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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Los caminantes (26 page)

BOOK: Los caminantes
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Fue Isabel la que terminó el abrazo, separándose de Moses.

—No podemos volver a tu casa —dijo—. Él sabe dónde vivíamos. Y sabía nuestro plan. Lo preparó todo. Sólo que la explosión ocurrió un poco antes de lo previsto; si hubiera explotado al llegar a la escalera de salida...

—Sí, ya lo había pensado.

—Podríamos intentar llegar aún a Carranque.

Moses se dio cuenta de que sus opciones no iban mucho más allá, y después de considerarlo por unos segundos, asintió lentamente en la oscuridad del túnel.

—Corremos un riesgo altísimo... ¿Estás dispuesta a intentarlo? —dijo.

—Ahora más que nunca —soltó Isabel. Su voz sonaba firme y segura.

—Me pregunto cuánto tiempo estuvo observándonos ese mal nacido hijo de mil padres... —dijo Moses, con un más que evidente deje de desprecio en su voz.

—¿Y si sabe lo de Carranque? A lo mejor tiene una radio y escuchó el mensaje.

—Lo dudo. ¿Viste su cara? Ese tipo está chiflado. Cree que es el Juicio Final y se ha erigido emperador de los Justos. No creo que se le haya ocurrido nada remotamente parecido a escuchar una radio, como no sea la sintonía lunática que se repite en esa asquerosa chirimoya que tiene por cabeza.

—¿Y si... vuelve a tu casa? A esperarnos... o a buscar pistas sobre lo que podemos estar haciendo ahora.

Moses recibió la imagen mental de aquel ser despreciable en su propio salón, buscando entre sus cosas, sujetando con la mano las provisiones con mermelada que tanto le gustaban al Cojo, y sintió un nuevo torrente de furia recorriendo sus venas.

—Quizá deberíamos ir allí a esperarlo a él —dijo entre dientes.

—Eso es una locura, Mo... Él puede moverse entre los zombis como si fuera uno de ellos. Puede andar libremente por todas partes. Imagina lo fácil que le resultó encontrar explosivos, colocarlos, preparar la trampa. Imagina lo que podría tener preparado para nosotros si volvemos allí. Joder... apuesto a que hasta podría dispararnos con un lanzacohetes desde el piso de enfrente o volar el puto edificio mientras dormimos.

—Sí. Lo sé. Pero... ¿cómo coño lo hace? Dios... una sola persona con el poder de ser ignorado por los muertos podría limpiar zonas enteras en pocos días... ¿Por qué él?, ¿por qué tiene ese poder? ¿Qué clase de broma macabra es ésa?

—He tenido tiempo para pensar en eso durante todas estas semanas —dijo Isabel, reflexiva—. Y nunca he llegado a una conclusión. Salvo que él tenga razón y el Juicio Final no sea una parábola, como tú decías.

Moses agradeció la ligerísima inflexión de humor que Isabel había puesto en la última frase.

—Pues desde luego sé por qué me persiguen a mí —dijo.

—Y a mí. Todos tenemos nuestros pecados.

Después de un pequeño silencio, Moses se levantó del suelo. Las rodillas protestaron, pero desde luego se encontraba mucho mejor ahora que habían descansado un rato. Escudriñó el túnel en ambas direcciones y le alivió comprobar que estaban tan tranquilas como era deseable.

—¿Dónde crees que estamos? —preguntó Isabel.

—Averigüémoslo.

Se ayudó de una gruesa cañería que cruzaba el pasaje perpendicularmente para encaramarse a un saliente de la pared, y desde allí se asomó a una entrada de aguas. Aunque conocía Málaga como la palma de su mano, con la excepción quizá de los nuevos barrios de la periferia, tardó un rato en distinguir lo que estaba mirando.

Resultó que habían avanzado hacia el sur, pero también hacia el oeste, cruzando de algún modo el río Guadalmedina sin salir a la superficie. Estaban más allá, a medio camino de la Avenida de Andalucía.

—¡Hemos pasado el río! —anunció Moses. Su voz estaba cargada de nuevo de la vieja emoción con la que solía manejarse.

—¿Cómo...? —preguntó Isabel, sin comprender.

—Estamos al otro lado... estamos en la Avenida de Andalucía...

—¿Eso dónde es? —preguntó Isabel, confusa.

—Vale... tampoco importa... pero escucha: nos hemos desviado bastante al sur, pero si avanzamos hacia el oeste a lo largo de esta calle durante unos dos kilómetros más, llegaremos a la Plaza de Manuel Azaña... ¿Eso está a cuánto?... Diría que un kilómetro o kilómetro y medio del polideportivo, en dirección norte.

Isabel pareció necesitar unos instantes para asimilar sus palabras.

—¿Pero cómo pudimos atravesar el río? —preguntó al fin.

—No estoy seguro. Pero recuerdo que descendimos por unas escaleras estrechas... uno o dos pisos, ¿recuerdas?

—Sí... es verdad...

—Quizá pasamos por debajo.

—Entonces... —dijo Isabel, poniéndose finalmente en pie—, ¿podemos hacerlo?

