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Authors: Margaret Weys & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Los Caballeros de Takhisis (3 page)

Los dos abandonaron la playa y se dirigieron tierra adentro, siguiendo la misma dirección que los caballeros habían tomado para llegar al poblado de chozas de barro. Ninguno de los dos habló; se sentían cómodos con su silencio. Las palabras que acababan de intercambiar eran, probablemente, más de las que cualquiera de ellos había dirigido a otro de su raza en varios años. Los irdas disfrutaban con el aislamiento, con la soledad. Ni siquiera les gustaba estar cerca entre ellos mismos durante largos períodos. Había hecho falta que surgiera esta crisis para que se iniciara la conversación entre los dos observadores.

En consecuencia, la escena con la que se encontraron a su regreso fue casi tan perturbadora como lo había sido para los caballeros ver las chozas de barro y los utensilios de arcilla. Los dos irdas vieron a todos los suyos, varios centenares de personas, reunidos debajo de un inmenso sauce, una circunstancia casi sin precedentes en la historia de los irdas.

Los feos y deformes árboles habían desaparecido, reemplazados por un denso y lujuriante bosque de robles y pinos. Construidas alrededor y entre los árboles había viviendas pequeñas, concebidas y diseñadas con sumo cuidado. Cada casa era distinta en aspecto y apariencia, pero muy pocas tenían más de cuatro habitaciones, incluyendo el área de cocinar, la de meditación, la de trabajo y la de dormir. Las viviendas que contaban con cinco cuartos también albergaban a los jóvenes de la raza. Un niño vivía con uno de los padres (la madre, por lo general, a menos que las circunstancias aconsejaran lo contrario) hasta que el niño alcanzara el Año de la Unicidad. En ese momento, el niño abandonaba la casa y se establecía en una vivienda propia.

Cada morada irda era autosuficiente. Todo irda cultivaba y criaba su propio alimento, obtenía su agua, se dedicaba a sus estudios. El intercambio social no estaba prohibido ni mal visto. Simplemente, no existía. Semejante idea jamás se le habría ocurrido a un irda; de haberlo hecho, se habría considerado un rasgo peculiar de otras razas inferiores, tales como la humana, la elfa, la enana, la kender y la gnoma; o de las razas oscuras, como la de los minotauros, los goblins y los draconianos; o de una raza que jamás se mencionaba entre los irdas: la de los ogros.

Un irda se unía con otro sólo una vez en la vida, con el propósito de tener intercambio sexual. Ésta era una experiencia traumática tanto para los hombres como para las mujeres, ya que no se unían por amor, sino por un fuerte impulso producto de la práctica mágica conocida como el
Valin.
Creado por los ancianos para perpetuar la raza, el
Valin
provocaba que el alma de un irda tomara posesión del alma de otro. No había escapatoria, ni defensa, ni elección, ni selección. Cuando surgía el
Valin
entre dos irdas, debían copular o el
Valin
los torturaría y los atormentaría de tal modo que podría conducirlos a la muerte. Una vez que la mujer había concebido, el
Valin
dejaba de actuar y los dos se marchaban por caminos separados tras decidir entre ellos cuál se responsabilizaba del bienestar de la criatura. Tan devastadora era esta experiencia en la vida de dos irdas que rara vez se repetía en el transcurso de su vida. Así pues, los irdas tenían pocos hijos, por lo que el número de su colectivo se mantenía bajo.

Los irdas habían vivido en el continente de Ansalon a lo largo de siglos, desde su creación. Sin embargo, pocos miembros de las restantes y más prolíficas razas conocían su existencia. Semejantes criaturas portentosas habían sido materia de leyenda y cuentos populares. Todos los niños aprendían sobre el regazo de sus madres la historia de los ogros, que en un tiempo fueron las criaturas más hermosas creadas jamás, pero que —a causa del pecado del orgullo— habían sido maldecidos por los dioses y transformados en monstruos feos y aterradores. Tales cuentos tenían un fondo de moraleja.

—Rolando, si vuelves a tirar del pelo a tu hermana, te convertirás en un ogro.

—Marigold, si sigues admirando tu cara bonita, un día te mirarás en el espejo y te encontrarás con que te has vuelto más fea que un ogro.

Los irdas, así lo dice la leyenda, eran ogros que habían logrado escapar de la ira de los dioses y por ello seguían siendo hermosos, con todas sus virtudes y poderes mágicos intactos. A causa de ser tan poderosos y tan bellos y gozar de tantas bendiciones, los irdas no se codeaban con el resto del mundo, de manera que desaparecieron. Los niños, cuando paseaban por un bosque oscuro y silencioso, siempre buscaban un irda porque —según la leyenda— si se capturaba uno se lo podía obligar a que concediera un deseo.

En esto había el mismo grado de verdad que suele hallarse en la mayoría de las leyendas, pero expresaba el principal temor de los irdas: si alguien de cualquier otra raza descubría un irda, intentaría aprovecharse de su poderosa magia para alcanzar sus propios fines. Este temor de ser utilizados empujaba a los irdas a vivir solos, escondidos, disfrazados, evitando todo contacto con cualquiera.

