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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (84 page)

—Pero tú marido no, ¿verdad?

No quise contestar todavía, pero mis labios se curvaron en una sonrisa inconsciente. El levantó los ojos y prosiguió, mirándome.

—Tú hijo sí, yo he visto, pero marido no. ¿Correcto?

No pude reprimir una nueva carcajada, profunda y ruidosa, y esta vez él sí se rió conmigo, y los dos sabíamos de qué nos reíamos.

—Eso sí —dije en un susurro, sin intentar siquiera contener la risa—, eso es igual en todas partes, aquí, en Bulgaria, y en Nueva Guinea Papúa, desde luego, macho, es que hay que joderse…

—No entiendo —me contestó.

—Da igual. El caso es que todo es correcto —admití, y me quedé con ganas de añadir, es decir, que tú piensas que yo debo de estar subiéndome por las paredes de puro salida, y yo sé que es verdad.

—¿Divorcio?

—Sí.

—Entonces, podemos quedar —asentí con la cabeza—. ¿Esta tarde? — volví a asentir—. Ocho y media.

Seguí afirmando en silencio, pero a él no le debió parecer una garantía suficiente, porque cuando ya había empezado a bajar la escalera, se volvió y se me quedó mirando.

—¿Vale? —preguntó.

—Vale.

Aquella tarde, a las ocho y treinta y tres minutos, estaba llamando al portero automático. Cuando le dije que bajaba en un momento, me contestó que no, que ya subía él, y lo hizo muy deprisa, los tacones de sus botas negras repiqueteando en cada peldaño. Llevaba unos vaqueros estrepitosamente ceñidos, marcando paquete, y una camiseta de algodón gris claro, sin mangas.

—¿Quieres que vayamos a tomar unas copas? —le propuse cuando entró en el recibidor, intentando rescatar el plan que me había trazado previamente, una secuencia convencional, copas, cena, y más copas, destinada a revestir la situación con un cierto barniz de normalidad.

—No —me contestó, abrazándome por la cintura—. ¿Para qué?

—Pues también es verdad —susurré, dejando caer el bolso al suelo, un segundo antes de besarle.

Se llamaba Hristo y fue la primera cosa intrínsecamente buena que me pasaba en mucho tiempo.

Había nacido en Plovdiv, veinticuatro años antes, pero hacía mucho tiempo que vivía en Sofía cuando cayó el Muro, y un par de meses después, ya se había mudado a un pueblecito situado al lado de la frontera con Yugoslavia para salir pitando a las primeras de cambio, no fuera a ser que luego se arrepintieran y la cerraran antes de que le diera tiempo a atravesar la verja, según me explicó. Había cruzado media Europa antes de entrar en España, pero Alemania no le gustaba por el clima, en Italia no le habían ido bien las cosas, y en Francia ya había demasiados refugiados cuando él llegó. Llevaba dieciocho meses en Madrid y estaba a gusto, a pesar de que le habían negado el estatuto de asilado político media docena de veces, con el razonable argumento de que no había abandonado Bulgaria por motivos políticos, una tesis que él interpretaba como una sucia excusa, porque, como había repetido machaconamente a un centenar de funcionarios en otras tantas ocasiones, en su país no había ni libertad ni comida, y por lo tanto no necesitaba ningún otro motivo para marcharse.

—Además —añadió—, yo decía que rey nuestro vive aquí. Pero nada. Ellos que no, que no, que no.

Su plan inicial consistía en emigrar lo antes posible a Estados Unidos, pero cuando llegó, sus compatriotas le informaron de que la Cruz Roja española pagaba un subsidio mensual a cada refugiado del Este, mientras que, en el sumamente hipotético caso de que le dejaran entrar en América, allí ya no le iban a dar ni las gracias, así que cambió de planes sin dolor y muy deprisa. Al principio, sin embargo, las cosas no habían resultado fáciles. Compartía con otros cuatro búlgaros una habitación sucia y oscura en una pensión de mala muerte cuya patrona les sangraba todo lo que podía, a sabiendas de que necesitaban tener un domicilio fijo, preferentemente el mismo, para renovar la residencia todos los meses, y trabajaba de peón en una obra donde las condiciones no eran mucho mejores. Luego, cuando por fin quisieron concederle un permiso anual, se marchó de allí y empezó a moverse por su cuenta.

