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Authors: Olga Lengyel

Tags: #Bélico, #Biografía

Los hornos de Hitler (16 page)

BOOK: Los hornos de Hitler
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Siempre que íbamos a usar algo, nos veíamos frente al mismo problema: ¿utilizaríamos los instrumentos sin esterilizar, o nos pasaríamos sin ellos? Por ejemplo, después de tratar un forúnculo o un ántrax, acaso se nos presentase un absceso de menor gravedad, que teníamos que curar con los mismos instrumentos. Sabíamos que exponíamos a nuestro paciente a una posible infección. ¿Pero qué podíamos hacer? Fue un verdadero milagro que nunca tuviésemos un caso de infección grave por ese motivo.

A veces pensábamos que nuestra experiencia echaba por tierra, acaso, todas las teorías médicas sobre esterilización.

El total de internas de nuestro campo ascendía a treinta o cuarenta mil mujeres. ¡Y todo el personal de que disponíamos para nuestra enfermería no pasaba de cinco!

Superfluo es decir que no dábamos abasto con nuestro trabajo.

Nos levantábamos a las cuatro de la madrugada. Las consultas empezaban a las cinco. Las enfermas, que a veces llegaban a mil quinientas al día, tenían que esperar a que les tocase su turno en filas de a cinco. Se le abrían a uno las carnes al ver aquellas columnas de mujeres dolientes, vestidas miserablemente, calándose de pie humildemente bajo la lluvia, la nieve o el rocío. Muchas veces ocurría que se les agotaban las últimas energías y se desplomaban a tierra sin sentido como un témpano más.

Las consultas se sucedían sin interrupción desde el amanecer hasta las tres de la tarde, hora en que nos deteníamos para descansar un poco. Dedicábamos aquel tiempo a nuestra comida, si había quedado alguna, y a limpiar el suelo y los instrumentos. Operábamos hasta las ocho de la noche. A veces, teníamos que trabajar también durante la noche. Estábamos literalmente abrumadas por el peso de nuestra tarea. Confinadas a una cabaña, sin la más mínima brisa de aire fresco, sin hacer ejercicio físico y sin gozar del suficiente descanso, no veíamos cuándo podríamos descansar un poco.

Aunque carecíamos de todo, incluso de vendajes, nos entregábamos a nuestro trabajo con fervor, espoleadas por nuestra conciencia de la gran responsabilidad que se nos había confiado. Cuando nos veíamos llegar al límite de la resistencia corporal, nos remojábamos la cara y el cuello con unas cuantas gotas de la preciosa agua. Teníamos que sacrificar aquellas escasas gotas para poder seguir adelante. Pero el esfuerzo incesante nos agotaba.

Cuando había varios partos seguidos y teníamos que pasar la noche sin dormir, nos fatigábamos hasta el extremo de andar dando tumbos como si estuviésemos intoxicadas. Pero, a pesar de todo, teníamos una enfermería; y estábamos realizando una tarea buena y útil.

Jamás se me olvidará la alegría que experimentaba cuando, después de terminada mi jornada de trabajo diaria en la enfermería, podía irme a la cama por fin. Por primera vez después de muchas semanas, ya no teníamos que dormir en la promiscuidad indescriptible de la
koia
, revolcándonos en su mugre, en sus piojos y en su hedor. Sólo había cinco mujeres trabajadoras en esta dependencia relativamente grande.

Antes de retirarnos, nos permitíamos el lujo de un buen aseo, gracias al cacharro de que disponíamos. El artefacto se iba por dos agujeros y sólo se podía usar si se tapaban con migas de pan… ¿pero qué más daba? Era una palangana de verdad, que se mantenía sobre un pie de verdad. Contenía agua auténtica, y hasta un trozo de jabón, ¡lujo supremo! Bueno, lo que llamaban jabón no era más que una pasta pegajosa de procedencia dudosa y olor asqueroso; pero hacía espuma, aunque no mucha.

Teníamos para las cinco dos mantas. Tirábamos una en el suelo, la que no habíamos sido capaces de limpiar, y nos tapábamos con la otra. En general no podíamos decir que estuviésemos muy cómodas. La primera noche llovió, y el viento soplaba entre los resquicios de las maderas. El destartalado tejado dejaba pasar la lluvia, y tuvimos que cambiarnos muchas veces, huyendo de los charcos. Sin embargo, después de haber conocido los horrores de la barraca, aquello era un paraíso.

De día en día fueron mejorando nuestras condiciones de vida. Teníamos cierta medida de independencia, relativa, claro está; pero podíamos hablar y éramos libres de ir al evacuatorio cuando lo necesitábamos. Los que no se han visto nunca privados de estas pequeñas libertades no son capaces de imaginarse lo preciosas que pueden llegar a ser. Pero la situación de nuestra vestimenta siguió lo mismo. Mientras atendíamos a las enfermas, llevábamos los mismos harapos que nos servían de camisón, bata y todo. Pero las pobres enfermas apenas se enteraban, puesto que iban más andrajosas que mendigas, cuando no llevaban el uniforme carcelario.

