dolor nos abrió la furia y la muerte nos dejó convulsos, como si todo estuviese sucediendo en países lejanos. Pero las lágrimas, el llanto, los gritos de dolor salían de nuestro mismo territorio. Todo estaba abierto y desgarrado en las entrañas de esta Nación, que se había ido preparando para unas jornadas finales de dura dialéctica electoral, pero que se encontró con la muerte, con la más dura y terrible muerte. El 11-M reventó todas las palabras posibles y descerrajó el asombro. Nadie, en aquella mañana sombría y lluviosa, sabía qué decir, qué preguntar, qué afirmar, y de entrada muchos nos equivocamos en nuestras propias palabras, en nuestras propias afirmaciones.

La noticia saltó por los aires igual que los trenes de cercanías de Madrid y, de golpe, las voces se fueron haciendo más agrias. Desde alguna emisora de radio me llamaron para preguntar mi opinión, y en medio del drama, de la agonía, del sobrecogimiento de las imágenes que las televisiones comenzaban a emitir, dije mi opinión:

—Esta vez ETA se ha pasado y todas estas muertes tendrá que pagarlas.

El Gobierno con su portavoz, señor Acebes, incidió en esta misma teoría de modo cada vez más radical, aunque voces muy próximas a ETA negaban su autoría y comenzaba a correr, por Europa fundamentalmente, la hipótesis de atentado yihadista.

La confusión crecía por momentos, y el portavoz gubernamental, aun cuando cada vez se tenían más indicios de que los autores de los atentados eran gentes próximas a Al Qaeda, seguía insistiendo en que había sido ETA. Con esta conclusión, matizada con escasas dudas, siguió Acebes hasta la misma mañana del día 14.

Y todos en la calle preguntando con rabia: «¿Quién ha sido?¿Quién ha sido?». Y también todos nosotros indagando en las posibles fuentes de información: llamando a amigos en Suecia, en Alemania, en Francia, y pidiendo, a gentes como Gaspar Llamazares, nuevos datos sobre la investigación, datos que se iban conociendo conforme transcurrían las horas y los días.

Otegi negaba insistentemente la participación de ETA, y de la misma línea eran las palabras del secretario del sindicato abertzale LAB del País Vasco. Negaban, cuando esa organización terrorista nunca ha desmentido su participación por grandes que fueran el dolor y el drama —atentado de Hipercor en Barcelona— que hubiesen producido.

En medio de esta situación, el Congreso decidió organizar un acto de repulsa contra el atentado y convocó a la Diputación Permanente.

Dámaso me llevó a Madrid, y en el viaje tuve la sensación de que este país sonaba a hueco, a vacío, como si no hubiese nadie. Sólo un largo y fatídico silencio cubría el camino. El mismo silencio que nos contraía el estómago a mi compañero y a mí cada vez que la emisora de radio que escuchábamos iba dando nuevas noticias sobre los muertos, los heridos, la terrible amargura de sus parientes, de sus amigos, de sus novios o novias.

Madrid estaba difunta, como un cadáver abierto, sus calles nada tenían que ver con la ciudad ruidosa y con su bullicio. Las aceras vacías añadían más silencio al silencio existente, y en menos de cinco minutos Dámaso aparcó a las puertas del Congreso. Dentro, Rudi nos esperaba y nos invitó a permanecer, durante unos instantes, en la sala que preside la estatua de la reina Isabel II.

No hubo declaraciones. No hubo preguntas. Había una mirada de dolor en todos nosotros, algo que nunca había visto. Cuando la presidenta nos despidió, sus ojos arrasados en lágrimas ponían una nota total al drama que estábamos viviendo.

Y con la amarga sensación de que algo extraño estaba convulsionando a este país, volvimos a las noticias. La vía yihadista iba cobrando cuerpo aunque el Gobierno siguiera imprimiendo la duda, con la reiteración de que no se podía abandonar la vía ETA. Y la pregunta: «¿Por qué?».

Estaba claro que en este país sólo esa organización había sido capaz de producir asesinatos una y otra vez, pero ahora todas las noticias se iban cerrando alrededor de la línea integrista, e iban apareciendo elementos que lo demostraban de una manera total. La aparición de una de las bolsas sin explotar, con toda una serie de datos de la línea yihadista debería haber convencido al señor Acebes y sus gentes, pero no. La razón era muy sencilla, ellos no podían asumir esta hipótesis, y más cuando unas fechas antes, al producirse el atentado de Casablanca, ya se veía por dónde iban a ir los tiros. Pero asumir esto era reconocer el desastre de haber enviado tropas a Iraq, y eso, un personaje ególatra y altanero como Aznar no podía ni mencionarlo. Después de la famosa foto ahora no quedaba tiempo, ni ganas, para asumir aquel error catastrófico.

