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Authors: P. G. Wodehouse

Tags: #Humor

Locuras de Hollywood (20 page)

Tycho Brahe, el eminente sabio danés, medía el tiempo valiéndose de altitudes, cuadrantes, acimuts, rejillas, esferas armilares y reglas paralácticas, y la opinión generalizada en Dinamarca era que había resuelto completamente el problema. Por eso, cuando en 1863 salió Dollen con su
Die Zeitbestimmung Vermittelst des Tragbaren Durchgangsinstruments im Verticale des Polarsterns
—un bestseller en su día, del que posteriormente Rodgers y Hammerstein hicieron un musical llamado
Noratlántico
, título mucho más pegadizo—, y demostró que Tycho había equivocado todos sus cálculos por haber confundido un acimut con una esfera armilar cierta noche tras la cena anual de los antiguos alumnos de la Universidad de Copenhague, la cuestión volvió quedar envuelta en un mar de problemas.

La verdad es que no hay forma de medir el tiempo. Para Smedley, repantigado en su sillón de la terraza a la mañana siguiente, el tiempo parecía haberse detenido. La melancolía se había apoderado de él y cada plúmbeo instante transcurrido con lentitud exasperante semejaba una hora. Para Phipps, por el contrario, que salmodiaba alegres cancioncillas en el office, los dorados minutos pasaban a la carrera entre tralarás y gorgoritos. Jamás hubo en todo Beverly Hills, hasta la fecha, un mayordomo más risueño. Lord Topham había descrito el día anterior como el día más maravillosamente feliz de un alegre año nuevo; pero a Phipps le parecía que el presente relegaba al anterior al segundo puesto. Dios en las Alturas, y el mundo un paraíso: así lo sentía. Con un contrato de la Medulla-Oblongata-Glutz en un bolsillo, y un diario valorado en cincuenta mil dólares en el otro, ¿qué más podría desear un hombre?

Bueno… Atendiendo al estado de su cabeza tras la pasada noche, tal vez un alkaseltzer. Se levantó para prepararse uno. Y mientras lo apuraba, cantando entre sorbo y sorbo como el coro de bebedores de alguna ópera, su vista se detuvo en el reloj. ¿Cerca del mediodía ya? La hora del yogur del viejo Smedley.

Smedley tenía los ojos cerrados cuando el mayordomo salió a la terraza, por lo que no advirtió su presencia hasta que lo oyó hablar a su espalda:

—Buenos días, señor —dijo Phipps, y Smedley pegó un brinco tan alto como las colinas de los alrededores, en la medida en que puede hacerlo un hombre sentado.

—¡Oh! —dijo—. ¡Me ha sobresaltado usted!

—Así se le quitará el hipo, señor.

—Yo no tengo hipo.

—Lo lamento, señor. No lo advertí.

Smedley, que hasta entonces habla estado soñando despierto como tenía por costumbre, cayó en la cuenta ahora de que la voz que había roto sus ensoñaciones era la de la más notoria víbora del sur de California. Una víbora que dejaba chiquitas a todas las demás.

—¡Ah, es usted, víbora…! —dijo, poniendo en su saludo tal derroche de odio y aborrecimiento, tanto desprecio, disgusto y repugnancia, en su ceño fruncido, que habría hecho quitarse el sombrero al agente Morehouse, pese a ser éste un consumado especialista en la materia.

—¿Señor?

—He dicho víbora.

—Muy bien, señor. Su yogur, señor.

—Llévese esa porquería.