Al principio, el personal de la enfermería dormía en la misma habitación de consulta, sobre el suelo. Puede imaginarse el lector nuestra alegría, cuando un día, se nos dio todo «un apartamento». Cierto, era el viejo urinario de la barraca nº 12, pero lo íbamos a tener para nosotras. En el cuarto angosto cabían a duras penas dos estrechas camas de campo. Por tanto, adoptamos el sistema de ringleras, como las
koias
de las barracas. Con tres de ellas, teníamos seis camastros. Aquello era un sueño. De allí en adelante, el pequeño dormitorio iba a ser nuestro domicilio privado. Allí estábamos en casa.

Nos pasábamos muchas noches hablando de las posibilidades de nuestra liberación y analizando con comentarios interminables los últimos acontecimientos de la guerra, tal como los entendíamos. En ocasiones muy contadas, nos llegaba de contrabando algún periódico alemán, y estábamos examinando horas y horas cada una de sus palabras, para sacar una partícula de verdad de entre todas aquellas mentiras.

Con frecuencia dábamos rienda suelta a la nostalgia, hablando de nuestros seres queridos, o simplemente discutiendo los torturantes problemas del día, como por ejemplo, si deberíamos o no condenar a muerte a algún recién nacido para salvar a la pobre madre. Hasta llegábamos a recitar a veces poesías para adormecernos en un estado de calma espiritual que nos permitiese olvidar y escaparnos del horrendo presente.

Los resultados obtenidos en nuestra enfermería distaban mucho de ser gloriosos. Las condiciones deplorables del campo de concentración aumentaban sin cesar el número de las dolientes. Sin embargo, nuestros amos se negaron a aumentar el personal de que podíamos disponer. Con cinco mujeres había bastante. Podríamos haber dado parte de nuestras medicinas y vendajes a los médicos de otras barracas, pero los alemanes no nos dejaban.

Naturalmente, no podíamos atender a todos los pacientes, y muchos de ellos se agravaban por tenerlos abandonados, como ocurría, por ejemplo, cuando se trataba de heridas gangrenadas. Aquellas infecciones exhalaban un olor pútrido, y en ellas se multiplicaban rápidamente las larvas. Utilizábamos una enorme jeringa y las desinfectábamos con una solución de permanganato potásico. Pero teníamos que repetir la operación diez o doce veces, y se nos acababa el agua. La consecuencia era que otras pacientes tenían que esperar y seguir sufriendo.

La situación mejoró un poco cuando se instaló el hospital al otro extremo de la barraca. Este espacio estaba reservado para los casos que requerían intervención quirúrgica, pero, cuando había apuros, se curaban toda clase de infecciones. En el hospital cabían de cuatrocientas a quinientas enfermas. Naturalmente, era difícil conseguir ser admitido, por lo cual las que estaban enfermas con frecuencia tenían que esperar días y días a poder ser hospitalizadas. Desde que llegaban, debían abandonar todas sus pertenencias a cambio de una camisa miserable. Aun habían de seguir durmiendo en las
koias
o en jergones duros de paja, pero con sólo una manta para cuatro mujeres. Bien claro está que no podía hablarse siquiera de aislamiento científico. Pero, a pesar de todo, el peligro más trágico que corrían las enfermas era la amenaza de ser «seleccionadas», porque estaban más expuestas a ello que las que gozaban de buena salud. La selección equivalía a un viaje en línea recta a la cámara de gas o a una inyección de fenol en el corazón. La primera vez que oí hablar del fenol fue cuando me lo explicó el doctor Pasche, que era un miembro de la resistencia.

Cuando los alemanes desencadenaron sus selecciones en masa, resultaba peligroso estar en el hospital. Por eso animábamos a las que no estuviesen demasiado enfermas a que se quedasen en sus barracas. Pero, especialmente al principio, las prisioneras se negaban a creer que la hospitalización pudiera ser utilizada contra ellas como motivo para su viaje a la cámara de gas. Se imaginaban ingenuamente que las seleccionadas en el hospital y en las revistas lo eran para ser trasladadas a otros campos de concentración, y que las enfermas eran enviadas a un hospital central.

Antes de estar instalada la enfermería y de quedar yo al servicio del doctor Klein, dije un día a mis compañeras de cautiverio que deberían evitar tener aspecto de enfermas. Aquel mismo día, acompañaba más tarde al doctor Klein en su ronda médica. Era un hombre distinto de los demás
SS
Nunca gritaba y tenía buenas maneras. Una de las enfermas le dijo:

—Le agradecemos su amabilidad,
Herr Oberarzt
.

Y se puso a explicar que había en el campo quienes creían que las enfermas eran enviadas a la cámara de gas.

El doctor Klein fingió quedar muy sorprendido, y con una sonrisa le contestó:

—No tienen ustedes por qué creer todas esas tonterías que corren por aquí. ¿Quién extendió ese rumor?

Me eché a temblar. Precisamente aquella misma mañana, había explicado la verdad a la pobre mujer. Afortunadamente, la
Blocova
acudió en mi ayuda. Arrugó las cejas y aplastó literalmente a la charlatana con una mirada de hielo.

