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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Aventuras, Biografía, Drama

Mal de altura (31 page)

El vendaval que se desató aquel sábado por la tarde fue aún más violento que el que había soplado la noche anterior. Cuando Boukreev consiguió llegar a las tiendas, la visibilidad se había reducido a unos pocos metros y a punto estuvo de no encontrar el campamento.

Respirando oxígeno en botella por primera vez en treinta horas (gracias al grupo de IMAX), me sumí en un sueño angustioso e intermitente pese al ruido infernal que producía el viento al azotar la tienda. Pasada la medianoche, estaba yo en plena pesadilla —Andy caía por la cara del Lhotse agarrado a una cuerda mientras me preguntaba por qué no había sujetado yo el otro extremo— cuando Hutchison me despertó. «Jon —gritó sobre el rugir de la tempestad—, me preocupa esta tienda. ¿Tú crees que aguantará?»

Haciendo esfuerzos por salir de las profundidades de mi alucinación onírica como el ahogado que asoma a la superficie del mar, tardé un minuto en ver por qué Stuart estaba tan preocupado: el viento había aplastado media tienda, que se mecía violentamente con cada ráfaga. Varios palos estaban muy torcidos, y gracias a la luz de la lámpara del casco vi que las costuras principales corrían inminente peligro de saltarse. Finas partículas de nieve estaban llenando de blanca escarcha todo el interior de la tienda. Nunca había visto soplar el viento con tanta fuerza, ni siquiera en la Patagonia, que se considera el lugar más ventoso del planeta. Si la tienda se venía abajo antes de la mañana, nos encontraríamos con un serio problema.

Stuart y yo recogimos las botas y toda nuestra ropa y nos situamos en el lado de barlovento. Apoyando la espalda y los hombros contra los palos dañados, y pese a nuestro cansancio abrumador, permanecimos las tres horas siguientes sosteniendo la cúpula de nailon como si en ello nos fuera la vida. Me imaginé a Rob en la cima Sur a 5.750 metros, sin oxígeno, expuesto a la ferocidad de la tormenta sin refugio de ninguna clase; pero resultaba tan inquietante que procuré no pensar más en ello.

Al alba del domingo 12 de mayo, a Stuart se le acabó el oxígeno. «Empecé a notar que me iba quedando frío e hipotérmico —dice—. Fui perdiendo la sensibilidad en las manos y los pies. Pensé que estaba llegando mi hora, que no conseguiría salir del collado, y que si no me decidía a bajar cuanto antes, posiblemente no lo contaría». Le di mi botella de oxígeno a Stuart y empecé a buscar hasta que encontré otra que aún tenía un poco; luego empezamos a prepararnos para el descenso.

Cuando me atreví a salir, vi que al menos una de las tiendas desocupadas había desaparecido del collado. Entonces reparé en Ang Dorje, que aguantaba estoicamente la ventolera llorando desconsolado por la pérdida de Rob. Después de la expedición, cuando se lo conté a su amiga canadiense Marion Boyd, ella me comentó: «Ang Dorje considera que su misión en este mundo es procurar que a nadie le pase nada; es algo que hemos hablado a menudo. Para él se trata de algo importantísimo, pues sus creencias religiosas contemplan la reencarnación
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. Aunque el jefe de la expedición era Rob, Ang Dorje consideraba que era su responsabilidad salvar la vida de Hall, Doug Hansen y los demás. Y cuando murieron, no pudo sino culparse a sí mismo».

Preocupado porque Ang Dorje pudiera sentirse tan mal como para negarse a abandonar el collado, Hutchison le suplicó que bajara de inmediato. A las 8:30 —creyendo que Rob, Andy, Doug, Scott, Yasuko y Beck habían muerto ya— Mike Groom salió de su tienda medio congelado, reunió a Hutchison, Taske, Fischbeck y Kasischke y empezó a guiarlos valientemente montaña abajo.

A falta de otros guías, me ofrecí voluntario para cubrir la vacante y ocuparme de la retaguardia. Mientras el precario grupo dejaba el campamento IV camino del Espolón de los Ginebrinos, me decidí a hacer una última visita a Beck, quien, suponía yo, habría muerto por la noche. Localicé su tienda, desencajada por el huracán, y vi que las puertas habían quedado abiertas. Cuál no sería mi sorpresa al mirar dentro y descubrir que Beck aún estaba con vida.

