Mascaró, el cazador americano (23 page)

BOOK: Mascaró, el cazador americano
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No ha envejecido ni se ha resquebrajado. Por el contrario, está más lozana y más gorda. Y es ésta su tan frutal y proporcionada gordura, que, a partir del vientre, se agita de ese modo ondulante mientras su aniñado rostro parece ajeno a tan elaborada locura, lo que promueve el universal trastorno. Hasta no hace mucho, el propio Príncipe, que disponía de ella más o menos a voluntad, solía tomarla de un brazo apenas trasponía la cortina, al término del número, y pasar del picadero al carromato clavándola
in actu et in potentia
.

El maestro Cernuda se cruza discretamente de piernas y el loco Garbarino se introduce una mano en el bolsillo.

Siempre bailando y removiéndose, Sonia retrocede de espaldas hasta la salida. El público aplaude y grita y dos señores sujetan a Garbarino.

Vuelven a encenderse las lámparas, resuena la trompeta y transcurriendo sin pausa de un suceso a otro entra al picadero girando como una rueda loca el payaso, enano, saltimbanqui, fenómeno de renombre internacional ¡PE–RI–NO–LA!… Su número se promueve a base de los más rápidos y alocados volteos al tiempo que dice toda clase de risueños disparates y entabla una furiosa discusión con su propia sombra. El enano simula confundir a su sombra con otra persona y le ruega, luego le ordena, que se marche de allí o cuando menos que se quede quieta, por respeto al distinguido público, y que no trate de calcar cada una de sus figuras, porque hay un solo Perinola en este mundo y no queda lugar para otro. Finalmente, se enreda en una loca pelea con volteos y grandes aspavientos, sorprendiendo a tan ladino rival unas veces, burlado otras, hasta que sale disparado en franca derrota perseguido por aquella infatigable sombra.

El público ríe con ganas, aunque algunos, mientras aplauden, miran con recelo la sombra que descargan en el piso.

Corneta y bombo.

La enorme voz del Príncipe, a través de una bocina de lata, anuncia por detrás de la lona la presentación del campeón de lucha de todos los tiempos y Hérculase sin rival ¡CAR–PO–FO–RO!… Algunos compases de la
Marcha Victoria
, de Franz von Bloon, y emerge Carpoforo, que se adelanta a paso lento, terribles pasos, los brazos cruzados sobre el pecho y una ligera capa de aceite que le otorga un brillo siniestro. Había costado convencerlo para que se dejase untar, porque era un hombre aferrado a sus principios y se preguntaba qué diría si lo viese, por ejemplo, Enrico Porro, campeón de grecorromana que en 1906 batió en Londres al gran Nicolaj Orlof, o alguna otra puñetería por el estilo. Bien, ése era su mundo. En su cabeza no había más que campeones y presas y el Reglamento internacional de lucha grecorromana, aparte de las calorías.

Pero ya la voz del Príncipe anuncia al desafiante de la noche, especialmente contratado por el Gran Circo del Arca para tan importante ocasión, el indestructible ¡ALÍ MAHMUD!…

El Nuño aparece a la carrera con un turbante y espesas barbas «de abanico» y un color aceitunado a base de grasa y tintura de yodo. Saluda en todas direcciones con zalemas del más puro estilo oriental.

Suenan tres golpes de bombo y ambos luchadores adoptan la posición de combate. Tras estudiarse detenidamente moviéndose con cautela a un lado y otro como si se vieran por primera vez, se traban en el agarre inicial más aconsejable, es decir, cabeza contra cabeza y abrazo al adversario tramando un arco. Siguen luego una proyección de espalda, un barrido de brazo, una proyección de cadera, una vuelta de cabeza, un brazo a la americana, un tirón de huevos, una
souplesse
, un mordiscón de pierna, un magnífico puente de Alí Mahmud…

El público se enardece, grita, el maestro revolea el bombín, rueda un banco.

