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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (20 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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A continuación procedió a contarle lo que sabía de ella.

—¡Oh!, debe tratarse del hermano más joven—exclamó su tía—, y, desde luego, de un mendigo. ¡De verdad que es una bonita historia! ¡Y así que mi hermano tomó aprecio a este joven sólo unos pocos días después de conocerle! ¡Pero eso era tan suyo! En su juventud hablaba siempre de sus agrados y desagrados, cuando nadie veía razones para ello. Con frecuencia se me ha ocurrido la idea de que las personas que él rechazaba eran mucho más agradables que las que admiraba, pero sobre gustos no hay nada escrito. Siempre se dejó influir por la cara de las personas, y yo, por mi parte, nunca he entendido ni comprendido ese ridículo entusiasmo. ¿Qué tiene que ver la cara de un hombre con su carácter? ¿Qué puede hacer un hombre de buen carácter para evitar tener un rostro desagradable?

Con la última frase madame Cheron adoptó el aire de alguien que se felicita a sí mismo por haber hecho un gran descubrimiento y creer que el tema quedaba indefectiblemente zanjado.

Emily, deseosa de terminar la conversación, le preguntó a su tía si aceptaría algún refrigerio, y madame Cheron la acompañó al castillo, pero sin abandonar el tema cuya discusión la complacía tanto y le permitía mostrar cierta severidad con su sobrina.

—Siento tener que decirte, sobrina —dijo, con una alusión que había hecho Emily relacionada con las fisonomías—, que tienes muchos de los prejuicios de tu padre, y entre ellos el de las inmediatas preferencias por personas en razón de su aspecto. Creo percibir que te imaginas violentamente enamorada de ese joven aventurero después de haberle conocido solamente durante unos días. ¡Había algo tan encantadoramente romántico en el modo en que os conocisteis!

Emily contuvo las lágrimas, que temblaban en sus ojos, mientras dijo:

—Cuando mi conducta merezca esa severidad, señora, haréis bien en ejercitarla; hasta entonces la justicia, ya que no la ternura, debe hacer que os contengáis. Nunca os he ofendido y ahora que he perdido a mis padres sois la única persona a la que puedo acudir para mi consuelo. Que no tenga que lamentar más que nunca esa pérdida de mis padres.

Las últimas palabras quedaron casi ocultas por la emoción y rompió a llorar. Recordando la delicadeza y la ternura de St. Aubert, los días felices que había pasado en aquel ambiente, advertía más el contraste con el agrio y nada sentimental comportamiento de madame Cheron y con las horas futuras de mortificación a las que debería someterse en su presencia. Se vio asaltada por tal grado de pesar que casi alcanzaba la desesperanza. Madame Cheron, más ofendida por el reproche que implicaban las palabras de Emily que conmovida por el dolor que expresaban, no dijo nada que pudiera suavizar su pesar; pero, a pesar de un rechazo aparente a recibir a su sobrina, deseaba su compañía. El poder era la pasión que la guiaba, y sabía que sería altamente gratificante el llevar a su casa a una joven huérfana, que no tendría recursos ante sus decisiones y sobre la que podría ejercer sin control el humor caprichoso de cada momento.

Al entrar en el castillo, madame Cheron le indicó que recogiera todo lo que considerara necesario llevarse a Toulouse, ya que su propósito era salir inmediatamente. Emily trató entonces de persuadirla para demorar el viaje, al menos hasta el día siguiente, y, al final, con muchas dificultades, lo consiguió.

El día transcurrió en medio de los ejercicios de pequeñas tiranías por parte de madame Cheron y en un sentimiento desgraciado y de anticipación melancólica por parte de Emily, quien, cuando su tía se retiró a su habitación por la noche, fue a despedirse de cada una de las restantes de su querido y nativo hogar, que dejaba ahora sin saber por cuánto tiempo y para ir a un mundo en el que sería totalmente extraña. No podía evitar el presentimiento, que se le presentó con frecuencia aquella noche, de que jamás volvería a La Vallée. Después de pasar un largo tiempo en lo que había sido el estudio de su padre, y de seleccionar algunos de sus autores favoritos, para llevárselos con sus ropas, y de haber derramado muchas lágrimas, al sacudir el polvo de sus cubiertas, se sentó en su silla ante la mesa de lectura y se perdió en reflexiones melancólicas, hasta que Theresa abrió la puerta para comprobar si todo estaba en orden, como era su costumbre antes de irse a la cama. Se detuvo sorprendida al observar a su joven ama, que le hizo una seña para que entrara y le dio algunas instrucciones para que mantuviera el castillo listo para recibirla en cualquier momento.

—¡Llegó el día en que debéis abandonarlo! —dijo Theresa—, creo que seríais más feliz aquí que a donde vais, si se puede juzgar por las apariencias.

Emily no contestó a este comentario; la angustiada Theresa procedió a expresarle cómo le afectaba su marcha, pero ella encontró cierto consuelo en el afecto sencillo de aquella pobre y vieja criada, a la que dio también algunas indicaciones sobre cómo debería cuidarse durante su ausencia.