Temblaba convulsivamente, tumbado en el suelo del desmoronado refugio. Tenía la cara horriblemente hinchada, las manos y la nariz cubiertas de manchas negrísimas de congelación. El viento le había arrancado del cuerpo los dos sacos de dormir, y Beck, con las manos heladas, había sido incapaz de cubrirse otra vez con ellos o bajar la cremallera de la tienda. «¡Joder! —gimió al verme, contorsionado el rostro en un gesto de desesperación y agonía—. ¿Qué mierda hay que hacer aquí para que vengan a ayudarte?» Llevaba dos o tres horas pidiendo auxilio, pero la tormenta había ahogado sus gritos.

Al despertar en mitad de la noche, Beck había visto que «el vendaval hacía bailar la tienda y estaba a punto de arrancarla de cuajo. La tela, empujada por el viento, se me había pegado a la cara, de forma que casi no podía ni respirar. Se apartaba un segundo y volvía a aplastarme el pecho y la cara, dejándome sin aliento. Por si fuera poco, se me había hinchado el brazo derecho, y yo, estúpido de mí, llevaba puesto un reloj, así que el brazo se me iba hinchando y el reloj me apretaba cada vez más. La sangre casi no me llegaba a la mano. Pero tal como tenía las dos, me era imposible quitarme el maldito reloj. Chillé todo lo que pude, pero no vino nadie. Fue una noche larguísima. No sabes qué alegría sentí al ver tu cara asomando por la puerta».

La visión de Beck en aquel estado me dejó tan estupefacto —por no mencionar nuestra imperdonable negligencia hacia él—, que casi me eché a llorar. «Todo irá bien —mentí, reprimiendo un sollozo mientras le tapaba con los sacos, cerraba la cremallera de la puerta e intentaba apuntalar el maltrecho refugio—. No te preocupes, amigo. Está todo controlado».

En cuanto tuve a Beck más o menos acomodado, llamé por radio a la doctora Mackenzie.

—¡Caroline! —clamé histérico—. ¿Qué he de hacer con Beck? Todavía vive, pero no creo que pueda durar mucho más. ¡Está muy mal!

—Procura calmarte, Jon —respondió ella desde el campamento base—. Tienes que ir bajando con Groom y los demás. ¿Dónde están Pete y Todd? Pídeles que cuiden de Beck y empieza a bajar.

Fui a despertar a Athans y Burleson, que corrieron a la tienda de Beck con una cantimplora llena de té. Mientras me apresuraba a dejar el campamento y alcanzar a mis compañeros, Athans se disponía a inyectar 4 miligramos de dexametasona en el muslo de Beck. Era un gesto muy loable, pero costaba imaginar que le sirviera de gran cosa al moribundo texano.

ESPOLÓN DE LOS GINEBRINOS
- 12 de mayo de 1996, 9:45 h -
7.900 metros

La única gran ventaja que la inexperiencia aporta al montañero novato es que ni la tradición ni los precedentes pueden absolverlo. Para él todo es simple, y siempre escoge soluciones directas a los problemas. A menudo, claro está, la inexperiencia defrauda sus esperanzas de éxito y a veces tiene resultados trágicos, pero él no lo sabe cuando inicia su aventura. Ni Maurice Wilson, ni Earl Denman, ni Klaus Becker-Larsen sabían gran cosa de escalada o no habrían hecho lo que hicieron, y, no obstante, sin los impedimentos de la técnica, llegaron muy lejos a fuerza de determinación.

Walt Unswortb

Everest

Quince minutos después de abandonar el collado Sur la mañana del domingo 12 de mayo, alcancé a mis compañeros mientras descendían de la cresta del Espolón de los Ginebrinos. El espectáculo era penoso: estábamos todos tan débiles que hubo que emplear un tiempo increíblemente largo para bajar los pocos metros que nos separaban de la pendiente inmediatamente inferior. Lo más espantoso, sin embargo, eran las cifras: tres días antes, al pasar por aquel tramo, el grupo lo formaban once personas; ahora sólo éramos seis.

