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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

Lo que dicen tus ojos (44 page)

BOOK: Lo que dicen tus ojos
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Poco comieron. A Sofía se le había anudado el estómago a causa de la emoción; a Francesca, en cambio, se le había anudado a causa de la tristeza. Nando demostraba ser mucho más hombre que Kamal. Regresaba a una ciudad que tan vilmente lo había tratado en busca de la mujer que amaba, consciente de los escollos que tendría que sortear, pues no era poco enemistarse con los Martínez Olazábal. Por fin, Francesca expresó:

—Estoy feliz por vos, muy feliz —remarcó—. Sofi, contás con toda mi ayuda. Si no supe ayudarte aquella vez, en este momento haré todo lo que esté a mi alcance para que concreten su amor. Todo —dijo, y volvió a apretarle la mano.

—Por lo pronto diré que esta noche la pasaré contigo en lo de Fredo.

—Está bien-dijo Francesca, y no pudo evitar la envidia que la embargó. Ella también deseaba pasar la noche en los brazos de su amante.

—¿Puedo sentarme?

Sofía y Francesca levantaron la vista y se encontraron con Aldo. De pie, junto a la mesa, aguardaba una respuesta. Sus ojos no se apartaban de Francesca. Ella también le sostuvo la mirada y lo estudió detenidamente sin darse cuenta. Descubrió una resolución en su actitud que la sorprendió; lo encontró atractivo, bien vestido, el pelo prolijamente peinado; en su cercanía, la alcanzó el mismo perfume a lavanda que había usado en tiempos de Arroyo Seco. Ese Aldo en nada se parecía a la imagen alcoholizada y melancólica descrita por Sofía en sus cartas. Francesca se puso de pie resueltamente y sacó de su bolso algunos billetes que dejó sobre la mesa.

—Nos vemos esta noche en lo de mi tío Fredo —dijo, mientras se colocaba el abrigo.

—Francesca, por favor —suplicó Aldo—. No te vayas aún. Necesito hablar contigo.

—No tenemos nada que decirnos —expresó ella, con dominio.

—Francesca, por favor —terció Sofía.

—Al menos —sugirió Aldo— deja que te acompañe hasta el periódico.

Volvieron a mirarse fijamente. Francesca no quería dar la impresión de albergar por el un mal sentimiento; hacía tiempo que lo había perdonado. Quizá no se trataba de perdón sino de olvido e indiferencia. Asintió y partieron juntos. Durante el primer tramo no hablaron. Francesca se sentía incómoda porque no tenía nada que decir. Aldo, en cambio, parecía complacido de tenerla cerca. Sus ojos la contemplaban de soslayo y reprimía las ganas de cogerle la mano. Finalmente, habló:

—Estás más hermosa que nunca.

—Gracias.

—¿Hace ya dos meses que regresaste, verdad?

—Sí, ya casi dos meses.

—¿Y por qué lo hiciste? —quiso saber Aldo, y Francesca lo miró por primera vez—. Me refiero a por qué regresaste. ¿No te gustaba tu trabajo en la embajada?

—Al contrario, me gustaba mucho.

—¿Entonces?

—Debí hacerlo. Dadas las circunstancias, fue lo más conveniente.

—¿Circunstancias? —repitió Aldo, pero Francesca se mantuvo callada—. ¿Qué clase de circunstancias? —insistió—. ¿Haberte enredado con un príncipe de la dinastía de Arabia, por ejemplo?

—No exactamente —replicó ella, y un acento duro le dominó la voz al expresar—: No por haberme
enredado
con un príncipe de la dinastía Al-Saud sino por haberme enamorado perdidamente de él.

Caminaron en silencio las últimas cuadras. Casi al llegar al edificio del periódico, Aldo se atrevió a manifestar:

—A mí no me importa.

—¿Qué no te importa?

—A mí no me importa que hayas amado a otro.

Se detuvieron a la entrada de
El Principal.
Francesca quería despedirse rápidamente y desembarazarse de Aldo, pero él seguía allí, frente a ella, mirándola con una ternura que no se animó a lastimar.

—Debo regresar a la oficina —dijo.

—Sí, sí, claro —aceptó él.

Francesca extendió la mano para despedirlo, pero Aldo la envolvió con sus brazos y le susurró cerca del oído:

—Aún sigo amándote. Nunca pude olvidarte. Aún sigo amándote locamente.

—Aldo, soltame.

—Perdón —dijo él, y se apartó.

Francesca quiso entrar en el edificio, pero él la retuvo por la muñeca.

—No te dejaré ir hasta que prometas que cenarás conmigo esta noche.

—No puedo. Tu hermana viene a dormir a casa de mi tío Fredo esta noche.