Habían pasado muchos años desde que un irda había caminado por Ansalon, ya fuera por bosques oscuros y silenciosos o por cualquier otro sitio. Tras la Guerra de la Lanza, los irdas habían esperado con anhelo un largo período en el que reinara la paz, pero habían sufrido una desilusión. Las distintas facciones y razas de Ansalon eran incapaces de acordar un tratado de paz. Peor aún: las razas estaban luchando entre ellas. Y entonces llegaron rumores de la formación de una vasta oscuridad en el norte.

Temeroso de que su gente quedara atrapada en otra guerra devastadora, el Dictaminador tomó una decisión. Envió aviso a todos los irdas para que abandonaran el continente de Ansalon y viajaran a esta isla remota, a mayor distancia de los límites conocidos por todo el mundo. Y así habían llegado aquí y habían vivido en paz y aislamiento durante muchos años. Paz y aislamiento que ahora acababan de romperse.

Los irdas se habían congregado debajo del sauce para intentar poner fin a esta amenaza. Se habían reunido para discutir sobre los caballeros y los bárbaros, pero, aun así, seguían estando aparte, cada uno de ellos separado de sus semejantes, mirando el árbol y después volviendo la vista hacia los otros, desasosegados, incómodos e insatisfechos. La rama cortada por el frío acero del caballero yacía en el suelo. La savia rezumaba del corte en el árbol vivo, y el espíritu del sauce gritaba de angustia sin que los irdas pudieran confortarlo. Una existencia pacífica, que había sido perfecta a lo largo de los años, había llegado a su fin.

—Nuestro escudo mágico ha sido penetrado —dijo el Dictaminador dirigiéndose al grupo en general—. Los caballeros negros saben que estamos aquí. Volverán.

—Disiento en eso, Dictaminador —argumentó otro irda con actitud respetuosa—. Los caballeros no volverán, pues nuestros disfraces los engañaron. Creen que somos salvajes, poco más que unos animales. ¿Por qué iban a regresar? ¿Qué podrían querer de nosotros?

—Ya conoces el modo de actuar de la raza humana —replicó el Dictaminador, su tono cargado de la tristeza de siglos—. Puede que los caballeros negros no quieran nada de nosotros
ahora.
Pero llegará el momento en que sus líderes necesitarán hombres para aumentar las filas de sus ejércitos, o decidirán que esta isla sería un buen sitio para construir barcos, o precisarían situar una guarnición aquí. Un humano nunca es capaz de dejar nada en paz. Tiene que hacer algo con cualquier objeto que encuentra, darle algún uso, romperlo para ver cómo funciona, atribuirle algún tipo de significado o sentido. Y así será con nosotros. Volverán.

Viviendo siempre a solas, en aislamiento, los irdas no habían necesitado un organismo gubernamental, pero comprendían que era preciso que uno de ellos tomara decisiones en nombre de todos. En consecuencia, desde tiempos inmemoriales, siempre habían elegido a uno entre ellos que era conocido como el Dictaminador. A veces un hombre y a veces una mujer, el Dictaminador no era ni el más viejo ni el más joven, ni el más sabio ni el más astuto, ni el mago más poderoso ni el más débil. Era de un término medio, por lo que se esperaba que no tomara decisiones drásticas, sino que siguiera un curso comedido.

El actual Dictaminador había demostrado ser mucho más fuerte, mucho más agresivo que cualquiera de los Dictaminadores que lo habían precedido. Decía que era debido a los malos tiempos que corrían. Sus decisiones habían sido sabias o, al menos, así lo pensaba la mayoría de los irdas. Los que no estaban de acuerdo eran reacios a alterar la placidez de la vida irda, y por ello no habían dicho nada.

—En cualquier caso, no volverán en un futuro inmediato, Dictaminador —dijo la mujer que había sido uno de los observadores de la playa—. Vimos que su barco desaparecía en el horizonte y advertimos que la bandera que ondeaba en él era la de Ariakan, hijo del antiguo Señor del Dragón, Ariakas. Al igual que hizo su padre antes que él, es seguidor de la diosa oscura, la reina Takhisis.

—Si no fuera seguidor de Takhisis, entonces lo sería de Paladine. Y si no lo fuera de Paladine, lo sería de cualquiera de los otros dioses o diosas. Eso no cambia las cosas. —El Dictaminador se cruzó de brazos y sacudió la cabeza—. Repito que volverán. Aunque sólo sea por la gloria de su reina.

—Hablaron de guerra, Dictaminador, de invadir Ansalon. —Esto lo dijo el observador varón—. Sin duda eso los tendrá ocupados muchos años.

—¡Ah! ¿Ves? —El Dictaminador dirigió una mirada triunfal a la asamblea que lo rodeaba—. Guerra. Otra vez guerra. La razón por la que abandonamos Ansalon. Había esperado que aquí, al menos, estaríamos a salvo, sin que nos afectaran sus conflictos. —Suspiró hondo—. Al parecer, no ha sido así.

—¿Qué vamos a hacer?