Joe y Kay llegaban en aquel momento a la terraza. Habían estado paseando por la rosaleda, enfrascados en un intercambio de puntos de vista. Kay decía que el amor lo era todo y que, mientras se tuvieran el uno al otro, nada de lo demás importaba. Para ella era suficiente saber que iba a casarse con Joe, porque Joe era —decía— un borreguito de suavísima lana. Joe, pese a reconocer que, en efecto, era un borreguito de suavísima lana, y admitiendo que el amor era algo fenomenal, tendía a argumentar que no estaba de más disponer de algo de pasta; con lo cual la conversación recayó de forma natural sobre Phipps, que tan vilmente había puesto lejos de su alcance aquella pequeña fortuna. Estaba deseando —decía Joe— tener unas palabras con Phipps. Por eso, al llegar y verlo en la terraza, tuvo esas palabras.

—¡Ah! —exclamó—. ¡Aquí está, vil sabandija, estafador, tramposo y trapacero!

—Buenos días, señor.

También Kay se mostró severa.

—Me asombra que no le dé vergüenza mirarnos a la cara, Phipps.

El mayordomo suspiró, apenado. Su innata caballerosidad se resentía ante la desagradable idea de haber ofendido involuntariamente a la Juventud y la Belleza.

—Siento haberme visto obligado a ocasionarle un disgusto, señorita; pero, como muy bien observó miss Shannon, era una necesidad militar. No se puede hacer una tortilla sin cascar huevos.

En su rostro se pintó una mueca. Las libaciones nocturnas lo habían dejado en un estado tal, que hubiera preferido no pensar para nada en los huevos. Su desayuno aquella mañana había consistido únicamente en una tostada y tres tazones de café solo; y hasta la propia tostada había sido un exceso.

Joe ya había pensado otra palabra.

—¡Es usted un lobo con piel de mayordomo!

—Sí, señor. Como diga el señor —respondió Phipps con deferencia. Luego se volvió a Smedley—. Si el señor persiste en su negativa a tomarse el yogur, no tendré más remedio que informar de ello a mistress Cork.

Smedley intentó, infructuosamente como siempre, chasquear los dedos.

—¡Esto por mistress Cork!

—Muy bien, señor.

—Puede ir a ver a mistress Cork y decirle, de mi parte, que la zurzan.

—Muy bien, señor. Tendré en cuenta sus instrucciones.

El mayordomo se retiró, aparentemente ajeno al hecho de que seis ojos lo taladraban por la espalda, mientras sus propietarios daban rienda suelta a sus sentimientos con palabras.

—¡Serpiente de cascabel! —dijo Smedley.

—¡Canalla! —dijo Joe.

—¡Reptil! —añadió Kay.

Aquello hizo que los tres se sintieran algo mejor, pero sólo un poquito, porque hasta para el más torpe era evidente que la crisis no reclamaba palabras, sino acción. Fue Smedley el primero en formular esta idea en palabras.

—Tenemos que hacer algo —dijo.

—Pero ¿qué? —preguntó Joe.

—Sí…, ¿qué? —insistió Kay.

El propio Smedley tenía que reconocer que ahí era donde fallaba su plan.

—Bueno —observó—, os diré una cosa. De nada sirve trazar un plan de acción sin contar con Bill. ¿Dónde está Bill?

—En la salita del jardín —dijo Kay—. La he visto al pasar. Creo que está trabajando en las
Memorias
de tía Adela.

—Vamos allá, entonces —propuso Smedley.

Si por él fuera, habría preferido no volver a pisar la salita, con todos sus ingratos recuerdos, pero, puesto que Bill estaba en ella, no había más remedio que ir. Era de todo punto necesario que la dirección de las operaciones fuera asumida cuanto antes por aquella mujer de fiar. Y pensó por un instante que, si Bill era capaz de concentrarse en las espantosas
Memorias
de Adela la mañana siguiente a una nochecita como la pasada, debía de ser realmente una mujer de hierro. Aquella idea lo animó. Porque hay ciertas situaciones en la vida en que tener al lado una mujer de hierro es justamente lo que a uno le hace falta.

Bill, fresca como una criatura recién despertada de su siesta —por lo menos hasta donde podía deducirse por su aspecto—, se hallaba sentada frente al escritorio y de charla con el dictáfono, como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo.