Tras despedir a Theresa para que se acostara, Emily recorrió las solitarias habitaciones del castillo, deteniéndose especialmente en la que había sido la alcoba de su padre, cediendo a la melancolía, pero sin sentir dolorosas emociones y tras una última mirada a la habitación, se retiró a su propia cámara. Desde la ventana contempló el jardín que se extendía por debajo, levemente iluminado por la luna, que se levantaba sobre las copas de las palmeras, y, al final, la belleza tranquila de la noche incrementó sus deseos de ceder ante la dulzura dolorosa de aquel adiós a las sombras queridas de su infancia, hasta las que retrocedió su imaginación. Tras echarse por encima el ligero velo con el que solía pasear, salió silenciosa al jardín, y mirando hacia las ramas distantes, sintió la felicidad de respirar, una vez más, el aire de libertad y de suspirar sin ser observada. El profundo reposo del paisaje, los ricos aromas que traía la brisa, la grandeza del ancho horizonte y el claro arco azul del cielo, suavizaron y gradualmente elevaron su mente hasta la sublime complacencia, que convierte las vejaciones de este mundo en algo tan insignificante ante nuestros ojos, que pensamos si es que tienen poder suficiente para preocupamos. Emily se olvidó de madame Cheron y de todos los detalles de su comportamiento, mientras sus pensamientos ascendían a la contemplación de aquellos mundos innumerables que reposan en las profundidades del éter, miles de ellos escondidos para el ojo humano y casi más allá del vuelo de nuestra fantasía. Mientras su imaginación recorría las regiones del espacio y aspiraba en la Primera Gran Causa, que está por encima y gobierna todo lo vivo, la idea de su padre casi no la abandonó; pero era una idea grata, ya que él se había ido hacia Dios en la confianza completa de una fe pura y santa. Siguió su camino a través de los árboles de la terraza, deteniéndose según la memoria le traía un doloroso afecto o la razón le anticipaba el exilio al que sería llevada.

La luna estaba alta sobre los bosques, tocando sus cumbres con luz amarilla y penetrando entre las hojas por las ramas más bajas; mientras en el rápido Garona el radiante temblor se oscurecía ligeramente por el vapor. Emily se quedó contemplando su brillo, escuchando el murmullo suave de su corriente y los más leves sonidos del aire, según cruzaba a intervalos las ramas de las palmeras. «¡Qué escena tan hermosa! ¡Cuántas veces la recordaré y la echaré de menos cuando esté lejos de aquí! ¡Cuántos acontecimientos pueden ocurrir antes de que la vea de nuevo! ¡Oh, paz, sombras felices! ¡Escenarios de mi infancia feliz, de ternura paternal ahora perdidos para siempre! ¿Por qué tendré que dejaros? En estos rincones podría seguir encontrando seguridad y reposo. ¡Dulces horas de mi infancia, tengo que dejar incluso vuestro último recuerdo! ¡No habrá para mí más objetos en los que poder revivir estas impresiones!»

Se secó entonces las lágrimas y mirando hacia arriba, sus pensamientos se elevaron de nuevo al sublime panorama que había estado contemplando; la misma complacencia divina volvió a afirmarse en su corazón y, suspirando, le inspiraron esperanza, confianza y resignación ante la voluntad de Dios, cuyas obras llenaban su mente con adoración.

Emily echó una nueva mirada hacia los árboles y se sentó por última vez en un banco bajo su sombra, en el que había estado tantas veces con sus padres y en el que sólo unas horas antes había conversado con Valancourt. Al recordarle se abrió en su pecho una mezcla de sensaciones de estima, ternura y ansiedad. Con este recuerdo le vino el de su última confesión, que él había paseado con frecuencia cerca de su habitación por la noche, llegando incluso a pasar la cerca del jardín, e inmediatamente cayó en la idea de que él pudiera estar en ese momento allí. El miedo a encontrárselo, particularmente después de la declaración que le había hecho, y de incurrir en la censura, que su tía podría manifestarle razonablemente si se supiera que se había encontrado con su amante, a esa hora, hizo que abandonara instantáneamente el árbol tan querido y que se dirigiera hacia el castillo. Echó una mirada inquieta a su alrededor, deteniéndose con frecuencia un momento para examinar el camino lleno de sombras antes de aventurarse a continuar, pero lo cruzó sin percibir a persona alguna, hasta que al llegar al grupo de almendros, no lejos de la casa, se detuvo en una última mirada al jardín y en el suspiro de otro adiós. Mientras sus ojos recorrían el paisaje, le pareció que una persona surgía de entre las ramas y pasaba lentamente por el corredor iluminado por la luna entre ellos. Pero la distancia y la mínima luz no le permitieron juzgar con certeza si era su imaginación o la realidad. Continuó algún tiempo en el mismo sitio, hasta que en el silencio mortal oyó un sonido inesperado y un instante después le pareció distinguir pasos muy próximos a ella. Sin perder un momento más en conjeturas corrió hacia el castillo. Al llegar se retiró a su cámara, donde, mientras cerraba la ventana, echó una mirada al jardín y de nuevo le pareció distinguir una figura moviéndose entre los almendros que acababa de dejar. Se retiró inmediatamente y, aunque muy agitada, se sumió en el sueño refrescante de un corto olvido.