…Una presa de garganta absolutamente prohibida, una torsión de dedos, un enrosque de oreja, otro mordiscón y en el momento en que Alí Mahmud arroja una patada al estómago de Carpoforo, éste se ladea velozmente, aferra la piernita del infiel, lo revolea y lo arroja con fuerza hacia la salida, cayendo el miserable sobre un colchón convenientemente recubierto con una lona que simula una prolongación del tapiz, mientras Oreste produce un lúgubre estrépito al golpear el suelo con un palo. El propio Oreste y Boca Torcida retiran a Alí Mahmud en unas parihuelas. El Príncipe hace entrega a Carpoforo de una copa totalmente de lata y proclama que el Campeón de lucha de todos los tiempos acepta para las próximas funciones cualquier clase de desafío, con o sin ventajas, garantizando el maestro Cernuda, ahí presente, las apuestas a combinar. Tras esto, Carpoforo ejecuta un «Vuelo del ángel» adaptado a la geografía del lugar, que consiste en tomar impulso y con una vuelta de campana atravesar la cortina.

El distinguido público se arrebata, la carpa se estremece, el Príncipe levanta las manos y reclama cordura. Aguardan otras maravillas.

Se interrumpe la luz de la linterna y otro fogonazo de azufre aplaca los ánimos.

Pero es que entonces, en sabio encajamiento, suena una música menudita, un canturreo, así así, todo lejanía, alma vagante que anda por los exteriores, que viene y no viene.

Todos paran las orejas, se dispersan en tan livianos menudeos.

La música condesciende, perviene, se introduce. El maestro Cernuda comienza a cabecear, se expande, zozobra. ¿Qué no es aquello
Rosas del Sur
o
Sueño de un vals
, esos antañosos bríos?

El Príncipe, que hasta ahora ha sido una presencia más bien invisible, replegándose en el comando sutil de la tramoya, reviene entonces sobre la plataforma portante y con gentiles modales sugiere que, satisfechos los ímpetus viriles, corresponde ahora dispensar una flor a las damas.

Aplausos.

La música se acerca aún más, esto es, Oreste acarrea otro poco la victrola, y el Príncipe anuncia con voz reposada, algo contenida, un reprimido temblor que se esfuerza en disimular, el recitado de su última y más íntima composición, que le inspirara el dulce desvelo de su primera noche en Tapado, atrayendo a su memoria un lejano y escondido recuerdo.

Una pausa, traga aire y elevando un tanto la voz anuncia su título: «Deseo».

Otra pausa. Y luego, en amable comparsa, entre flotantes colores que vuelan por el aire, hamacados por aquella blanda, ondulante y nostalgiosa filarmonía, recita:

Yo quisiera salvar esa distancia

ese abismo fatal que nos divide,

y embriagarme de amor con la fragancia

mística y pura que tu ser despide.

¡Yo quisiera ser uno de los lazos

con que decoras tus radiantes sienes!

¡Yo quisiera en el cielo de tus brazos

beber la gloria que en los labios tienes!

¡Yo quisiera ser lirio y en tu lecho

allá en la sombra con ardor cubrirte,

temblar con los temblores de tu pecho

y morir de placer al comprimirte!

¡Oh! ¡yo quisiera mucho más! ¡quisiera

llevarte en mí como la nube el fuego,

mas no como la nube en su carrera

luego estallar y separarnos luego!

¡Yo quisiera en mí mismo confundirte,

confundirte en mí mismo y entrañarte,

yo quisiera en perfume convertirte,

convertirte en perfume y aspirarte!

¡Aspirarte en un soplo como esencia

y unir a mis latidos tus latidos,

y unir a mi existencia tu existencia,

y unir a mis sentidos tus sentidos!

¡Aspirarte en un soplo del ambiente

y ver así sobre mi vida en calma toda

la llama de tu cuerpo ardiente

y todo el éter de lo azul de tu alma!