—«¡Ah, Hollywood, Hollywood! —decía—. Ciudad brillante llena de amarguras, donde engaña la fama y acecha la tentación, donde las almas se consumen en el horno del deseo y la belleza es destruida por la rueda cruel del pecado». Y si no era esto lo que los lectores querían, es que no sabía nada de nada. La historia de la vida de Adela era tan sumamente sosa, que era preciso introducir de cuando en cuando en ella comentarios como el anterior. En absoluto, como hubiera dicho lord Topham.

Al observar la procesión que entraba por la cristalera, Bill suspendió sus actividades.

—Hola, muchachos. ¡Cielos, Smedley!… ¡Pareces una reliquia salida del Arca! —exclamó, asombrándose al propio tiempo de las singularidades del corazón femenino, capaz de conservar intacto su amor por un hombre aun cuando la apariencia de éste sea la del resto de un naufragio. Porque al describir a Smedley como una reliquia del Arca estaba siendo generosa con él. En realidad, se parecía más a una de esas sobras enmohecidas de los cubos de basura, que un callejero que se precie desdeña con un gesto despectivo de la cabeza.

Smedley se molestó un poco. Sabía mejor que nadie que su apariencia carecía de la pulcritud habitual, pero, como Regiomontano, pensaba que había que tener en cuenta las circunstancias.

—¿Cómo quieres que esté? —protestó—. Llevo dos noches sin acostarme. Bill…, ¿qué podemos hacer?

—¿Con Phipps, quieres decir?

—Naturalmente que con Phipps. ¿En quién otro crees que podemos pensar?

Bill asintió comprensiva.

—Es un problema —admitió—. Antes de contratar los servicios de Phipps, tenía que haber pensado que es un hombre tremendamente astuto.

—Lo demandaré —exclamó Smedley—. Llevaré el caso al Tribunal Supremo.

—Hum…

—Sí —dijo Smedley desinflándose—, supongo que tienes razón. Pero, entonces…, ¿no hay nada que podamos hacer?

—¿No puedes obligarlo por la fuerza a devolver ese diario? —preguntó Kay.

Su propuesta agradó a Smedley. «Por ahí han de ir los tiros», se dijo. Y lo expresó en vo2 alta:

—Buena idea, sí. Intimidarlo. Meterle fósforos encendidos entre los dedos de los pies.

Pero Bill se sintió obligada a desmontar aquel sueño utópico.

—Mira, Smedley… No se pueden meter fósforos encendidos entre los dedos de los pies de un mayordomo inglés. Se limitaría a arquear las cejas y a dejarte helado con una mirada. Y tú te sentirías igual que si te hubiera sorprendido utilizando el tenedor equivocado. No… Lo único que cabe es apelar a sus buenos sentimientos. —Se levantó y llamó al timbre de servicio—. No os garantizo los resultados. Hasta donde todos sabemos, Phipps no tiene buenos sentimientos. —Miró a Joe solícita—. Te noto muy deprimido, Joe… ¿Bajo de ánimos, quizá?

—Tanto que podría pasar por debajo de una cucaracha.

—¡Pues arriba esa moral! Aún hay alegría en el mundo, aún tienes las risas felices de los niños y el canto de los ruiseñores.

—No, lo de los ruiseñores ya me está bien. Lo que pasa es que quiero casarme y no tengo más que diez dólares en el bolsillo.

Bill lo miró con sorpresa.

—¿Sólo diez dólares? ¿Qué ha sido de los mil que tenías? En la expresión de Joe se pintó cierto embarazo.

—Bueno, Bill… Te seré sincero. ¿Recuerdas ese garito, Perelli's, del que estuvimos hablando hace un par de días? Pues anoche, cuando se disolvió la reunión, pensé que debía dejarme caer por allí y ganar en seguida unos pavos.

—¿Los ganaste?