Stuart Hutchison, que cerraba la marcha, aún estaba en lo alto del espolón cuando lo alcancé. Se disponía a bajar rapelando por las cuerdas fijas. Advertí que no llevaba sus gafas de nieve. Aunque el día estaba nublado, a esa altitud la fortísima radiación ultravioleta podía dejarlo ciego en muy poco tiempo.

—¡Stuart! —grité para vencer el ruido del viento—. ¡Las gafas!

—Es verdad —repuso con voz cansina—. Gracias por recordármelo. Oye, ya que estás aquí, ¿por qué no me miras el arnés? Estoy tan cansado que no sé lo que hago. Te agradecería que me vigilaras de vez en cuando.

Al examinar su arnés, advertí que la hebilla estaba mal cerrada. Si se hubiera enganchado a la cuerda con el descensor, el cinturón habría cedido al peso de su cuerpo y Stuart habría caído a plomo por la cara del Lhotse. Cuando se lo dije, observó:

—Sí, ya me lo parecía, pero tengo las manos demasiado frías para hacerlo bien.

Me quité los guantes, le ajusté rápidamente el arnés alrededor de la cintura y lo mandé hacia abajo.

Para engancharse a la cuerda fija, Hutchison tiró el piolet, y luego lo dejó sobre la roca cuando se disponía a hacer el primer rapel.

—¡Stuart! —chillé—. ¡El piolet!

—Ya no puedo con él —gritó—. Déjalo correr.

Me sentía tan exhausto que no quise discutir. Dejé el piolet donde estaba, me enganché a la cuerda y empecé a bajar por el escarpado flanco del espolón.

Una hora más tarde llegábamos a las Bandas Amarillas. Uno a uno procedimos a descender cautelosamente por la pared vertical de piedra caliza, lo que provocó un atasco. Yo estaba esperando al final de la cola cuando varios sherpas de Scott Fischer nos alcanzaron. Lopsang Jangbu, medio loco de pena y extenuación, se encontraba entre ellos. Le puse una mano en el hombro y le dije que sentía mucho lo de Scott. Él se golpeó el pecho y exclamó con lágrimas en los ojos: «Traigo muy mala suerte, muy mala suerte. Scott está muerto; la culpa es mía. Traigo mala suerte. La culpa es mía. Muy mala suerte».

Mi pobre esqueleto llegó al campamento II alrededor de las 13:30. Aunque todavía estábamos a gran altura —6.500 metros— aquello era muy distinto del collado Sur. El viento había amainado por completo. En vez de tiritar preocupado por las congelaciones, ahora sudaba copiosamente bajo un sol abrasador. Ya no parecía que mi vida pendiese de un frágil hilo.

Nuestra tienda comedor había sido transformada en improvisado hospital de campo. Henrik Jessen Hansen, un médico danés del equipo de Mal Duff, y Ken Kamler, también médico y cliente de la expedición de Burleson, dirigían las operaciones. A las 15:00, mientras me tomaba un té, seis sherpas entraron en la tienda con Makalu Gau, y los médicos se pusieron manos a la obra de inmediato.

Estiraron a Makalu, le quitaron la ropa y le aplicaron un suero intravenoso en el brazo. Al examinarle las manos y los pies, que tenían un lustre opaco y blancuzco, como de lavabo sucio, Kamler dijo en tono sombrío: «Es el peor caso de congelamiento que he visto en mi vida». Cuando preguntó a Gau si podía fotografiarle las extremidades para fines médicos, el taiwanés consintió con una gran sonrisa; parecía casi orgulloso de sus lesiones, como un soldado que luciese sus heridas de guerra.

Una hora y media después, mientras los doctores seguían atendiendo a Makalu, oímos la voz de David Breashears en el receptor de radio: «Estarnos bajando con Beck. Llegaremos al campamento II al anochecer».

Tardé un rato en comprender que no estaba hablando de acarrear un cadáver montaña abajo; Breashears y los otros bajaban a Beck con vida. No me lo podía creer. Apenas siete horas atrás, cuando lo había dejado en el collado Sur, había pensado con horror que estaba a punto de morirse.

