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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (72 page)

Julio sonreía e insistía en sus trece. Y la discusión proseguía, pues Matías no cejaba. Ahora Matías, rebosante por su reconciliación con Ignacio, se negaba a verlo todo negro. No obstante, los rostros que los espejos del café devolvían multiplicados, en general se ponían de parte de Julio. Muchos terminaban dominados por un gran abatimiento. Si alguno le llevaba la contraria con Matías pertenecía a la clase media. Algún comerciante o pequeño industrial, decepcionado de tanta inestabilidad y de la revolución de Octubre, y que lo que quería era trabajar.

Julio García acostumbraba a marcharse del café ya tarde, poco antes de cenar. Cenaba de prisa —lo cual ofendía a doña Amparo Campo— y volvía a salir. «No paras un minuto en casa. ¿Qué te ocurre?», protestaba la mujer. Él le daba un beso en el cuello y bajaba las escaleras, sonriendo. «Tengo que hacer.» Su quehacer consistía en ir al Hospital, a ver al doctor Rosselló. A veces, a la Logia. Con frecuencia, a la escuela de David y Olga.

En efecto, en la cárcel había hecho gran amistad con el maestro; y Olga le gustaba mucho. Le gustaba enormemente. A veces se preguntaba si no le gustaba más que doña Amparo Campo.

Por lo demás, David oía complacido las estadísticas de Julio. «Es evidente que todo esto es abrumador —comentaba—. ¡Menos acero que Luxemburgo…!»

Luego hablaban de sus situaciones respectivas, con gran familiaridad. Ahora los maestros estaban preocupados porque Santi, el alumno de camisa desabrochada, había robado una bicicleta en la guardería de la fábrica Soler. Tuvo que presentarse ante el Tribunal Tutelar de Menores. ¡Y el presidente del Tribunal era don Santiago Estrada!

En cambio, estaban contentos porque… el acuario en clase era una realidad. Una caja de cristal con más de veinte ejemplares multicolores, que se paseaban entre pedruscos artificiales y burbujas. Los alumnos tenían prohibido volver la cabeza; en cambio, los peces podían contemplar a éstos a placer. Olga, al día siguiente de asistir al documental científico proyectado en el Albéniz por el coronel Muñoz, les dijo a los alumnos: «Pero no creáis que todo el mundo submarino sea tan hermoso como éste. En el fondo del mar hay monstruos de una fealdad indescriptible, voraces y asquerosos». Los maestros habían adquirido el acuario con el producto de los trabajos veraniegos efectuados en San Feliu.

Las conversaciones en el Neutral y con David y Olga se celebraban por la tarde o por la noche: las mañanas, Julio las pasaba leyendo o poniendo a punto su fichero de suicidas. El último suicida en la provincia había sido un médico, tercer varón en la familia que tomaba tal determinación. También recogía datos sobre los intelectuales españoles que se habían suicidado: Ganivet, arrojándose a las aguas del Dwina; Larra, disparándose frente al espejo su pistola, en la sien; Bartrina…

El interés de Julio por este asunto no tenia nada que ver con su carrera policíaca. Era algo psicológico, obedecía a algo temperamental. Julio era un hombre que amaba con pasión la vida, que no comprendía que alguien renunciara a ella voluntariamente. Cuando hojeaba el fichero —370 fotografías de suicidas, ampliadas a tamaño postal— los rostros de éstos le miraban con fijeza y a veces le daban escalofrío, pero aseguraba que le sugerían muchas cosas. Estos rostros tenían algo común, según contaba: «ojos hundidos, o bien lo contrario, casi saliéndoseles de las órbitas». Olga pertenecía a la primera serie, David a la segunda. Julio procuraba cerciorarse de que sus propios ojos eran normales.

Doña Amparo Campo le criticaba que se dedicara a esto. Se sentía molesta. «Valdría más que me llevaras a paseo. Todavía no he estado nunca en La Molina.» Julio le contestaba, con gesto desolado: «En primer lugar, tengo prohibido salir de la ciudad. En segundo lugar, en España carecemos de medios de transporte».

* * *

Los derechistas de Gerona dormían tranquilos. Los 343 parados de la ciudad les preocupaban poco, al parecer. «El Gobierno dice que se construirán edificios públicos, que se les dará un subsidio.»

El local de la CEDA había sido remozado. Impresionaba por su magnificencia. Conserje con botones dorados, etc…

Atraídos por el local y el auge del Partido, un alud de estudiantes se había afiliado a la CEDA y también muchas señoras. Su contraseña era la honradez; su medio de acción, la espectacularidad; su base, la religión.

En la Liga Catalana era distinto. El problema de los obreros preocupaba. Don Jorge, el notario Noguer y los economistas se habían reunido para hablar de ello. Era preciso hacer algo. Se estimó que la alcaldía en manos de un hombre del Partido podría ayudar eficazmente, y, en consecuencia, en espera de elecciones municipales fue nombrado alcalde el notario Noguer.