El maestro arroja al aire el bombín y saltando por encima de la valla se introduce en el picadero y abraza al Príncipe, que se embala sobre la plataforma con rueditas arrastrando a Cernuda hacia la salida, Farseto trepa trabajosamente a un banco, y sostenido por dos fulanas patalea y grita con su vocecita de vidrio hasta que se derrumba.

Se encienden todas las luces, pero aún resuenan los aplausos y alguna dama enjuga una lágrima cuando el enano Perinola reaparece en el picadero con un letrero en alto que dice:
INTERMEDIO
.

Los que saben leer corren la voz.

Durante el «Intermedio» se pasaron escogidas grabaciones del repertorio internacional que el maestro Cernuda escuchó y aun tarareó con arrobamiento a pesar del ruido a cascajos que junto con la música salía por la bocina. Oreste, que si bien era un aprendiz de Príncipe y por momentos casi un Príncipe completo, trabajaba como un esclavo, repartió entre el público unas cartulinas que de un lado traían una fotografía irreconocible de toda la compañía con la cara del Príncipe en un recuadro y la leyenda Gran Circo del Arca, y del otro lado una serie de refranes y consejos presuntamente del propio Príncipe, como «Nada teme perder quien nada tiene» o «Las líneas no están escritas porque sí en la mano del hombre; señalan la influencia celestial sobre su destino» o «No se desea lo que no se conoce» o «La experiencia habla en favor de los sueños proféticos, la falta de causas racionales impide creer en ellos» o «El Amor es una flor deliciosa que no se adquiere sin dificultad, sino que se obtiene en la cercanía de los mayores precipicios» o «Para vestir con distinción sastrería La Favorita, de don Bautista Iaría–La Manuela» o «Se agradece su contribución».

Detrás de Oreste venía el perro Califa caminando en dos patitas, con su bonetito de colores y un tarrito colgado del cuello en el cual se colocaban las contribuciones.

La segunda parte comenzó, como la primera, con una cabalgata al son de los bizarros compases de la
Marcha de Granaderos Fridericus–Rex
, de Radek, pero el jinete en este caso era el fantaseoso ecuestre ¡CO–QUI–TO! sobre un caballo de trapo con la cabeza de cartón en cuyo interior corrían y saltaban agachados Carpoforo y Oreste, envueltos en un tremendo olor a polvo y sudor y a algunas ocurrencias de Carpoforo, provocadas por el encogimiento, que hacían extraviar el paso a Oreste, desencajándose ambas partes del caballo. Perinola parodiaba en general las fantasías de Boc Tor, pero arriba de un caballo, así fuese de trapo, no podía dejar de recordar al renombrado ecuestre José Scarpa, cosa que lo alteraba sobremanera y hacía revertir su fuerte inclinación a la perversidad, que, aunque de tamaño reducido, promovía pequeños y retorcidos desafueros. Entre salto y salto, por ejemplo, hacía cosquillas a Carpoforo, pateaba a Oreste y sofocaba a ambos con sus desenvueltos aires, que no por provenir de sujeto pequeño dejaban de surtir su efecto. Carpoforo al menos miraba y respiraba por los orificios del mascarón, pero Oreste andaba a tontas y locas abrazado a la imponente cintura de Carpoforo. Aparte de esto, el desgraciado enano, trastornado por su manía de grandeza, se sentía un verdadero ecuestre y gritaba y ordenaba con toda su encumbrada alma de rufiancito. El público reía ferozmente, lo cual por dentro hacía aún más tétrico el asunto. Hasta que Oreste, siguiendo sus inclinaciones, terminaba por sentirse un auténtico caballo y entonces corcoveaba, relinchaba y empujaba a Carpoforo, y allá iban, hechos un ovillo de trapos, siguiendo el alocado círculo de risas y los aplausos hasta embocar la salida.

