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Authors: Mª Ángeles López Decelis

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Los presidentes en zapatillas (12 page)

El proyecto de Ley de Reforma de la Regulación del Matrimonio en el Código Civil fue finalmente aprobado por las Cortes el 7 de abril de 1981, por ciento dos votos a favor, veintidós en contra y ciento diecisiete abstenciones.

Fácil resulta imaginar las presiones de la Conferencia Episcopal Española, de su Comisión Permanente y del clero en pleno ante las instancias legislativas y ejecutivas del momento, a través de los medios de comunicación y desde los pulpitos de todos los rincones de España. El divorcio suponía para la Iglesia «una puerta abierta a la generación del mal» y, además, «una ley que ampara a los cónyuges en la disolución del vínculo es rechazable moralmente y no puede ser aceptada por ningún católico, ni gobernante ni gobernado».

Era costumbre, aunque desconozco si continúa siéndolo, que el titular del Ministerio de Justicia, como encargado de las relaciones del Gobierno con la Iglesia católica, presidiera la tradicional procesión del Corpus Christi en Toledo. En la del mes de junio de 1981, monseñor Marcelo González, arzobispo de Toledo y cardenal primado de España, vetó al ministro Fernández Ordóñez en este menester, por ser «el autor de una ley anticristiana como es la del divorcio». El presidente del Gobierno, asistente habitual de los actos religiosos toledanos a título particular, se ofreció personalmente para acompañar al ministro en la procesión y aflojar de alguna manera la presión aumentando la representación oficial. Ante la negativa del prelado a suavizar su postura, Calvo-Sotelo decidió finalmente no acudir. Concluyendo: Francisco Fernández Ordóñez, ministro de Justicia, presenció los actos religiosos desde un balcón del Gobierno Civil.

A propósito del tema en cuestión, contenido ineludible de tertulias, conversaciones, debates, dimes y diretes, tuvo lugar en aquellos días una celebración en el mismo Palacio, no recuerdo con qué motivo, a la que asistieron los colaboradores del presidente con sus esposas. Como era lógico, el asunto de moda, el divorcio, no podía faltar en los comentarios de los presentes. La esposa de Eugenio Bregolat, Tamara, de nacionalidad soviética, y con la que el diplomático español se casó durante su misión en Moscú, consideraba que los españoles estábamos atrasadísimos en muchos aspectos. Por fin tendríamos divorcio, pero... ¿para cuándo la despenalización del aborto? La rusa no entendía nuestros complejos con determinados tabúes, como la interrupción voluntaria del embarazo. Doña Pilar Ibáñez la fulminó con la mirada, aunque no hizo comentario alguno, pero seguro que a Bregolat se le indigestaron los canapés aquella noche.

De repente, el 1 de mayo de 1981, falleció un niño en Torrejón de Ardoz por causas desconocidas. La pesadilla de la colza acababa de comenzar. Hablamos del mayor envenenamiento masivo que ha tenido lugar en España. Primero se le llamó «neumonía atípica», de origen desconocido, hasta que se tuvo constancia del agente causante de la intoxicación: un aceite desnaturalizado con anilina que se importó desde Francia para uso industrial y que acabó siendo fraudulentamente comercializado para el consumo humano.

El problema pronto se extendió a Castilla-La Mancha, Orense y Cantabria, produjo cientos de fallecimientos y más de veinte mil afectados.

En un principio y debido al lugar del brote, Torrejón de Ardoz, localidad madrileña con base militar norteamericana, se temió lo peor y se especuló con la posibilidad de que algún escape de gases tóxicos o accidente bioquímico estuviera detrás de la intoxicación. Esta hipótesis, de haberse confirmado, habría sido un obstáculo poco menos que insalvable para la incorporación de España a la Alianza Atlántica y, por supuesto, un serio revés para los planes del Gobierno, cuya palabra ya estaba comprometida y las negociaciones muy avanzadas.

Veintitantos años transcurrieron desde el origen del problema hasta el pago de las últimas indemnizaciones a los afectados en este negro capítulo de nuestra historia reciente.

Con el alivio de la LOAPA, aprobada y en marcha, podíamos irnos de vacaciones.

Los dos veranos que los Calvo-Sotelo estuvieron en La Moncloa, descansaron en Ribadeo, en la residencia de Guimarán, propiedad de la familia. Al presidente le gustaban los deportes acuáticos y practicaba el windsurfing con cierta solvencia... ¡Y cantar habaneras! Lo que le gustaba de verdad a Leopoldo Calvo-Sotelo era cantar canciones como Peregrina, de ojos claros y divinos... ¡Increíble!

Las vacaciones de la familia en este caso no eran gravosas para el erario público, excepto por los gastos propios del entorno presidencial. Además, en 1981 el matrimonio Calvo-Sotelo realizó un pequeño crucero privado por el mar Egeo que pagaron de su bolsillo.