Y el país, bajo una lluvia tristísima, se convulsionaba por la rabia de la impotencia. En algunas ciudades muchos de sus habitantes ya no pudieron más y se fueron a las sedes del PP a reclamar la verdad.

La ministra de Exteriores, señora Palacio, decidió pedir las firmas de los embajadores en Madrid como repulsa al atentado de ETA. La embajada rusa, dijeron, se negó porque aseguró que aquello había sido un atentado a lo checheno. Silencio total y sin dar el brazo a torcer.

El día 14 amaneció luminoso, esperanzado y, con toda la amargura y tristeza innegable, la ciudadanía se acercó a los colegios electorales de modo masivo. Cuando me encontré a Bizén en la puerta de mi colegio electoral, me dijo:

—Está votando demasiada gente.

—¿Y eso es malo?

—Si hay un porcentaje muy alto, nos podemos quedar fuera.

Me lo explicó, pero no lo entendí. Nunca lo entendí y esa tarde dominical la pasé, con unos amigos, haciendo cábalas sobre lo que iba a suceder a última hora.

A las siete y cinco ganaba las elecciones el PSOE y conseguíamos un diputado.

—¡Cava para todos!

—Espera un poco.

—Ni hablar, no vaya a ser que a las once nos quedemos sin acta.

Y con gran alegría —se seguía dando por segura nuestra plaza— nos fuimos hacia el hotel donde se celebraban todas las noches electorales. Ésta podía ser magnífica.

A las siete de la mañana, con el local todavía a tope de ruidosos militantes divertidos y amigos, la noticia de que habíamos conseguido 81.160 votos en la provincia de Zaragoza desató la euforia y en ese momento, con muchos vahos alcohólicos saliendo del cuerpo, el Beduino vino a hablarme.

—Luego, le digo.

—No, ahora.

Y con una serenidad enorme me fue explicando que abandonaba el juego, que se volvía a su Monegros natal porque ya habíamos dejado de ser beduinos y ahora, con el nuevo Gobierno de Zapatero y con la necesidad de dejar de soñar, había que tener la cabeza fresca y a él le pesaban demasiado los muertos del 11-M.

—Labordeta: sé tú mismo —me dijo.

Se fue por el ascensor y como pude salí a la calle. No estaba. Su sueño, mi sueño, se había ido, y me quedaba vacío frente a la responsabilidad de una nueva acta de diputado zaragozano.

Al mediodía siguiente, con la cabeza como un estropajo y la boca con más náuseas que un adolescente, intenté recuperar la conversación con el Beduino por todos los medios y busqué en mis agendas algún teléfono que me pudiese poner en contacto con él. Al atardecer lo entendí todo: él había sido yo, y ahora era yo ya sólo, sin teléfonos ni direcciones postales de ningún beduino monegrino. Volví a pensar en mi abuela Josefa, la mujer de La Almolda, y sonreí. Habíamos jugado bien y nos habíamos divertido. Ahora el «hiperrealismo» de lo cotidiano regresaba a mis lares.

Nada de sueños. Sólo la alegría del triunfo de la izquierda y el adiós a muchos de aquellos que nos intentaron triturar durante cuatro años. Suficiente.

Octava legislatura

Si uno pasa más de una legislatura en el Congreso, aunque ya no sea tan beduino, comprueba que los rituales y las parafernalias se repiten sistemáticamente del mismo modo o forma, por muchas variantes externas que se hayan producido en el mundo o en este país.

Con algo ya de veteranía te sientas en los escaños superiores —los jefes y los trepillas se quedan por los bajos—y te dispones, con paciencia, a escuchar de nuevo el discurso del Rey.

No había mejorado el monarca la dicción, y unos días después, cuando me recibió en la Zarzuela (esta vez era tercero gracias al buen número de votos), repasamos con tranquilidad, al contrario que la vez anterior, muchos de los temas que estaban en las primeras páginas de la actualidad. La guerra de Iraq le preocupaba. Parecía poco satisfactoria la solución, según él, del problema del Trasvase y le inquietaban los nubarrones que se cernían sobre España y el mundo.

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