Los irdas, separados, apartados los unos de los otros, intercambiaron miradas interrogantes.

—Podríamos abandonar la isla y marcharnos a otra, donde estuviéramos a salvo —sugirió uno.

—Abandonamos Ansalon y vinimos a esta isla —dijo el Dictaminador—, y no estamos a salvo en ella. No lo estaremos en ninguna parte.

—Si regresan, lucharemos contra ellos, los expulsaremos —dijo otro de los irdas, una muchacha muy joven, que acababa de alcanzar el Año de la Unicidad—. Sé que jamás, en toda nuestra historia, hemos derramado la sangre de otra raza, que nos hemos ocultado a fin de evitar matar a nadie, pero tenemos derecho a defendernos. Todos los seres de este mundo tienen ese derecho.

Los otros irdas, más maduros, miraban a la joven con la actitud de exagerada paciencia que los adultos de todas las especies adoptan cuando los más jóvenes hacen comentarios que ponen en evidencia a sus mayores.

En consecuencia, se llevaron una buena sorpresa cuando el Dictaminador dijo:

—Sí, Avril, lo que dices es cierto. Tenemos derecho a defendernos. Tenemos derecho a vivir la vida que hemos elegido: una vida de paz. Y yo digo que deberíamos defender ese derecho.

En su conmoción, varios de los irdas empezaron a hablar al mismo tiempo.

—¿No estarás sugiriendo que luchemos contra los humanos, verdad, Dictaminador?

—Por supuesto que no —respondió—. Pero tampoco sugiero que empaquetemos nuestras pertenencias y abandonemos nuestros hogares. ¿Es eso lo que queréis?

Uno de los presentes habló, un hombre conocido como el Protector y que de vez en cuando se había mostrado en desacuerdo con el Dictaminador. Consecuentemente, no gozaba de la simpatía de éste, que frunció el entrecejo cuando el Protector empezó a hablar:

—De todos los lugares en los que hemos vivido, éste es el más agradable, el más bonito, el más adecuado para nosotros. Aquí estamos juntos, aunque separados. Aquí podemos ayudarnos cuando es necesario, si bien conservamos el aislamiento. Será muy duro abandonar esta isla. Aun así... ya no parece igual ahora. Yo digo que deberíamos trasladarnos.

El Protector señaló con un ademán las pulcras, cómodas casas rodeadas de setos vivos y jardines floridos primorosamente cuidados. Los otros irdas sabían lo que quería decir con su gesto. Las casas eran las mismas, invariables por la magia que había sustituido la ilusión de las chozas de barro. La diferencia no era visible, pero podía sentirse, oírse, saborearse y olerse. Los pájaros, que por lo general estaban gorjeando y piando, guardaban silencio, asustados. Los animales salvajes, que deambulaban libremente entre los irdas, habían desaparecido en sus madrigueras o en las copas de los árboles. El aire estaba cargado del olor penetrante a acero y sangre.

La inocencia y la paz se habían corrompido. Las heridas pueden curarse, y las cicatrices desaparecen, pero el recuerdo perdura. ¡Y ahora el Dictaminador estaba sugiriendo que defendieran esta tierra! La sola idea resultaba espantosa. La propuesta de mudarse iba ganando adeptos, afianzándose.

El Dictaminador vio que tenía que dar un giro a su postura, cambiar de rumbo.

—No sugiero que nos pongamos en pie de guerra —dijo con un tono afable, tranquilizador—. La violencia no es nuestro estilo. He dedicado mucho tiempo a estudiar el problema, ya que presagié que nos sobrevendría un desastre. Acabo de regresar de un viaje al continente de Ansalon. Permitid que os cuente lo que he descubierto.

Los otros irdas contemplaron a su Dictaminador con expresiones de estupefacción. Vivían tan aislados los unos de los otros que nadie había caído en la cuenta de que su cabecilla había estado ausente, y mucho menos que hubiera corrido el riesgo de mezclarse con los del exterior. El semblante del Dictaminador se tornó grave y entristecido.

—Nuestra nave bendecida por la magia me llevó a la ciudad humana de Palanthas. Caminé por sus calles, escuché las conversaciones de la gente. Viajé desde allí hasta la plaza fuerte de los Caballeros de Solamnia, y desde allí a las naciones marítimas de Ergoth. Entré en Qualinesti, el país de los elfos. Invisible como el viento, me deslicé por las fronteras de la nación maldita de Silvanesti, recorrí las Praderas de Arena, pasé un tiempo en Solace, Kendermore y Flotsam. Por último, observé el Mar Sangriento de Istar y, desde allí, pasé cerca del alcázar de las Tormentas, que es de donde vinieron estos mismos caballeros negros.

»En cómputos humanos han pasado más de veinticinco años desde la Guerra de la Lanza. Las gentes de Ansalon esperaron que hubiera paz, una esperanza que era vana, como nosotros podríamos habérselo dicho. Mientras los dioses combatan entre sí, sus batallas se desbordarán al plano mortal. Con estos caballeros negros para combatir por ella, Takhisis es más poderosa que nunca.

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