Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
—¿Qué ha encontrado? —preguntó Pendergast.
Nora se quedó callada. ¿Convenía contarle lo del papel del vestido? Probablemente no tuviera importancia. Además, se lo habían quitado.
Arrancó de la libreta sus hojas de precipitados apuntes, y se la devolvió.
—Esta noche le pondré por escrito mis observaciones generales —dijo—. Parece que las vértebras lumbares de las víctimas están seccionadas a propósito. Tengo una en el bolsillo.
Pendergast asintió, y dijo:
—El polvo estaba lleno de cristalitos. Me he llevado unos cuantos para analizarlos.
—En los nichos, aparte de los esqueletos, había monedas de mil ochocientos setenta y dos, mil ochocientos setenta y siete, y mil ochocientos ochenta. Y algunos efectos personales metidos en los bolsillos.
—O sea, que el
terminus post quem
del yacimiento es mil ochocientos ochenta —murmuró Pendergast con voz grave, casi como si hablara solo—. Las casas del solar eran de mil ochocientos noventa y siete. Ya tenemos el
terminus ante quem
. Por lo tanto, la… mmm… situación tuvo que ocurrir en un margen máximo de diecisiete años.
En ese momento, a sus espaldas, se acercó una limusina negra cuyas ventanillas ahumadas reflejaban el sol, y de la que salió un hombre alto, que llevaba un elegante traje gris marengo. El hombre, a quien seguían varias personas, echó un vistazo general al solar, hasta que su mirada, lentamente, recayó en Pendergast. Tenía la cara alargada, los ojos muy separados, el pelo negro y unos pómulos tan altos y angulosos que parecían hechos a hachazos.
—Fíjese: el señor Fairhaven en persona, que viene para cerciorarse de que no haya más retrasos inoportunos —dijo Pendergast—. Me parece buen momento para marcharnos.
Abrió la puerta a Nora, y entró después de ella.
—Gracias, doctora Kelly. —Le hizo señas al chófer para que arrancara—. Mañana volveremos a vernos, y confío que en términos más oficiales.
Al meterse por el tráfico del Lower East Side, Nora le miró.
—Oiga, ¿y cómo se ha enterado de lo del yacimiento, si lo habían descubierto ayer?
—Tengo contactos. En mi trabajo son muy útiles.
—Me lo imagino. Hablando de contactos, ¿por qué no vuelve a llamar a su amigo, el jefe de policía? Seguro que le habría apoyado.
El Rolls se deslizó hacia East River Drive, con el ronroneo de su potente motor.
—¿El jefe de policía? —Pendergast la miró parpadeando—. No tengo el gusto de conocerle.
—Entonces, ¿a quién llamaba?
—A mi casa.
Y exhibió un asomo de sonrisa.
William Smithback junior esperaba, muy consciente de su aspecto, a la puerta del Café des Artistes. Los movimientos con que inspeccionaba la penumbra del interior hacían que se oyera el roce de la tela de su traje nuevo azul marino, pura seda italiana. Procuraba mantenerse erguido, disimulando su natural encorvamiento, y ostentar un porte digno, aristocrático. El traje de Armani le había costado una pequeña fortuna, pero, mientras esperaba en la entrada del local, supo que había valido la pena. Se sentía sofisticado, refinado, un poco a lo Tom Wolfe, aunque claro, al atuendo completo (sombrero blanco incluido) no se atrevía. El pañuelo de seda con paramecios que le asomaba del bolsillo era un toque simpático; quizá un poco llamativo, pero bueno, como escritor famoso que era (o casi: sólo con que el puñetero último libro hubiera escalado uno o dos peldaños más, habría entrado en la lista), podía permitirse esos toques. Se giró, esperando haberlo hecho con elegancia y naturalidad, y arqueó una ceja en dirección al maître, que se acercó enseguida sonriendo.
Era su restaurante favorito de toda Nueva York: rotundamente al margen de las modas, chapado a la antigua y con una comida sensacional. No le pasaba como al Le Cirque 2000, que se llenaba de gente de fuera de Manhattan. Además, el mural de Howard Chandler Christie daba el toque kitsch perfecto.
—¡Señor Smithback! ¡Qué alegría! Acaba de llegar su acompañante.
Smithback asintió con gravedad. Aunque se resistiera a admitirlo, daba mucha importancia a ser reconocido por el maître de un restaurante de primera clase. Habían hecho falta varias visitas, y varios billetes de veinte. Lo decisivo había sido el comentario sobre su posición en el
New York Times
, hecho como quien no quería la cosa.
Nora Kelly estaba sentada en una esquina, esperándole. A Smithback, como siempre, el mero hecho de verla le produjo una pequeña descarga eléctrica de placer. Aunque Nora ya llevara bastante más de un año en Nueva York, conservaba cierto aire como de estar fuera de lugar que hacía las delicias de Smithback. Además, parecía que nunca se le borraba el bronceado de Santa fe. ¡Qué curioso que se hubieran conocido en las peores circunstancias! Una expedición arqueológica a Utah que casi les había costado la vida a los dos. Entonces Nora no había hecho nada para disimular que le parecía un individuo arrogante y odioso, pero he aquí que a los dos años estaban a punto de irse a vivir juntos. Y que Smithback no se imaginaba un día sin ella.