Capítulo XI
Dejo ese sendero florido para siempre
de la infancia, donde jugué tantas veces,
trinando y vagando descuidadamente por él;
en el que todo era inocente y alegre,
los valles románticos, las espigas armoniosas,
todo dulce, rústico y sencillo.

THE MINSTREL

M
uy temprano, el carruaje que habría de llevar a Emily y a madame Cheron a Toulouse, apareció a la puerta del castillo, y madame ya estaba en el comedor cuando entró su sobrina. El desayuno transcurrió en silencio y melancólicamente por parte de Emily; y madame Cheron, cuya vanidad estaba herida por el rechazo, la reprendió de un modo que no contribuyó a hacerlo desaparecer. Con muchas dudas, Emily solicitó permiso para llevarse con ella al perro que había sido el favorito de su padre, y le fue concedido. Su tía, impaciente por marcharse, ordenó que el carruaje estuviera preparado, y mientras cruzaba la puerta del vestíbulo, Emily echó una última mirada a la biblioteca y otra de despedida al jardín y la siguió. La vieja Theresa la esperaba en la puerta para despedirse.

—¡Que Dios la proteja, mademoiselle! —dijo, mientras Emily le daba la mano en silencio y sólo pudo contestar con una presión en la suya y una sonrisa forzada.

En la verja se habían reunido varios pensionistas de su padre para despedirla y habrían hablado con ella si su tía hubiera permitido al cochero que se detuviera. Distribuyó de todos modos casi todo el dinero que llevaba y se hundió en el asiento, cediendo a la melancolía de su corazón. Poco después pudo ver en los desniveles del camino la silueta del castillo, asomando entre los árboles, rodeado de ramas y de hojas verdes. El Garona, abriendo su camino entre las sombras, se movía entre los viñedos y se perdía con mayor majestad en los pastos distantes. Los tremendos precipicios de los Pirineos, que se levantaban hacia el sur, despertaron en Emily miles de recuerdos de su último viaje; y aquellas vistas que despertaron su admiración entusiástica excitaban ahora únicamente dolor y pesadumbre. Después de la última visión del castillo y del hermoso escenario de sus alrededores, cuando las colinas lo ocultaron, su mente se sumergió en reflexiones demasiado dolorosas para que le permitieran atender la conversación que madame Cheron había comenzado sobre algún tema trivial y no tardaron en continuar su viaje en un profundo silencio.

Mientras tanto, Valancourt había regresado a Estuviere, y su corazón estaba ocupado con la imagen de Emily; a veces complaciéndose en sueños sobre su futura felicidad, pero más frecuentemente hundiéndose en el temor a la oposición que pudiera encontrar en su familia. Era el hijo más joven de una antigua familia de Gascuña; y, al haber perdido a sus padres en un período temprano de su vida, el cuidado de su educación y sus pequeñas propiedades habían pasado a su hermano, el conde de Duvamey, que le llevaba veinte años. Valancourt había sido educado en todos los conocimientos de su tiempo, y tenía un espíritu ardiente y una cierta grandeza de mente que le hacían particularmente brillante en los ejercicios que entonces se consideraban heroicos. Su pequeña fortuna había disminuido por los gastos necesarios para su educación; pero Valancourt, el mayor, parecía pensar que su talento y conocimientos suplirían ampliamente las deficiencias de su herencia. Le ofrecieron animosas esperanzas de promoción en la profesión militar, en aquellos tiempos casi la única en la que podía entrar un caballero sin incurrir en el desdoro de su nombre, y Valancourt fue naturalmente enrolado en el ejército. El talante general de su mente era poco comprendido por su hermano. Aquel ardor por todo lo que fuera grande y bueno en el mundo moral, así como en el natural, se despertó en sus años infantiles; y la fuerte indignación que sintió y expresó ante una acción criminal o malintencionada, atrajo en ocasiones la disconformidad de su tutor, que lo reprobaba bajo el término general de violencia de temperamento, y quien al argüir sobre las virtudes de la templanza y la moderación, parecía olvidar las de la gentileza y la compasión, que aparecían siempre en su pupilo hacia los causantes de sus desgracias.

Había obtenido permiso de ausencia de su regimiento cuando hizo la excursión por los Pirineos, que fue el medio por el que conoció a St. Aubert, y teniendo en cuenta que aquel permiso casi había expirado, estaba más ansioso por declarar sus intenciones a la familia de Emily, en la que esperaba razonablemente encontrar oposición, puesto que su fortuna, incluida la moderada adicción de la de ella, sería suficiente para vivir pero no para satisfacer otros deseos, fueran de vanidad o de ambición. A Valancourt no le faltaba esta última, pero veía posibilidades de promoción en el ejército, y creía que con Emily podría en el futuro tener lo suficiente para vivir con sus humildes ingresos. Sus pensamientos estaban ocupados entonces en analizar los medios por los que podría presentarse ante su familia, cuya dirección desconocía, porque era absolutamente ignorante de la precipitada marcha de Emily de La Vallée, donde esperaba obtenerla.

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