Aunque nació en Madrid, la vida del presidente estuvo siempre ligada a Ribadeo. El estallido de la Guerra Civil le sorprendió en Galicia con su madre, viuda desde que él tenía siete años, y sus cuatro hermanas, por lo que la familia decidió permanecer en la villa gallega y no regresar a Madrid hasta 1941. Vivir en Ribadeo le proporcionó una visión sencilla y sosegada de la vida, su amor por el mar y su afición a embarcarse. Siempre contaba que durante años tuvo un bote de madera de 5,20 metros de eslora, el}uanín, hasta que su mujer se cansó de hacer de grumete, motivo por el cual se decidió a pasar a un velero de 6,20 metros con motor. ¡Pero a él le gustaba remar!

En otro orden de cosas, estaría bien recordar una buena noticia que, precisamente por su cualidad de buena, la hacía tan especial, puesto que no estábamos acostumbrados a los acontecimientos merecedores de tal adjetivación. El cuadro más famoso de Picasso y símbolo político de una época para todos los españoles, El Guernica, regresaba a España tras cuarenta y cuatro años de espera. Tanto es así que los periódicos de entonces titularon «el regreso del último exiliado». El retorno de El Guernica a la España democrática estuvo precedido de cuatro años de intensas y secretas negociaciones entre el Gobierno de UCD, el museo MoMA de Nueva York y la familia Picasso.

El martes, 9 de septiembre de 1981 se convirtió en una fecha histórica para el cuadro y para todos los españoles, que podrían contemplar por primera vez este lienzo, cuyo simbolismo no conocía fronteras. En un embalaje especial, el universalmente famoso cuadro viajó, procedente de Estados Unidos, en la bodega de un avión de Iberia llamado Lope de Mega. Desmontado del marco, que también iba a bordo, pesaba 516 kilos y medía algo menos que los 3,54 por 7,82 metros con los que se presentó en la Exposición Internacional de París de 1937. Hay que tener en cuenta que durante los años de exilio el cuadro dio muchos tumbos y los viajes y exhibiciones mermaron sus dimensiones.

Los pasajeros del avión ignoraron en todo momento la identidad del «paquete», excepto los geos camuflados entre el pasaje y el general José Antonio Sáenz de Santamaría, encargado de su seguridad. Un camión especial lo trasladó al Casón del Buen Retiro, donde permaneció hasta septiembre de 1992, fecha en que fue trasladado al museo Reina Sofía. Una nueva asignatura pendiente que los españoles y el Gobierno podíamos dar por aprobada.

El proceso de incorporación de España a la Alianza Atlántica se inició el 25 de febrero de 1981, contemplado así en el discurso de investidura de Calvo-Sotelo y poniéndose en marcha los mecanismos de negociación de manera inmediata.

El 2 de diciembre de ese mismo año España comunicó a Washington su intención formal de adherirse al Tratado, y el 30 de mayo de 1982 España se convertía en el miembro número dieciséis de la Organización del Atlántico Norte.

El primer representante permanente de España en el Consejo fue nuestro embajador Nuño Aguirre de Cárcer, y durante la cumbre aliada de Bonn, el 10 de junio del mismo año, un presidente español asistió por primera vez a una reunión del Consejo. Calvo-Sotelo cumplió la misión de comparecer ante los grandes de Occidente y afirmó que la integración recién iniciada ponía fin a un secular periodo de aislamiento de nuestro país, a la vez que pedía ayuda para la resolución de tres problemas: el contencioso con Gran Bretaña sobre Gibraltar, la lucha contra el terrorismo y la plena incorporación de España a las Comunidades Europeas. Ronald Reagan y Margaret Thatcher, entre otros, escuchaban atentamente.

En la foto de familia de aquella cumbre histórica para nuestro país, Calvo-Sotelo aparece en una esquina, con su gesto circunspecto de siempre, pero satisfecho y orgulloso por dentro.

Aunque la entrada en la OTAN estuvo condicionada por España a varios puntos que incluían la progresiva reducción de la presencia militar norteamericana en el territorio nacional, así como la limitación de España en cuanto a la participación efectiva en la estructura militar, lo cierto es, sin duda alguna, que el ingreso reforzó la posición de nuestra joven democracia en el contexto internacional occidental y se convirtió en un útil atajo en el camino hacia la integración europea.

La cuestión de la OTAN en España no habría sido nunca un tema polémico o singular de no ser por el referéndum convocado por Felipe González, consulta que posteriormente él mismo calificó de «error político» y que se convirtió en motivo de división de la sociedad española.

Las Comunidades Europeas, al carecer entonces de estructura militar común, no se concebían sin el manto protector de la OTAN. Pero los acontecimientos se sucederían de manera imprevisible: el Muro de Berlín cayó, también el Telón de Acero, y la guerra fría dejó de ser una amenaza real, por lo que la OTAN parecía una estructura vacía de contenido de cara al futuro y la confrontación de los bloques, tema para películas de espías con regusto nostálgico.

Todo cambiaría con la caída de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001.