Se sentó en la silla sonriendo. Nora estaba tan espléndida como siempre, con la melena cobriza cayendo por los hombros, sus ojos de color verde oscuro titilando a la luz de la vela, y las pecas de la nariz añadiendo el toque juvenil perfecto. La mirada de Smithback recayó en su ropa. Ese aspecto sí dejaba un poco que desear. ¡Por Dios, si estaba sucia!
—No te creerás el día que he pasado —dijo ella.
—Mmm.
Smithback se ajustó la corbata y se giró de manera casi imperceptible, exponiendo a la luz el corte elegante de una hombrera.
—Que no, Bill, que te juro que no te lo creerás. Ante todo, te aviso de que es confidencial.
Smithback se sintió un poco ofendido. Aparte de que Nora no se hubiera fijado en el traje, lo de la confidencialidad sobraba.
—Nora, entre nosotros todo es confidencial…
No tuvo tiempo de terminar.
—Primero el capullo de Brisbane me recorta el presupuesto un diez por ciento.
Smithback profirió un gemido de compasión. En el museo, las estrecheces económicas eran perpetuas.
—Y luego me encuentro en mi despacho a un tío rarísimo.
Smithback hizo otro ruido, mientras desplazaba muy ligeramente el codo y lo apoyaba junto al vaso de agua. Así Nora no tendría más remedio que fijarse en el contraste de la seda oscura con la blancura del mantel.
—Leyendo mis libros, el tío, como si fuera su casa. Parecía de una funeraria: traje negro, piel muy blanca… No de albino, ¿eh?, pero muy blanca.
Smithback empezó a notar una molesta sensación de
deja vu
, pero no le hizo caso.
—Ha dicho que era del FBI, y se me ha llevado al centro, a un solar en obras donde han descubierto…
La sensación volvió con toda su fuerza.
—¿Del FBI, dices?
Imposible. No podía ser el mismo.
—Sí, del FBI. Agente especial…
—Pendergast.
Ahora la estupefacta era Nora.
—¿Le conoces?
—¿Que si le conozco? Salía en mi libro sobre los asesinatos del museo. El que dijiste que habías leído.
—Ah, sí, es verdad.
Smithback asintió con la cabeza, demasiado absorto para estar indignado. Pendergast no había vuelto a Manhattan por diversión. Sólo aparecía cuando pasaba algo malo. A menos que lo malo lo trajera él. En cualquier caso, rezó por que no fuera tan grave como lo de la última vez.
Apareció el camarero y les tomó nota. Smithback, que había venido con ganas de tomarse un jerez bien seco, pidió un martini, pensando: Pendergast. Dios mío. Aunque le admirase, no le había apenado en absoluto verle marcharse a Nueva Orleans con su eterno traje negro.
—Descríbemelo —dijo Nora, apoyada en el respaldo.
—Es… —Smithback se quedó callado. Le faltaban las palabras, cosa rara en él—. Es poco ortodoxo. Un aristócrata del sur con mucho encanto y sobrado de dinero. Es de familia rica, creo que de industriales farmacéuticos, o algo por el estilo. La verdad, no sé qué vínculos tiene con el FBI. Parece que le den carta blanca para meter las narices en lo que le dé la gana. Trabaja solo, y es un hacha. Conoce a mucha gente importante. A nivel personal, no le conozco de nada. Es un enigma. Nunca sabes en qué piensa de verdad. ¡Caray, si por no saber no sé ni su nombre de pila!
—Pues no será tan influyente, porque hoy le han echado.
Smithback arqueó las cejas.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué quería?
Nora le contó su visita apresurada al osario del solar en obras, y acabó justo cuando les traían sus
quenelles
con colmenillas y trufa negra.
—Moegen-Fairhaven —dijo Smithback, mientras clavaba el tenedor en la mousse y liberaba un aroma celestial a almizcle y sotobosque—. ¿No son los que se metieron en líos por demoler aquel bloque de alquiler sin permiso y sin haber desalojado a los inquilinos?
—¿El de East First? Me parece que sí.
—Menuda gentuza.
—Justo al marcharnos llegaba Fairhaven en su limusina.
—Claro. ¿Y dices que vosotros ibais en Rolls? —Smithback no pudo aguantar la risa. Al investigar los asesinatos del museo, Pendergast se desplazaba en un Buick. El toque llamativo del Rolls debía de tener alguna utilidad, como todo lo que hacía Pendergast—. Al menos te has paseado a lo grande. Aunque, la verdad, no me parece un tema digno de que le interese a Pendergast.
—¿Por qué?
—Como yacimiento es de ordago, pero es verdad que tiene más de cien años. Un crimen tan antiguo, ¿por qué va a interesarle al FBI, o a cualquier otro cuerpo?