—Desgraciadamente, no. Pero todo tiene su lado bueno. Perelli sí los ganó.

—¿Te dejó sin blanca?

—Salvo diez dólares.

—¡Condenado escarabajo tragón! ¡Tú estás loco! Tiene razón Kay: no eres un
homme sérieux
.

Kay montó en cólera.

—Joe no es un escarabajo tragón loco! ¿Y qué quieres decir con eso de que no es un
homme sérieux
? Pienso que fue un bonito gesto por su parte ir a ese garito. No tiene la culpa de no haber ganado.

Bill no dijo nada. Aquello, evidentemente, era amor.

—Y, además, querido —siguió Kay—, no sé por qué te preocupas. Con lo que vive uno pueden vivir dos.

Bill la miró con admiración.

—Dices cosas magníficas, chiquilla. Si ésa es tu forma habitual de ser, Joe estará en el paraíso en vuestra casita.

—En nuestro arroyo, querrás decir —la corrigió Joe.

—Joe dice que tendremos que pasar hambre en el arroyo.

—No podéis —dijo Bill—. No hay arroyos en Hollywood. ¡Ah, Phipps, entre usted!

El mayordomo acababa de hacerse visible.

—¿Ha llamado la señora?

—Sí. Buenos días, Phipps.

—Buenos días, señora.

—¡Menuda nochecita la pasada!

—Sí, señora.

—Ninguna consecuencia desagradable, espero…

—Tengo un ligero dolor de cabeza, señora.

—Merecido. Debería usted mantenerse alejado del alcohol, Phipps.

—Sí, señora.

—Y, de todo lo demás, ¿qué me dice?

—¿Sobre qué tema en particular desea información la señora?

Su actitud no le pareció a Bill prometedora. En la vida había visto a nadie que se pareciera tan poco a un mayordomo susceptible de ser inducido con palabras melifluas a renunciar a un diario valorado en cincuenta mil dólares. Aun así, perseveró.

—Sobre el diario. ¿Lo recuerda? ¿No se le ha ido de la memoria?

—No, señora.

—Ahora que ha tenido tiempo de consultarlo con la almohada, ¿sigue pensando conservarlo?

—Sí, señora.

—¿Y venderlo y embolsarse el producto de la venta?

—Sí, señora.

—Bien…, no quiero herir sus sentimientos —dijo Bill—, pero usted debe de tener un alma negra como la camiseta de un estibador.

El mayordomo pareció más complacido que otra cosa. Un débil temblor en su labio superior mostró que, si no hubiera sido un mayordomo inglés, tal vez habría sonreído.

—Una imagen muy llamativa, señora.

—¿Se le ha ocurrido pensar que deberá responder algunas preguntas sumamente embarazosas sobre este episodio en el Día del Juicio?

—Sin duda, señora.

—¿Pero no le da miedo?

—No, señora.

Bill se rindió.

—Muy bien, Phipps. Puede usted retirarse.

—Como ordene, señora.

—¿Qué tenemos hoy en Santa Anita?


Betty Hutton
, señora, en la cuarta carrera.

—Gracias, Phipps.

—Gracias a usted, señora.

XVIII

La puerta se cerró. Bill encendió un cigarrillo.

—Bien… —dijo—, hice lo posible. Nadie puede hacer más. Cuando te enfrentas a Rocky Phipps, sabes realmente que has librado una buena pelea.

La puerta volvió a abrirse.

—Dispense, señora —dijo Phipps—. He omitido inadvertidamente comunicarle un mensaje que me encargó trasmitir mistress Cork. Mistress Cork les envía sus saludos y desearía que míster Smedley se reuniera con ella en la sala de proyección lo antes que pueda.

Smedley dio uno de sus rápidos pasos de baile.

—¡Cómo! ¿Qué quiere?

—Mistress Cork no me ha honrado con esta información, señor. Pero cuando la dejé estaba inspeccionando el interior de la caja de caudales…

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