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Authors: Olga Lengyel

Tags: #Bélico, #Biografía

Los hornos de Hitler (29 page)

En la tarde siguiente no quedaba nada en el nº 1, como no fuese el hospital con sus mil pacientes y su personal, incluyendo las que estábamos en la enfermería. No nos hacíamos ilusiones respecto a la suerte que nos esperaba a nuestros pacientes y a nosotras mismas.

Cuando terminó nuestra jornada de trabajo, nos retiramos a nuestra habitación, que entonces estaba en el antiguo urinario de la barraca 13. Ni pensar en dormir siquiera. Saqué de los escondites los más preciados de mis tesoros. Encontré una vela, que había estado reservando para alguna grande ocasión, y la encendí.

Al pálido fulgor de aquella luz, nos pasamos la noche sin pegar los ojos, pensando todas en lo mismo, en la muerte que nos acechaba desde el umbral de los primeros albores. Aunque soplaba el viento a través de las tablas destartaladas, creíamos que nos íbamos a ahogar. Los aviones «enemigos» volaban por encima de nuestras cabezas. El campo estaba transido de bocinas y sirenas de alarma. Por fin, rompió un día lívido. Llegamos al hospital. Al cabo de unos momentos, se presentó el doctor Mengele, seguido de veinte guardianes de las
SS
. Instantes después, apareció Josef Kramer. Sin contestar a los saludos de sus subordinados, se colocó en medio de la habitación, abierto de piernas y con las manos detrás de la espalda. Ladró órdenes a su teniente.

Una de las ambulancias que se utilizaban para trasladar a las víctimas a la cámara de gas se detuvo frente al hospital. Tras ella vinieron otras. Entre la entrada del hospital y las ambulancias, los miembros de las
SS
formaron un cordón. Otros guardianes de la misma organización iban indicando a las enfermas el camino que tenían que seguir hasta los vehículos.

La mayor parte de ellas estaban demasiado débiles para poderse tener de pie, pero los guardianes las empezaron a golpear con sus garrotes y látigos. Una mujer que no había empezado a andar fue agarrada por el pelo. En su precipitación, había muchas que se caían de las
koias
, fracturándose el cráneo.

Mis compañeras y yo tuvimos que presenciar todo aquello, locas de terror y de rabia impotente, porque la escena era verdaderamente horrible. Hubo unas cuantas enfermas que trataron de escapar o de oponer resistencia, pero los centinelas se lanzaron contra ellas y las apalearon brutalmente. Faltan palabras para describir aquel espectáculo. Entonces Kramer nos asignó una tarea «médica». Teníamos que quitar a las pacientes sus blusas, la única ropa que quedaba a aquellas pobres mujeres a las que se había arrojado e su lecho y ahora gemían bajo el restallido del látigo. ¿Qué motivo podía haber para una orden así? Las blusas estaban hechas andrajos. Pero nadie podía ponerse a hacer preguntas ni a tratar de justificar los motivos. Intenté hurtarme a aquella tarea, pero un guardia de las
SS
me abofeteó con tal violencia que todo me dio vueltas y estuve a punto de caer al suelo.

Nunca se me olvidarán las miradas de odio y reproche que nos lanzaban nuestras pacientes mientras gritaban:

—¡Ustedes también se han convertido en nuestros verdugos!

Y tenían razón. Porque, por culpa de Kramer, nosotras, cuya misión era mitigar sus sufrimientos, les arrebatábamos sus últimas posesiones, o sea, sus maltrechas y harapientas blusas. Mi amiga, la doctora «K», del hospital, estaba temblando como una azogada. Se aprovechó de un momento de distracción y salió precipitadamente de la enfermería. La seguí y tuve tiempo de arrebatarle la jeringa que había tomado en sus manos. La estaba llenando de veneno para quitarse la vida.

No puedo fijar exactamente el número de ambulancias y camiones atestados de enfermas, que salieron aquel día con dirección a los crematorios. Hasta hoy, mis ideas han sido confusas y los recuerdos de aquella escena se me han quedado un tanto desvanecidos. Me parece ver las cosas como a través de una bruma: lo que más claramente se destaca en mis recuerdos son aquellas horribles tropas de
SS
atacadas de una locura destructiva, que golpeaban salvajemente a las enfermas y molían a patadas a las embarazadas.

El mismo Kramer había perdido su calma. Un fulgor extraño palpitaba en sus ojillos, y se conducía como un orate. Le vi abalanzarse sobre una desgraciada mujer y aplastarle el cráneo de un solo garrotazo.