—Ahora tengo negocios —me dijo, muy enigmáticamente.

Sólo llevaba un mes repartiendo butano, y no pensaba estar mucho más tiempo haciendo lo mismo. Le estaba guardando el sitio a su hermano, que había tenido un accidente de coche, pero ya estaba harto. Le pregunté en qué trabajaba cuando vivía en Bulgaria, y se rió.

—En Bulgaria trabajan sólo mujeres —dijo—. Los hombres hacen otras cosas.

—¿Sí? — pregunté, atónita—. ¿Qué, chulearlas?

—Ganar dinero.

Le pedí que me explicara aquel misterio y comprendí que él sólo aplicaba el verbo «trabajar» a la ejecución de cualquier tarea legal, un campo hacia el que no se encaminaban precisamente sus preferencias. En Bulgaria había hecho de todo, desde importar ilegalmente una gran variedad de objetos originarios de Alemania Oriental, hasta pasar dinero falso, que era su ocupación habitual cuando salió del país. No conseguí que me confesara en qué clase de negocios estaba envuelto ahora, pero cuando le advertí que aquí las cosas eran ligeramente distintas y que con diez mil pesetas no se salía de la cárcel, me dijo que él no era tonto y que sabía de sobra lo que estaba haciendo, y me di cuenta de que hablaba en serio. No quería vivir como su hermano, trabajando diez horas diarias, sin contrato y sin seguros sociales, ganando poco y ahorrándolo todo para traerse a su mujer y a sus dos hijos, igual que si fuera polaco, dijo. El no estaba casado, y no tenía la más mínima intención de polonizarse. Cuando se estableció en Madrid, escribió a su novia una postal de tres líneas, estoy bien, no pienso volver, no se te ocurra venir, adiós.

—Ella llora días y días —me explicó—, pero cosas son así.

Echaba mucho de menos la mansedumbre de las mujeres de su país, porque ellas no exigían nada a cambio de obedecer a los hombres.

La primera noche que pasamos juntos, me contó que al poco tiempo de llegar se había echado una novia andaluza que vivía en Carabanchel, una chica soltera, joven y guapa, que follaba bien, pero no tan bien como yo —un detalle que especificó como si se tratara de un aspecto sumamente importante, lo cual no dejó de hacerme ilusión—, y que estaba dispuesta a casarse con él, pero que no le dejaba vivir.

—Siempre decía, dónde vas, y luego, pues ahora no te vas, ahora follar, follar, siempre follar cuando yo marchaba.

—Claro —le expliqué, entre carcajadas—, para dejarte seco, porque el polvo que le echaras a ella, ya no lo echabas por ahí.

—Yo comprendo —asentía con la cabeza—, comprendía pero no gustaba. Unos días yo decía, no, follar no, yo marcho, y ella decía, me mato, me mato, me voy a matar. Y siempre follar antes de irme.

A pesar de todo, le quedaban ganas para compaginar la compañía de su novia con la de otra refugiada, una chica rumana que trabajaba de limpiadora por horas y a la que no escondía porque no lo juzgaba necesario. Cuando la andaluza fue informada de la situación por otro búlgaro que aspiraba a pedir su mano, se puso como una fiera y le armó un escándalo tremendo en plena calle, y luego tiró su ropa y todas sus cosas por la ventana ante la mirada indiferente de los transeúntes, un detalle que terminó de sacarle de quicio.

—Y nacionalidad… ¡paf! Adiós.