La enferma comprendió que se había ido de la boca y se batió inmediatamente en retirada.

—Bueno, la verdad es que yo no sé nada de todo esto —murmuró—. Por ahí dicen las cosas más absurdas.

En otro hospital del campo, en la Sección B-3, había en agosto unas seis mil deportadas, número considerablemente inferior a nuestras treinta y cinco mil. Me refiero al año 1944. Tenían habitaciones aisladas para los casos contagiosos. Como era característico en los campos de concentración, dado lo irracionalmente que estaban organizados, esta sección considerablemente más pequeña disponía de una enfermería diez veces mayor que la nuestra, y tenía quince médicos a su servicio. Sin embargo, las condiciones higiénicas eran allí más lamentables todavía, porque no había letrinas en absoluto, sino únicamente arcas de madera al aire libre, donde las internas femeninas estaban a la vista de los hombres de las
SS
y de los presos masculinos.

Cuando teníamos casos contagiosos, nos veíamos obligadas a llevar a las pobres mujeres al hospital de aquella sección. Era un problema para nosotras. Si nos quedábamos con las enfermas contagiosas, corríamos el peligro de extender la enfermedad; pero, por otra parte, en cuanto llegaban las pacientes al hospital, corrían el peligro de ser seleccionadas. Sin embargo, las órdenes eran rigurosas, y nos exponíamos a severos castigos si nos quedábamos con los casos contagiosos. Además, el doctor Mengele hacía frecuentes excursiones por allí y echaba un vistazo para ver cómo seguían las cosas. Ni qué decir tiene, que quebrantábamos las órdenes cuantas veces podíamos.

El traslado de las enfermas contagiosas era un espectáculo lamentable. Tenían fiebres altísimas y estaban cubiertas con sus mantas cuando echaban a andar por la
Lagerstrasse
. Las demás cautivas las evitaban como si fuesen leprosas. Algunas de aquellas desgraciadas eran confinadas en el «
Durchgangszimmer
», o cuarto de paso, que era una habitación de tres metros por cuatro, donde tenían que tenderse en el duro suelo. Aquella era una verdadera antecámara de la muerte.

Las que trasponían aquella puerta, camino a su destrucción, eran inmediatamente borradas de las listas de efectivas y, en consecuencia, no se les daba nada de comer. Así que no les quedaban más que la perspectiva del viaje final.

Día llegaría, pensábamos, en que, por fin, los camiones de la Cruz Roja se presentarían allí y las enfermas serían atendidas. Y así sucedía; pero los supuestos camiones de la «Cruz Roja» recogían a las pacientes y se las llevaban una encima de otra, como sardinas en banasta. Las protestas fueron inútiles. El alemán responsable del transporte cerraba la puerta y se sentaba tranquilamente junto al chófer. El camión emprendía su marcha hacia la cámara de la muerte. Por eso teníamos tanto miedo de mandar al «hospital» los casos contagiosos.

El sistema de administración carecía absolutamente de lógica. Causaba verdadero estupor ver la poca relación que había entre las órdenes distintas que se sucedían unas a otras. Aquello se debía en parte a negligencia. Los alemanes trataban indudablemente de despistar a las presas para disminuir el peligro de una sublevación. Lo mismo ocurría con las selecciones. Durante algún tiempo, eran elegidas automáticamente las que pertenecían a la categoría de enfermas. Pero, de repente, todo cambiaba un buen día, y las que estaban afectadas de la misma enfermedad, como, por ejemplo, difteria, eran sometidas a tratamiento en una habitación aislada y confiadas al cuidado de médicos deportados. La mayor parte del tiempo, las que padecían de escarlatina estuvieron en gran peligro; pero, sin embargo, ocurría de cuando en cuando que las que contraían tal enfermedad eran atendidas, y algunas hasta se llegaban a curar. Entonces se las devolvía a sus respectivas barracas, y su ejemplo servía para que las demás se convenciesen de que la escarlatina no significaba sentencia de muerte en la cámara de gas. Pero, inmediatamente después, aquella táctica quedaba revocada y era sustituida por otra. ¿Cómo podía, por tanto, la gente saber a qué carta quedarse?

Sea de esto lo que fuere, el caso era que muy pocas volvían del hospital de la sección, y éstas no habían entrado en la
Durchgangszimmer
, por lo cual no estaban enteradas de sus condiciones. Aquel «hospital» siguió siendo un espectro de horror para todas. Estaba rodeado de misterio y sombras de muerte.

Cierto día, fui testigo en aquel hospital de una escena particularmente patética. Una joven y bella muchacha judía de Hungría, llamada Eva Weiss, que era una de las enfermeras, contrajo la escarlatina atendiendo a sus pacientes. El día que se enteró de que estaba contagiada, los alemanes acababan de abolir las medidas de tolerancia. Como el diagnóstico fue hecho por un médico alemán, la pobre muchacha sabía que era inevitable su traslado a la cámara de gas. Pronto llegaría una falsa ambulancia de la cruz roja a recogerla, lo mismo que a las demás enfermas seleccionadas.

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