No obstante, todos estaban algo asustados. Las calles ofrecían un aspecto poco edificante. La suciedad parecía una consigna. De no poner coto, llegaría un momento en que llevar sombrero sería considerado atentado a la pobreza. Y eso no. Era preciso hacer algo, pero defendiendo el derecho a llevar sombrero.

Por ello el notario Noguer, al tomar posesión de la Alcaldía, preparó el discurso concienzudamente. Primero se dirigió a los necesitados y les garantizó que se haría lo posible para remediar su situación y encontrarles trabajo. Habló en un tono de sinceridad y competencia tales que a muchos les dio cierta esperanza, previendo algún plan importante de obras municipales. Pero luego añadió, dirigiéndose a la población en general:

—Sin embargo, el Ayuntamiento estima que una cosa no tiene que ver con la otra. Nos preocuparemos de todo eso, ciertamente. Y de la conducción de aguas y de las cloacas. Pero al mismo tiempo lucharemos para evitar que un alud de plebeyez asfixie las tradiciones aristocráticas de nuestra querida Gerona. Hay algo que a mí me causa verdadero espanto, más que la cárcel y los tiros: y es ese constante martilleo contra todo lo que significa bienestar, cultura, distinción, minoría. Si alguien escupe en esta acera, me parece que no sólo como alcalde y como notario, sino simplemente como hombre que ama la limpieza, tengo perfecto derecho a cruzar la calle y continuar por el otro lado, sin que por ello me llamen enemigo del pueblo. Así que, mientras yo esté en la alcaldía, los guardias urbanos vestirán con decoro, las basuras serán recogidas, se perseguirá la blasfemia, se multará toda suerte de escándalo público, se retirará de la circulación a los borrachos, lo mismo si son de la Liga Catalana que de la CNT, y se considerará que un abogado o un arquitecto es ciudadano tan respetable como un mecánico o un matarife. Para la buena marcha del Municipio se necesita la colaboración de todos. Cortaremos abusos y orgías; pero también todo intento de convertir la tres veces inmortal Gerona en un popurrí de barrio.

Ésta fue la gran sorpresa. Nadie hubiera imaginado que el notario Noguer, a sus cincuenta y cinco años, guardara tal dosis de energía. Sólo su propia esposa, al parecer, encontraba todo aquello muy natural. «A mí no me ha extrañado nada —dijo—. Le conozco.»

Los de la CEDA admitieron que estuvo acertado. «La Voz de Alerta» publicó el discurso en letras de molde. Todo el mundo. Todo el mundo satisfecho, sobre todo mosén Alberto. Mosén Alberto sabía que el Museo Diocesano contaría con el apoyo incondicional del Ayuntamiento de Gerona.

Cuando en el Neutral leyeron: «Se perseguirá la blasfemia», alguien dijo: «Entre este texto y el de la señora de Narros del Puerto hay la diferencia de un papel de fumar».

El comandante Martínez de Soria estaba contento. Se sentía respaldado. Gran cosa tener un alcalde así. El teniente Martín le objetó, bromeando: «Lo que temo por usted son las represalias contra los amantes del alcohol…» El comandante sonrió. Cierto que bebía demasiado; pero esto formaba parte de su ser, como las manchas rojizas de su rostro. El comandante Martínez de Soria, contrariamente a Julio, parecía no dar importancia a la vida. En su existencia cotidiana todo lo llevaba a cabo con desprecio absoluto del peligro, de la posible circunstancia adversa, lo mismo que cuando en África mandó una compañía. Lanzaba su caballo al galope, blandía su florete en la sala de armas, sostenía la copa, jugaba a los dados, miraba a las esposas de sus amigos, siempre con idéntico desparpajo, sonriendo, atusándose el bigote blanquecino y levantando el hombro izquierdo en ademán peculiar. Era un militar hecho y derecho. Ahora bien, de repente, era otro hombre. Cuando suponía una lejana alusión al honor del uniforme, o a la Patria, o a su mujer o a su hija, entonces en vez de atusarse el bigote se hubiera dicho que iba a arrancar a lo vivo el del adversario. Sin embargo, su temperamento inspiraba, en general, una gran simpatía a los que le trataban. Alguien decía que para odiarle era preciso hacerlo a distancia. Acaso algunos soldados en el cuartel opinaran lo contrario. Pero es que el comandante Martínez de Soria no se dejaba sorprender. No se dejaba sorprender ni siquiera por el pulcro Comisario don Julián Cervera.

El comandante Martínez de Soria estaba contento… y en el fondo lo estaban todos los derechistas, pues tenían las riendas en la mano. La única excepción era, en realidad, «La Voz de Alerta».

En efecto, si el profesor Civil entendía que los enemigos de la humanidad eran los judíos y la técnica —y en menor escala los masones—, «La Voz de Alerta» entendía que eran los socialistas y su Sindicato, la UGT; los comunistas y su barbería, y los anarquistas y su Gimnasio. Y entendía que el problema que éstos planteaban no era sólo de basura por las calles, sino mucho más importante. Y que nada había quedado zanjado con la cárcel, sino que, por el contrario, no había hecho más que empezar.