—Claro, si es que eres un cabrón —le decía yo, riendo—. ¿Cómo pudiste hacerle eso a la pobre chica?

—¿Hacer qué? A ella daba lo mismo. Yo portaba bien con ella. Mejor que con la otra. En mi país, mujeres no son así. Las españolas muy distintas. Aquí, ser hombre es más difícil. Mujeres dan más, con más pasión, pero celosas, propietarias…

—Posesivas.

—Eso, posesivas. Quieren saber dónde vas, siempre dónde vas, dónde vives. Dan todo, pero piden todo. Dicen que se matan, siempre dicen que tú estás matando a ella, que ella se va a matar. Prefiero búlgaras, más fácil que están contentas. Ganas dinero, le das, la tratas bien, y ya está.

—Esto es el Sur, Hristo.

—Yo sé.

—El Sur, aquí las guerras casi siempre son civiles.

Nunca sabía de antemano cuando íbamos a vernos. Yo no tenía manera de localizarle porque no parecía tener un domicilio fijo, y él no me llamaba casi nunca, pero se enfadaba terriblemente cuando venía a mi casa y no me encontraba. Era divertido, listo, enérgico, y asombrosamente generoso a su manera. Cuando tenía dinero, me llevaba a locales carísimos y me hacía regalos espectaculares. Cuando no lo tenía, me lo pedía como si fuera la cosa más natural del mundo, y como lo era, yo se lo prestaba y él me lo devolvía religiosamente unos pocos días después, con un ramo de flores o una caja de bombones, cualquier detalle discreto a modo de interés. Siempre que nos veíamos, terminábamos en la cama, muchas veces incluso empezábamos allí y no íbamos a ninguna otra parte. Como en el fondo no dejaba de ser lógico, carecía de todos los síntomas del síndrome del hombre occidental contemporáneo. Se mostraba apabullantemente seguro de sí mismo, no le daba miedo decir lo que sentía, no necesitaba hacerse el duro a contrapelo, nunca parecía cansado, ni desganado, y me trataba con una especie de condescendencia irónica —como diciéndome sin hablar, y ahora te voy a follar porque lo estás deseando— que me divertía mucho, sobre todo porque, en líneas generales y a pesar de las apariencias, nuestra relación era más bien la opuesta. Era él quien me buscaba y quien me contaba su vida, él quien me pedía apoyo y comprensión, él quien, de los dos, parecía siempre estar haciendo el mejor negocio.

Un viernes apareció en mi casa muy cabreado, a una hora inaudita hasta entonces, casi las dos de la mañana. Había estado en una fiesta, me explicó, le habían llevado otros búlgaros pero ninguno le había advertido dónde se metía.

—Era una fiesta de hombres solo. Y lo pasado no me gusta. Con un español —puntualizó.

—No me extraña nada, Hristo —dije, adivinando de qué iba la historia—, con esas pintas que llevas.

—No entiendo.

—Ven, mírate en el espejo.

Le llevé por el codo hasta el recibidor, encendí la luz, y le coloqué exactamente frente al centro de la luna. Aquella noche había salido de casa con todas sus propiedades a cuestas, media docena de cadenas colgadas del cuello, dos esclavas en la muñeca derecha, un Rolex y otra pulsera en la izquierda, y diversos anillos en seis de los dedos, un cargamento de oro puro de veinticuatro quilates.

—¿Qué pasa?

—¡Por el amor de Dios! — exclamé—. ¿Pero es que no lo ves? Si pareces la querida de mi abuelo… —me di cuenta de que así nunca me comprendería, y me expliqué mejor—. Aquí, los hombres no llevan joyas, ninguna joya. No es de macho, ¿comprendes? Los machos no llevan oro. El oro es cosa de mujeres.

—Ya —dijo—. Yo sabía.

—¿Y entonces?