Sangre, sangre nada más. ¡Por todas partes sangre! En el suelo, en las paredes, en los uniformes de los guardianes de las
SS
, en sus botas… Finalmente, cuando partió la última ambulancia, Kramer nos mandó limpiar el suelo y dejar la estancia en condiciones decentes. Por extraño que parezca, se quedó personalmente a supervisar aquella operación de limpieza. Trabajábamos como autómatas. Había quedado destruida nuestra facultad de pensar y comprender. Nuestras mentes no estaban ocupadas más que por una única idea: ¿Cuánto tardará la muerte en abatirse sobre nosotras? Mientras recogíamos las mantas dispersas, los orinales, los instrumentos y las blusas rasgadas de las mujeres, sabíamos de sobra que a nosotras nos tocaría en seguida.

Pero estábamos equivocadas. El doctor Mengele, presente a todo aquello, de pronto separó al personal sanitario en dos grupos. El primero fue mandado a un campo de trabajo; el segundo, del cual formé yo parte, a otro hospital del Campo F, K, y L. Aunque el Campo nº 1 se cerró, la fábrica exterminadora de Birkenau continuó funcionando. Entre tanto, Kramer había desaparecido. Se había vuelto a las oficinas de la administración central, sin duda ninguna para dictar nuevas órdenes y contraórdenes relativas a la vida y muerte de millares de esclavos de Birkenau.

Por lo menos faltó una persona en la lista de detenidos en el proceso de Lüneburg, adonde fueron conducidos los jefes de los campos de concentración para rendir cuentas de sus horrendas fechorías. Ese hombre debería haberlas pagado, como las pagaron el doctor Klein y el doctor Kramer. Me refiero al doctor Mengele, que fue el médico jefe después de haberse retirado el doctor Klein. De cuantos vi «en acción» en el campo de concentración, él fue, por mucho, el primer surtidor de la cámara de gas y de los crematorios.

El doctor Mengele era un hombre alto. Se le hubiera podido llamar hermoso y apuesto, de no ser por la expresión de crueldad que había en su fisonomía. En el proceso, debería haber sido colocado junto a Irma Grese, su antigua amante, a quien llamamos el «ángel rubio». Pero el doctor Mengele había contraído el tifus cuando se liberó el campo. Y mientras convalecía, logró escaparse.

Era especialista en «selecciones». Hacía que los doctores prisioneros lo acompañasen de barraca en barraca; durante las inspecciones, se cerraban todas las salidas. Se presentaba de improviso a cualquiera hora, día o noche que más le placiera. Llegaba cuando menos se le esperaba, siempre silbando aires de ópera. El doctor Mengele era un ferviente admirador de Wagner.

No gastaba mucho tiempo. Mandaba a las presas quedarse completamente desnudas. Luego las hacía desfilar delante de él con los brazos en alto, mientras seguía silbando su Wagner. Cuando las angustiadas mujeres pasaban por delante de él, señalaba con el pulgar a la derecha o a la izquierda.

Sus decisiones no obedecían consideraciones de tipo médico. Parecían ser totalmente caprichosas. Era el tirano de cuyas disposiciones no había apelación. ¿Por qué iba a molestarse en hacer las selecciones a base de un método? Tampoco tenía nada que ver con ellas el estado higiénico de las seleccionadas. Al terminar la inspección, el doctor Mengele decidía cuál de los dos grupos, el de la derecha o el de la izquierda, debía ser conducido a la cámara de gas.

¡Qué odio teníamos a aquel charlatán! Era un profanador de la palabra «ciencia». ¡Cómo abominábamos su aire altanero y arrogante, su continuo silbar, sus absurdas órdenes, su fría crueldad! Si he sentido alguna vez en mi vida deseos de matar a alguien, fue el día en que el portafolio de Mengele estaba encima de su mesa y noté el relieve del revólver que había dentro. Estaba verificando una selección en el hospital. Arrebatarle el arma y liquidar al asesino hubiese sido cosa de segundos. ¿Por qué no lo hice? ¿Sería que temía el castigo que me iban a aplicar después? No, fue porque sabía que los actos individuales de rebeldía siempre producían represalias en masa en el campo de Auschwitz. Creo para mí que a otras personas le debió pasar lo mismo: ahogaron deseos análogos por esa razón.