Aproximadamente, un año después del intento de golpe de Estado, el 19 de febrero de 1982, a las diez de la mañana, daba comienzo en las instalaciones del Servicio Geográfico del Ejército, en el barrio madrileño de Campamento, el juicio contra treinta y tres imputados por el 23-F. Cuarenta y siete sesiones y trece mil folios de sumario condenaron por rebelión a veintiún militares y a un único civil, Juan García Carrés, por un delito de conspiración.

Empezando porque no todos los implicados se sentaron en el banquillo, la verdad es que nadie esperaba demasiado del proceso que, desde el principio, no parecía un dechado de seriedad, desembocando como consecuencia en un fallo que indignó a los españoles. Por este motivo, el Gobierno de Calvo-Sotelo, a través del fiscal general del Estado, planteó recurso ante el Tribunal Supremo, que el 28 de abril de 1983 corrigió la sentencia inicial del Consejo Supremo de Justicia Militar, cuya pena máxima, seis años, correspondió a los generales Armada y Torres Rojas.

Después del recurso, el Tribunal Supremo revisó al alza sustancialmente las condenas. Se respetó el llamado «pacto del capó», que se negoció con los asaltantes la misma noche de los hechos y cuya denominación hacía referencia al modo en que el comandante Pardo Zancada escribió las condiciones apoyado en un jeep aparcado. Este acuerdo eximía de responsabilidad a los militares subordinados por el principio de «obediencia ciega», teniendo en cuenta que desconocían el objetivo de su misión, pero el Alto Tribunal consideró, como consta en la sentencia, que «tras ocupar militarmente el Congreso y secuestrar e inmovilizar a los diputados y al Gobierno, hasta el más lerdo y de menos entendimiento hubiera comprendido, en el acto, que se estaba perpetrando un delito de rebelión militar».

De los tres militares condenados finalmente a treinta años de cárcel, el que más tiempo estuvo privado de libertad, quince años, fue el teniente coronel Tejero, mientras que el general Milans del Bosch cumplió diez —falleció en 1997, en libertad—. El general Armada solo cumplió siete, al igual que Torres Rojas, de la misma graduación y condenado a doce años.

Como dato curioso, el único civil condenado, Juan García Carrés, que actuó de correveidile de los golpistas, de los dos años de condena cumplió solo uno y en prisión preventiva. Falleció en 1986 de un ataque cardiaco, después de casarse con la viuda de un militar y de realizar la última de sus bufonadas: registrar el término 23-F como marca comercial.

Por último, solo advertir que la Constitución, contra la que se alzaron los militares sediciosos, protegió sus vidas, puesto que la Carta Magna abolió la pena de muerte. De otro modo los autores se habrían enfrentado a la pena capital, según la legislación franquista que tanto añoraban.

No cabe duda de que el verano de 1982 será recordado como el del Campeonato Mundial de Fútbol, Naranjito y el balón Tango España como sus símbolos. La ceremonia inaugural se celebró en el Camp Nou de Barcelona y la final se jugó en Madrid, el 11 de julio, en el estadio Santiago Bernabéu, entre la República Federal de Alemania e Italia, que ganó un Mundial por tercera vez con un contundente tres a uno.

España, que en esta ocasión fue sede de cincuenta y dos encuentros de la máxima expectación, empezaba a darse a conocer al mundo a través del deporte. Y como parecía que el fútbol iba a estar presente en los acontecimientos importantes de mi vida, decido casarme el 19 de junio, fecha en la que se jugaba un partido de esos que se denominan decisivos.

Alfredo Sánchez-Bella y su esposa me acompañaron el día de mi boda, pero tengo que confesar que quienes colmaron de alegría el feliz acontecimiento fueron Julia, Charo, Pino, Marta y el gobernador civil, Pepe Coderch, que sin pensárselo dos veces cogió un avión y se plantó en Madrid para no faltar a tan especial reunión. Guardo un gratísimo y emocionado recuerdo del reencuentro que, además, supuso la última ocasión en que volvimos a estar todos juntos.

Con el fin de evitar males mayores, teniendo en cuenta la situación en la que se encontraba el partido del Gobierno y considerando la misión como cumplida, Leopoldo Calvo-Sotelo decidió dar por terminada la legislatura. Se marchó a Mallorca con el Decreto de Disolución de las Cortes bajo el brazo y regresó del Palacio de Marivent con la convocatoria electoral adelantada firmada por el Rey, que finalmente se fijó para el 28 de octubre.

Precisamente a esa final del Campeonato Mundial de Fútbol y para ver jugar a su selección, Sandro Pertini, presidente de Italia, se desplazó a Madrid. Coincidiendo con Calvo-Sotelo en el palco de autoridades, le preguntó: «Me dicen que has convocado elecciones anticipadas, ¿es que las vas a ganar?». «Creo que no», contestó nuestro presidente sin pensarlo ni un minuto. «Entonces, ¿por qué las convocas?», replicó sorprendido el político italiano. Dicen que Calvo-Sotelo convocó elecciones para perderlas, y lo consiguió...

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