Se rebajan las lámparas. Se enciende la linterna, que arroja un chorro muy firme. La divina Sonia se extrae de la luz, toda entera. Las sombras se acallan. Una música viene persona rondando, rondando, fino rasgueo primero, después, sin prisa, toda cantable la oscuridad. Y así comienza aquel arrebatado dúo de amor que, sobre la base de
Tuyo es mi corazón
, de Lehar, Sonia y el Nuño interpretan tan al natural. Ella con una túnica de raso, un mantón carmesí y una rosa de papel. Él con un frac grasiento, una capa con esclavina y una peluca de cajetilla. Ella penetra lentamente sobre la plataforma con rueditas, y una vez erigida comienzan los revoloteos de colores. Él corresponde a los trinos por detrás de la carpa, de un lado, del otro, hasta que se introduce también, emerge de las sombras a un costado, pues en ese momento toda luz recae sobre ellas. Las voces se alternan, se superponen, coinciden mientras sus volátiles figuras se persiguen, ya se apartan, ya se encajan en un bailoteo o esbozado, de curso libre, que describe la opresión del alma, esos trasbordos, su propensión al ave, su sujeción a la tierra. Y así, en lánguido
crescendo
y
smorzando final
, ella se aleja, se disuelve sobre la plataforma rodante, y él, luego de ejecutar con las manos los gestos 16 y 24 que prescribe el manual Hoepli de Wronski y Vitone
[3]
, retenido en su soledad y por decreto de un ensañado destino, se encapota fieramente y se destierra en las sombras.

El maestro Cernuda saltó nuevamente la valla, pero con tal precipitación que enganchó un pie y rodó por el picadero. Farseto pegó un grito y entró a sacudirse
in articulo mortis
. Hubo que sujetarlo para que no se quebrase. Un tremendo delirio encrespó a la platea y el pabellón volvió a sacudirse.

Afuera, a través de la oscuridad, de pie en la quieta, profunda noche, la desvelada figura de la ventana contempla aquella coloreada cavidad de donde provienen las voces.

Pero, siguiendo con los calculados contrastes, casi sin pausa, lo que provocaba esas locas oscilaciones del ánimo, ingresó en la pista el perro excéntrico Califa, asistido por el célebre ecuestre Boc Tor, para este caso gentilmente con los pies en la tierra. Boc Tor vestía un ajustado pantalón negro y una blusa abullonada. Sin el cigarro parecía otra persona, pues hasta se le enderezaba la boca.

Califa, después de emprender una vuelta olímpica sobre el borde de las tablas, bailó
Las luciérnagas
y un «galerón» sencillo, respondió con la cabeza por sí o por no a las preguntas que le formuló Boc Tor sobre algunos de los presentes, guiándose por los disimulados golpecitos de un pie del ecuestre, saltó por encima de una percha, que a cada salto se elevaba otro poco, y que cuando alcanzó una altura desmesurada pasó graciosamente por debajo, luego de tomar un fuerte impulso, como si igual fuese a batirla, se hizo el muerto, se cubrió los ojos cuando se le preguntó una amable impertinencia sobre las damas allí presentes, meó el palo maestro, persiguió hasta darle caza a un hueso mágico comandado desde lo alto por un cordel invisible y finalmente se retrajo junto con Boc Tor hacia la salida sobre sus patitas traseras propinando unos golpecitos de cabeza.

Después de Califa siguió Oreste, que esperaba su número haciendo de todo un poco, al revés del Príncipe (y en eso consistía su principado), que estaba en todo y no hacía nada. Llegado el momento, le producía un pánico inicial, pero luego seguía un agradable abandono, un acomodo con la vida, una alegría del propio cuerpo. Y allí iba, luego de sonar él mismo la corneta y el consabido anuncio del Príncipe: ¡EL GRAN ORESTE!… ¡transformista de renombre mundial y Príncipe coadjutor!…

BOOK: Mascaró, el cazador americano
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