—No puedo quedarme dinero. Si me quedo dinero y me echan, en Bulgaria dinero español vale poco. Oro vale mucho allí.

—¡Pero si no te van a echar, Hristo! A ti no. Si fueras palestino, o gambiano, sería otra cosa, pero a vosotros no os van a echar.

—Yo no sé.

Le miré y él torció la cabeza. Por aquel entonces ya me había confesado de mala gana que trapicheaba con toda clase de cosas, desde divisas hasta repuestos de automóviles robados, todo excepto droga, la única mercancía que le parecía demasiado peligrosa en sus circunstancias.

—Bueno, mira, vamos a hacer una cosa. ¿Tú te fías de mí? — asintió con la cabeza—. Pues entonces, si así te vas a quedar más tranquilo, sigue comprando oro, pero no lo lleves encima, porque aparte de que te pidan precio por la calle, estás empezando a parecer un anuncio para un atraco, tío. Compramos una caja de caudales con una sola llave y te la quedas tú, pero la guardamos aquí, en mi casa. Puedes abrirla siempre que quieras para comprobar lo que hay dentro, yo no voy a quitarte nada, y el día que te echen, si es que te echan, vienes y te la llevas, ¿vale?

—¿Y si no da tiempo?

—Entonces, yo me cojo un avión y te llevo el oro a Sofía —me miró con extrañeza y me puse seria—. Te lo juro, Hristo.

—¿Por hijo?

—Por hijo. Te lo juro por mi hijo.

—¿Tú harías eso por mí?

—Claro que sí, qué bobada.

—Yo pagaría billete tuyo.

—Eso es lo de menos.

—¿En serio vendrías a Sofía?

—En serio.

Me miró como si jamás se hubiera atrevido a esperar una oferta semejante, y empezó a quitarse las cadenas muy despacio, para dejarlas caer lentamente en el hueco de mis manos, como si mi actitud le hubiera emocionado de verdad.

—¿Esta puedo quedarme? — me preguntó, señalando la más gruesa—. Me gusta mucho.

—Claro que sí, y el reloj, y alguna sortija también —dije, cuando comprendí que tampoco era cuestión de que pareciera un caballero.

Transporté el botín a mi cuarto y lo guardé provisionalmente en el cajón de la mesilla. El vino detrás de mí y me derribó sobre la cama antes de que tuviera tiempo para darme cuenta.

—¿Me quieres? —preguntó luego, cuando todavía podía sentir la huella fresca de su semen sobre mis muslos.

—Sí —contesté, y le besé en los labios—, claro que te quiero.

—Pero no te hago falta, ¿verdad?

Me sorprendió tanto escuchar una frase tan impecablemente articulada, que sospeché que tal vez la hubiera traído preparada, y sin embargo le dije la verdad.

—No, Hristo. No me haces falta. Pero me gusta estar contigo, eso es lo impor…

—Yo sabía —me interrumpió bruscamente—. Tú nunca dices me mato cuando yo marcho.

Me dio la sensación de que se había puesto triste, y me dio mucha rabia sospechar que el muy imbécil pudiera haberse enamorado de mí. Mientras buscaba desesperadamente algo que decir, él rompió a hablar en una lengua desconocida, moviendo en el aire la mano derecha, jugando con la expresión de su voz, como si declamara un poema. Cuando terminó, se me quedó mirando, y me pareció ver que lloraba.

—Pushkin —dijo solamente.

Luego se abalanzó sobre mí y empezó a follarme como si alguien le hubiera soplado al oído que al mundo le quedaban poco más de diez minutos de existencia.

A la mañana siguiente parecía completamente recuperado. No se levantó de la cama hasta que yo salí del baño, duchada y vestida, pero desayunamos juntos, y entonces comentó que hablaba ruso porque lo había estudiado en el colegio. Creí que ya no volvería sobre el tema, pero en la calle, cuando nos despedimos, dijo algo antes de besarme.

—¿Todo igual?

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