Con todo, el doctor Mengele era un cobarde. Las prisioneras que trabajaban en la
Schreibstube
sabían que había apelado a toda clase de artimañas para no ir al frente. Cuando las
SS
abandonaron en masa el campo de concentración, Mengele inventó una «misión especial», que hacía indispensable su presencia en Birkenau.

Cierto día se presentó en la enfermería y declaró que por nuestra negligencia, el tifus epidémico había alcanzado tan vastas proporciones que estaba amenazada toda la comarca de Auschwitz. Era verdad, el tifus epidémico había asolado el campo, pero en aquella ocasión teníamos relativamente pocas enfermas. Aquel mismo día, nos mandó una gran cantidad de suero y dirigió él mismo la vacunación en masa. Trabajábamos desde las seis de la mañana frente a la enfermería, porque el doctor Mengele nos había prohibido vacunar a nadie adentro. El tiempo era frío y teníamos los dedos ateridos, pero millares de internas esperaban su vacuna y habíamos de trabajar sin interrupción hasta bien entrada la noche. Al doctor Mengele le corría prisa aquello: tenía que mandar un informe impresionante a Berlín en el menor tiempo posible.

Se comportaba de la manera más errática. Nos acusó de sabotear las vacunas. Así que, obedeciendo su orden, suspendimos al día siguiente la vacunación. Inmediatamente montó en cólera y en un acceso de irritación, nos acusó una vez más de sabotaje. Un día nos reprendía por no ver a bastantes pacientes, aunque diariamente llegaban a la enfermería de cuatrocientas a seiscientas enfermas, y al siguiente, tomaba a mal que atendiésemos con demasiado solicitud a las enfermas y derrochásemos en ellas las medicinas que escaseaban.

En cierta ocasión, se le metió en la cabeza que la malaria había sido llevada al campo de concentración por los detenidos griegos e italianos. Con el pretexto de acabar con la enfermedad, condenó a millares de ellos a las cámaras de gas. Qué felices nos sentíamos cuando lográbamos engañarlo. En lugar de mandar la sangre de las aquejadas de malaria a que la analizasen, enviábamos la sangre de internas sanas.

Aquel cobarde que tanto miedo tenía a la muerte, se complacía en asustar a los demás. Cuando la doctora Gertrude Mosberg, de Amsterdam, le suplicó que respetase la vida de su padre, quien también era médico y había sido mandado al crematorio, Mengele le contestó:

—Su padre tiene ya setenta años. ¿No cree que ha vivido bastante?

En otra ocasión, se plantó delante de una enferma y se la quedó mirando con expresión sarcástica.

—¿Ha estado usted alguna vez en el «otro lado»? —le preguntó—. ¿Cómo es aquello?

La pobre mujer no sabía qué quería decir y se encogió de hombros.

—No se preocupe —continuó diciendo él—. ¡Lo va a saber muy pronto!

Sólo vi una vez perder el orgullo a este hombre. Fue cuando se encontró frente a frente con Kramer, quien tenía una personalidad más fuerte. Aquel doctor Mengele chalado por la música y tan seguro de sí mismo ante las impotentes internas, tembló delante de la «bestia de Belsen».

¿Qué idea podía tener el doctor Mengele del trabajo médico que desarrollaba en el campo? Sus experimentos, carentes de valor científico, no eran más que juegos tontos, y todas sus actividades estaban llenas de contradicciones. Le vi una vez tomar todo género de precauciones durante un parto, procurando que se observasen rigurosamente todas las reglas de la asepsia y que el cordón umbilical fuese cortado con cuidado. Media hora después, mandaba a la madre y a su criatura al crematorio. Lo mismo ocurría con las vacunas contra el tifus o la escarlatina. Ponía en juego una serie de medidas higiénicas con las prisioneras a quienes tenía sentenciadas ya a la cámara de gas.

Entre las mujeres pertenecientes a las
SS
, a quien conocí mejor fue a Irma Grese, no porque tuviese interés personal en ello, sino debido a circunstancias que no dependían de mi control. El «ángel rubio», como la prensa la llamó, me inspiró el aborrecimiento más intenso que haya experimentado en mi vida.

Parecerá raro que lo repita con tanta frecuencia, pero era extraordinariamente bella. Su hermosura era tan impresionante y evidente que aunque sus visitas diarias equivalían a llamadas a lista y a selecciones para las cámaras de gas, las presas se quedaban asombradas al contemplarla y murmuraban:

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