«La Voz de Alerta» juzgaba que el notario Noguer, a pesar de su discurso, que el distinguido jefe de la CEDA, a pesar de su éxito entre las damas; que don Pedro Oriol, con su bondad, y que el comandante Martínez de Soria vivían en el limbo. No se habían dado cuenta de lo que significó el 6 de Octubre. Tampoco se daban cuenta ahora de lo que significaban aquellas veladas de lucha libre, y la tenacísima labor que habían reemprendido todas las fuerzas enemigas.

«Gil Robles se niega a dar el golpe de Estado; un día u otro volverán a darlo ellos, y esta vez de verdad.» En realidad, su voz sólo era escuchada por su criada Dolores.

El dentista era más culto de lo que la gente presumía. Y tenía sus teorías, su criterio propio. «Cuando la burguesía deja pasar la oportunidad de hacer su revolución, es que se está descomponiendo. En este caso podrá aún, con la ayuda de un par de generales, rechazar un motín popular mal organizado; pero la fuerza de las ideas populares acabará cortándole la cabeza.» «La Voz de Alerta» comprendía que, en el plano nacional, el día en que se unieran los campesinos del sur de España con los obreros industriales de Vascongadas y Cataluña, ambas fuerzas caerían sobre el centro —Madrid— desalojando del Gobierno a todos los Gil Robles hasta la cuarta generación; en el plano provincial y de Gerona, comprendía que los escarceos hasta entonces inhábiles de sindicatos y partidos —lógicamente faltos de madurez— tocaban a su fin, como en muchas otras provincias españolas. Las experiencias de las capitales de tradición revolucionaria, y la de las grandes zonas campesinas y proletarias les habían abierto los ojos, con la ayuda de la Prensa. En ninguna localidad faltaba un Cosme Vila estudiando, un Casal sabiéndose de memoria todas las revoluciones obreras, triunfos y fracasos, un Porvenir —el joven Jefe de la FAI— llegado como enlace, con todo Bakunin a cuestas. Especialmente los comunistas, gracias a los continuos enlaces internacionales, andaban cargados de teoría.

La suerte estaba —según el dentista— en que hasta entonces no se habían puesto de acuerdo. En que los anarquistas —individualismo— eran los enemigos declarados de los socialistas —control— y de los comunistas —colectivización—; por lo cual con astucia siempre podía movilizarse uno de los tres frentes contra los otros dos, como ocurrió cuando las elecciones del 1933, sin que ellos se dieran cuenta. Sin embargo, ciertos indicios revelaban que la unión que prácticamente ya habían conseguido los revolucionarios asturianos —Alianza Obrera en Asturias había sido una realidad—, ahora era la meta perseguida por los dirigentes que en secreto llevaran los hilos rojos de la nación. «La Voz de Alerta» especulaba aún con la tradicional incapacidad indígena para llegar a un acuerdo, y con las disidencias profundas nacidas en el seno del partido comunista, entre los adictos a Moscú y los que creían que Stalin había desvirtuado totalmente la doctrina de Marx y de Lenin. Pero, con todo, en el Casino y en el café de los militares daba la voz de alarma, denunciando especialmente que el tipógrafo Casal había sido nombrado jefe del Partido Socialista y de la UGT —sabia lección— y que el Comisario, muy pronto, iba a permitir la apertura de los locales sellados.

Su criada, Dolores, le decía: «Y para mí, señorito, aún son peores las mujeres que los hombres».

Capítulo XLVII

El dentista había acertado al pronosticar que la clausura de los locales de partidos políticos tocaba a su fin: el permiso de reapertura llegó y la ciudad pareció removida de arriba abajo. Y en el acto los tres hombres de que habló —Cosme Vila, del Partido Comunista; Porvenir, de CNT-FAI; Antonio Casal, del Partido Socialista— asaltaron el primer plano de la ciudad. Su personalidad humana dio cuerpo a estos partidos, les insufló espíritu de concreción y de eficacia.

Los tres personajes no tenían sino un detalle común: su fe. El mayor en edad era Cosme Vila; el benjamín, Porvenir. Casal era el más silencioso, Cosme Vila el que prestaba más atención, Porvenir el que destruía toda armonía…

Mateo, al verlos por la calle, ensimismados y seguidos por una legión de fanáticos, le decía a su padre: «¡Ah, si todas esas energías se canalizaran en una sola dirección…!» Matías, al ver a Porvenir había dicho: «Ése armará mucho jaleo…»

* * *

Cosme Vila fue nombrado jefe local del Partido Comunista, en substitución de Víctor, y estuvo a punto de dejar el Banco, pues su mujer le decía: «¿Por qué no? Ya nos arreglaremos. Ya sabes que yo sé fabricar cestos…»

Cosme Vila se daba cuenta de que los afiliados lo eran por instinto, pero desconociendo por completo lo que significaba el comunismo y su situación real en España. Entendió que sería contraproducente enterarles demasiado, pues todos querrían opinar; pero unas cuantas ideas generales eran indispensables. Anunció, pues, en la barbería, un «Cursillo de iniciación marxista», que amenazó con reventar las paredes del local. Por primera vez en Gerona el comunismo fue tratado de una manera científica.

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