—Sí, creo que sí. Podemos hacerlo —contestó Moses con una sonrisa.

Volvieron a caminar, aunque mucho más animados que la última vez y no tan rápido. Procuraban no perder el rumbo, lo que no siempre era fácil, porque de tanto en cuando una pared de cemento les cortaba el paso y tenían que desviarse temporalmente hasta volver nuevamente sobre la pista, unos metros más allá.

Mientras progresaban bajo las calles de la ciudad, Isabel, casi en susurros, se había entregado a un monólogo trivial sobre el estado de las alcantarillas, pero Moses, consciente quizá de que se trataba de una manera de aliviar tensión, perdió el interés en poco tiempo. En cambio, su mente le torturaba recreando con vividas imágenes cómo el sacerdote había arrojado a los muertos al cráter, y cómo éstos se habían subido a horcajadas sobre el Cojo y le habían desgarrado la piel, la carne y, en última instancia, la vida misma. Sentía una ira contenida, poderosa, latente, despiadada. Sabía que si volvían a encontrarse, descubriría una nueva, oscura y desconocida versión de sí mismo. Y se regocijaba pensando que, además, le importaba una mierda.

Una media hora más tarde, Moses se detuvo junto a una entrada de alcantarilla.

—¿Vas a mirar de nuevo? —preguntó Isabel.

—Sí.

—De acuerdo... pero ten cuidado. Por favor.

Algo en la forma en la que había expresado su ruego hizo que Moses, a punto de deslizar la tapa de la alcantarilla, se detuviese. Se volvió para mirarla, y le sorprendió descubrir cuan menuda y joven la veía ahora. Fue consciente por primera vez de que ahora sólo le tenía a él. Siempre había considerado que Isabel era una mujer fuerte, pero ahora su precario mundo de supervivencia se había agrietado, los muros resquebrajados, su esperanza derruida. Estaba, o se sentía, sola.

—Todo irá bien —dijo, ofreciéndole un intento de sonrisa.

El exterior se presentaba inusualmente despoblado. Estaban, efectivamente, en la avenida principal, pero habían emergido por uno de los extremos, junto a la acera. Justo al lado se levantaba un puesto de lotería de la ONCE, y formando una hilera interminable, había coches aparcados, lo que les protegía de la vista de la calle.

Se animaron a salir para tener una visión más completa de la calle. Allí, agazapados tras uno de los coches, escudriñaron la ancha avenida. Faltaban apenas quinientos metros para llegar a la rotonda de la comisaría, pero si bien no había demasiados espectros en el centro de la calle, en la distante plaza el número era sensiblemente mayor.

—Estamos ya bastante cerca —dijo Moses en un susurro—. Si avanzamos en esa dirección y procuramos no perder el camino, llegaremos a Carranque en unos veinte minutos.

—Suena muy bien —comentó Isabel.

—Pues vamos abajo, antes de que alguno repare en nosotros.

—Espera, Mo... ¿escuchas eso? —preguntó, con la cabeza ladeada, como si quisiera concentrarse en algún sonido distante.

Moses escuchó. Había algunos muertos vivientes caminando por la calle, y el ruido de sus pasos les llegaba hasta ellos, monótono y desapacible.

—No... ¿qué?

—¡Escucha!

Entonces le pareció oír un rumor lejano, apenas distinguible, como el de un motor evolucionando con una cadencia constante.

—Es...

—¿Un motor? —interrumpió Isabel.

—Podría ser...

—Viene de allí, de la plaza.

Moses se concentró en el sonido, que parecía volverse más agudo y fuerte a medida que escuchaba. Y entonces lo vieron aparecer por encima de los edificios del lado izquierdo de la avenida: un precioso helicóptero blanco y azul en cuyo lateral se podía leer una palabra escrita con grandes caracteres altos y delgados:

POLICÍA

Pero antes de que pudiesen decir nada, el helicóptero describió un peligroso viraje y cayó a gran velocidad hacia el suelo. Isabel apenas pudo contener un pequeño grito. Luego el aparato giró sobre su eje varias veces y terminó avanzando de lado, en suave aceleración, hacia los edificios de la derecha.

—¡Dios mío, se va a estrellar! —exclamó Moses, apretando las manos contra el lateral del coche donde se escondían.

El impacto, que sonó como un trueno metálico, levantó una enorme humareda. Isabel y Moses observaron la nube de polvo evolucionar lentamente, como un espíritu demoniaco que surge de la proverbial lámpara.

—No ha explotado... ¡no ha explotado!

—Oh, Dios mío... —dijo Isabel, sentándose en el suelo. Las manos le temblaban.

—¡Isabel, no ha explotado! ¡Esa gente puede estar viva! Isabel le miró, comprendiendo lo que quería decir.

—No, Mo... yo... yo no puedo... —dijo con un hilo de voz, sintiéndose al borde de un nuevo ataque de llanto.

—No quiero que vengas, quiero que te quedes aquí. Espérame aquí, ¿me oyes? Vete abajo, cierra la tapa y espérame.