—Es que no es un crimen normal. Tres docenas de adolescentes asesinados, descuartizados y tapiados en un sótano. Es uno de los asesinatos en serie más grandes de la historia de Estados Unidos.
Volvió el camarero, y deslizó un plato frente a Smithback: solomillo a la pimienta poco hecho.
—¡Pero mujer —dijo él, levantando ansioso el tenedor—, si el asesino ya hace tiempo que está muerto! Es una curiosidad histórica. No te niego que periodísticamente sea un bombazo, pero sigo sin entender que le interese al FBI.
Notó que Nora le miraba con hostilidad.
—Te recuerdo que es confidencial.
—Casi es prehistoria, Nora, y daría para un magnífico artículo. ¿Qué tendría de malo pu…?
—Confidencial.
Smithback suspiró.
—Bueno, pues como mínimo, cuando lo cuentes, dame preferencia.
Nora sonrió.
—Ya sabes que tú siempre la tienes, Bill. Sobre todo para meterte en líos.
Smithback rió entre dientes y cortó un trozo de carne muy tierno.
—Bueno, a ver, ¿qué has encontrado?
—Poco. Algunas cosas en el bolsillo: monedas viejas, un peine, alfileres, cuerda, botones… Era gente muy pobre. Me he llevado algunas vértebras, una muestra de pelo y… —Titubeó—. Había algo más.
—Venga, dilo.
—Había un papel cosido en el forro del vestido de una de las chicas. Por el tacto parecía una carta. No se me va de la cabeza.
Smithback se inclinó.
—¿Qué ponía?
—He tenido que dejar el vestido antes de poder fijarme.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué sigue en el mismo sitio?
Nora asintió.
—¿Y qué harán con todo el material?
—Los huesos se los ha llevado el forense, pero dicen que el resto lo almacenarán. Les he visto muchas ganas de guardarlo en un rincón, y de que se pierda la pista. Cuanto más deprisa se lo saquen de encima, menos riesgo habrá de que lo califiquen como yacimiento arqueológico. He visto casos de constructoras que arrasan todo un solar sólo para estar seguros de que cuando lleguen los arqueólogos no quede nada para examinar.
—Pero es ilegal, ¿no? ¿No tienen la obligación de parar las obras si aparece algo importante?
—¿Y cómo demuestras que lo era, si no queda nada? En este país, los casos de promotoras que destrozan yacimientos arqueológicos salen a varias docenas por día.
Smithback masculló unas palabras de justa indignación, mientras progresaba con el solomillo. Tenía un hambre de lobo. El Café des Artistes no tenía rival para la carne, y además la servían con una guarnición abundante, como Dios manda, no como aquellas tonterías de la
nouvelle cuisine
, aquellas estructuras precarias de comida en el centro de un plato gigante, todo blanco, con churretes de salsa a lo Jackson Pollock…
—¿Qué sentido tiene que se cosiera la carta dentro del vestido?
Levantó la cabeza, bebió un trago generoso de vino tinto y se zampó otro trozo de carne.
—No sé. ¿Una carta de amor?
—Cuanto más lo pienso —dijo Nora—, más me convenzo de que podría ser importante. Como mínimo sería una pista para identificar los cadáveres. Si no, faltando la ropa y con el túnel destruido, es posible que no lleguemos a saberlo. —Le miraba muy seria, y con el primer plato intacto—. ¡Bill, te juro que lo que he visto era un yacimiento arqueológico!
—Ya, pero es lo que dices: casi seguro que ya lo han destrozado.
—Era tarde. El vestido lo he dejado en el nicho.
—Pues deben de habérselo llevado con todo lo demás.
—No creo. Lo he metido en una grieta del fondo. Iban con prisa. Es fácil que se les haya pasado por alto.
Smithback vio un brillo en los ojos color miel de Nora, y lo reconoció de otras veces.
—Ni se te ocurra —dijo enseguida—. Seguro que tienen el solar vigilado. Lo más probable es que haya más focos que en un escenario. Quítatelo de la cabeza.
El siguiente paso era pedirle que la acompañara.
—Tienes que venir conmigo. Esta noche. Necesito la carta.
—¡Si ni siquiera sabes que sea una carta! Igual es un resguardo de la lavandería.
—Es que un resguardo de lavandería ya sería una pista importante, Bill.
—Podrían arrestarnos.
—¡Qué coño te van a arrestar!
—¿Cómo que «te»?
—Yo distraigo al vigilante, y tú saltas la valla. Sería cuestión de pasar desapercibido. —A Nora cada vez le brillaban más los ojos—. Sí, eso: podrías disfrazarte de mendigo y fingir que hurgas en la basura. Si te pillan, en el peor de los casos te echarán.
Smithback estaba horrorizado.
—¿Un mendigo? ¿Yo? Ni hablar. De mendigo te disfrazas tú.
—No, Bill, no funcionaría. Yo tengo que hacer de puta.
El tenedor, con el último trozo de carne, se quedó a medio camino de la boca de Smithback.