Dado por muerto una vez más, Beck se había negado a rendirse. Más tarde me enteré por Pete Athans de que al rato de inyectarle dexametasona, el texano experimentó una sorprendente mejoría. «A eso de las 10:30 lo hicimos vestir, le pusimos el arnés y descubrimos que podía tenerse en pie y andar. Nadie daba crédito a su recuperación».

Empezaron a descender. Athans iba justo delante de Beck, diciéndole dónde tenía que pisar. Entre Athans, sobre cuyos hombros se apoyaba Beck, y Burleson, que lo agarraba fuertemente del cinturón por detrás, empezaron a bajar con mucho cuidado. «Había veces que teníamos que ayudarlo bastante —dice Athans—, pero la verdad es que marchaba muy bien».

A 7.600 metros, justo sobre los riscos calcáreos de las Bandas Amarillas, se encontraron con Ed Viesturs y Roben Schauer, que bajaron a Beck sin problemas por la escarpada pared. Ya en el campamento III, fueron asistidos por Breashears, Jim Williams, Veikka Gustafsson y Araceli Segarra; entre los ocho que estaban sanos consiguieron bajar al maltrecho Beck en bastante menos tiempo del que mis compañeros y yo habíamos invertido esa misma mañana.

Cuando supe que Beck estaba bajando, fui hasta la tienda, me puse las botas de escalada y empecé a subir fatigosamente para recibir al grupo de rescate, esperando encontrarlos en las estribaciones de la cara del Lhotse. A los veinte minutos de ascensión, sin embargo, me llevé una sorpresa al topar con el grupo al completo. Aunque lo retenían mediante una cuerda, Beck marchaba por su propio pie; Breashears y los demás bajaban por el glaciar a tal velocidad que yo, en mi penoso estado, casi no podía seguirlos.

Pusieron a Beck al lado de Gau en la tienda hospital, y los médicos empezaron a quitarle ropa. «¡Santo Dios! —exclamó Kamler cuando vio la mano derecha de Beck—. Está más congelado que Makalu». Tres horas después, cuando me metí en el saco de dormir, los médicos todavía estaban descongelando con sumo cuidado las extremidades de Beck, con agua tibia, trabajando a la luz de sus focos.

A la mañana siguiente —lunes 13 de mayo— dejé el campamento de madrugada y recorrí cuatro kilómetros del Cwm Occidental hasta el borde de la Cascada de Hielo. Una vez allí, siguiendo las instrucciones que Guy Cotter me había transmitido por radio desde el campamento base, registré el terreno en busca de una zona llana que pudiera servir de pista de aterrizaje a un helicóptero.

Desde hacía días, Cotter machacaba el teléfono para organizar una evacuación desde el extremo inferior del Cwm, a fin de que Beck no hubiera de descender por las traicioneras escalas de la cascada, lo que habría resultado extremadamente peligroso con las manos tan dañadas. En 1973 habían aterrizado helicópteros en el Cwm, cuando una expedición italiana empleó un par de ellos para llevar material desde el campamento base. Era, de todos modos, un vuelo muy peligroso, ya en el límite del radio de acción del aparato, y uno de los helicópteros italianos se había estrellado contra el glaciar. Desde entonces, nadie había vuelto a tomar tierra más arriba de la Cascada de Hielo.

Sin embargo, Cotter se obstinó y, gracias a sus denodados esfuerzos, la embajada estadounidense convenció al ejército nepalés de que enviara al Cwm un helicóptero de rescate. El lunes por la mañana, a eso de las ocho, mientras yo buscaba en vano un posible helipuerto entre los seracs de la cascada, oí la voz de Cotter en mi radio: «El helicóptero va de camino, Jon. Llegará ahí en cualquier momento. Será mejor que te des prisa en buscar un sitio adecuado para que aterrice». Confiando en encontrar terreno llano un poco más arriba, pronto topé con Beck, que bajaba ayudado por Athans, Burleson, Gustafsson, Breashears, Viesturs y el resto del equipo de IMAX.

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