Isabel abrió mucho los ojos, como si le hubiera dicho que tenía que atarse una piedra y tirarse al mar. De repente, la sola idea de quedarse sola le aterraba, pero inmediatamente se odió por ello e intentó reponerse. Había pasado ya por demasiadas cosas como para permitirse una reacción así, de modo que, haciendo un esfuerzo, asintió con un rotundo movimiento de la cabeza y dejó que Moses se fuera, corriendo agazapado tras los coches.

Isabel volvió a la oscuridad de las alcantarillas. Su última mirada antes de zambullirse en su angosto refugio fue para la nube de humo. Tenía la forma de un cráneo deforme con grandes cuencas vacías.

XXVIII

Las diáfanas salas de la comisaría de policía recogían las reverberaciones de las fuertes pisadas del Escuadrón de la Muerte de Carranque a medida que descendían por las escaleras. Bajaban a buen ritmo, saltando los últimos peldaños de cada tramo de cuatro en cuatro. Estaban ya demasiado acostumbrados a esa clase de operaciones como para estar preocupados, pero sin embargo, un velo sombrío los cubría a todos. Jaime podría estar perdiendo sangre, podría estar a punto de morir, o aun peor, si continuaba vivo podría acabar siendo atacado por alguno de los espectros.

Salieron por el mismo lugar por donde habían entrado, el pequeño ventanuco de una de las oficinas de la planta baja, ya que las puertas principales, aunque eran el camino más directo, estaban sólidamente clausuradas con fuertes cerraduras.

No necesitaron intercambiar palabras, cada uno conocía su papel a la perfección. Uno permanecía rezagado, rodilla en tierra, dando cobertura con disparos limpios y precisos mientras el resto avanzaba unos metros. Los disparos eran siempre en la zona de la cabeza, aunque por alguna razón eso no siempre les detenía. Luego los dos esperaban al rezagado, disparando a los zombis más cercanos hasta volver a reunirse. Sobre todo, se trataba de brindar una actuación rápida. Sabían que los disparos y el movimiento rápido enloquecían a los espectros, y sabían perfectamente lo que eso significaba. En un momento dado, un muerto viviente de aspecto imponente y vestido de policía se abalanzó sobre Susana, pero fue contundentemente rechazado con un rápido golpe de culata; ello le dio tiempo suficiente para apuntar a la cabeza y disparar. La distancia era tan corta que Susana no se detuvo ni el tiempo necesario para ver cómo caía al suelo, concentrada ya en su siguiente objetivo.

Los disparos de Dozer desde el helipuerto llegaban como un eco lejano y sorprendentemente rítmico, pero su puntería no era tan eficiente como se hubiese deseado. Pequeños jirones de ropa y sangre salían despedidos a menudo de la zona de los hombros, la espalda o un lado de la cabeza de los zombis, pero nada de aquello les detenía.

La rotonda, por otro lado, estaba atestada de coches abandonados, lo que dificultó su avance. Como los vehículos estaban completamente pegados unos a otros, Uriguen se encaramó a uno de ellos para ofrecer fuego de cobertura mientras los otros rodaban sobre sus espaldas por encima de los capós.

En un momento dado, José se agachó para disparar, apoyándose contra uno de los coches. Aseguró su rifle contra el hombro y apuntó contra el espectro más cercano para cubrir el avance de los otros. Estaba a punto de apretar el gatillo cuando, de repente, el cristal del coche saltó por los aires. Una garra ensangrentada cruzó por delante suya con la rapidez del rayo y le atenazó, tirando hacia el interior del vehículo. Allí le esperaba un rostro en franca descomposición: jirones de piel muerta le caían de su cara blanda y bulbosa; su dentadura, negra y prominente, tenía un aspecto casi lascivo y buscaba su carne con lujuriosa fascinación. José quiso desasirse, pero el abrazo era demasiado intenso, le asfixiaba, le impedía ver. Intentó chillar para alertar a los otros, pero también fue inútil, ahora eran sus dos manos las que le sujetaban y, Dios, qué fuertes eran.

Prisionero como estaba, pensaba en cuánto tiempo tendría antes de sentir su hedionda boca hundiéndose en su cabeza. Luchaba con todas sus fuerzas por mantenerse alejado, pero, por lo que sabía, podía ocurrir en cualquier momento. Y entonces era hora de despedirse, aunque fuera una herida superficial. Si su sangre se mezclaba con la de ese monstruo, bien podía apagar las luces, eso lo sabía demasiado bien.

Entonces el cristal de la parte trasera del coche reventó en una miríada de pequeños fragmentos, y al mismo tiempo, el mortal abrazo que lo asfixiaba cesó por completo. Ambas manos cayeron laxas a su alrededor. José se separó rápidamente del coche y miró a su atacante. Su cabeza estaba literalmente reventada como un melón maduro, y el interior del coche estaba impregnado de sangre y trozos de cerebro. Miró hacia Susana y Uriguen, pero estaban enfrascados en detener a los zombis que se arremolinaban a su alrededor; luego miró hacia atrás, hacia la dirección de donde parecía haber provenido el disparo, y vio a Dozer allá arriba, subido en su pequeña fortaleza, disparando contra más espectros. Escuchaba los impactos de las balas alcanzando la carne de los cuerpos muertos que le rodeaban.

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