—Mañana por la noche entonces.

—Mañana por la noche estará bien —dijo, y entró.

Al día siguiente, apenas Francesca llegó a la oficina, sonó el teléfono. Nora, la secretaria de Fredo, tapó el auricular con una mano y susurró con una mueca de desconcierto:

—Es Aldo Martínez Olazábal.

Francesca dejó su escritorio y atendió el llamado.

—Hola.

—Hola —respondió él; se notaba en el timbre de su voz que estaba nervioso—. Disculpa que te moleste tan temprano en tu trabajo.

—Está bien, no te preocupes.

—Ayer nos despedimos tan rápidamente que no tuve tiempo de decirte que te pasaré a buscar por lo de tu tío a las ocho de la noche. Ya reservé para comer en Luciana, un restaurante de pastas que está en el Cerro de las Rosas. ¿Te parece bien?

—Sí, muy bien. A las ocho estaré lista. Nos vemos —y colgó.

Nora la miró con ojos inquisidores y Francesca se sacudió de hombros.

—No es lo que crees —advirtió.

—No sé qué creer —confesó la secretaria.

—Si no lo enfrento y le aclaro de una vez y por todas cómo es la situación, nunca me dejará en paz.

—En eso tenés razón —admitió Nora, y volvió a su trabajo.

En realidad, a Francesca la movía el resentimiento. Ella pensaba: «Si Al-Saud pudo deshacerse de mí tan fácilmente y olvidarme como si yo fuera un trasto, yo también podré hacerlo». Aldo Martínez Olazábal se presentaba como el medio más oportuno para conseguirlo. Le importaba un comino que fuera casado y que hubiera decidido pavonearse con ella en Luciana como si se tratara de su prometida. Ella quería probarse, tantearse, ¿hasta dónde llegaría? El rencor la volvía descarada y, sobre todo, desaprensiva. Había encontrado a Aldo mejor de lo esperado. Por cierto, muy distinto en su estilo al de Al-Saud, tan rotundamente hombre. Aldo conservaba un vestigio adolescente; sus facciones eran aún juveniles y sus ojos de mirada tierna le daban la pauta que, a diferencia de su relación con Kamal, ella sería la dominante y Aldo, el dominado.

Como había prometido, Aldo pasó a buscarla a las ocho. No lo invitó a subir y le indicó que bajaría en breve. A Fredo no le agradaba en absoluto aquella salida.

—Espero que tu madre no se entere de que has vuelto a las andanzas con el joven Martínez Olazábal.

—No te preocupes —dijo Francesca—, nada de lo que imaginas va a ocurrir. Sólo quiero aclarar debidamente las cosas con él.

—Hacé todo lo que tengas que hacer —expresó Fredo—, sólo evita aquello que te perjudicará.

—Ah —suspiró Francesca, mientras se colocaba el abrigo—. ¿Cómo saber cuáles son las decisiones que nos benefician y cuáles las que nos perjudican?

—Todos sabemos bien diferenciar unas de otras.

—Tenés razón. La cuestión es hacerle caso a nuestro raciocinio cuando nuestro corazón nos dicta lo opuesto. Yo sabía que no debía involucrarme con Aldo y lo hice. También sabía que no debía involucrarme con Al-Saud y lo hice. En ambas ocasiones salí lastimada.

—Con más razón —insistió Fredo—. Ahora ya sabes que no siempre tenés que hacerle caso a tu corazón.

—Ah —volvió a suspirar—, es que es tan lindo, tío.

Fredo la besó en la frente, y Francesca lo abrazó. Aldo la aguardaba apoyado en su automóvil. Al verla, le dedicó una sonrisa pura, como de niño feliz, y Francesca experimentó la misma ternura y compasión que él solía despertarle en el pasado. Ella también le sonrió y le permitió que la besara en la mejilla. Aldo le entregó un ramillete de violetas.

—Una vez me dijiste que eran tus preferidas.

Francesca asintió con la mirada en las pequeñas flores, y no se atrevió a mencionarle que eso había sido antes de conocer las camelias. Colocó el ramillete en el broche que llevaba en la solapa del abrigo. El aroma resultaba muy agradable. Aldo abrió la puerta del acompañante y Francesca subió.

—El lugar que elegí para cenar va a encantarte, ya verás.

—¿No te molesta que nos vean juntos? —preguntó Francesca, con naturalidad.

—En absoluto.

No volvieron a referirse al matrimonio de Aldo, ni directa ni indirectamente. La velada transcurrió de manera placentera, como si se tratara del reencuentro de dos amigos de la infancia. Francesca le hablaba de su vida en Ginebra, de los avatares de su jefe, de la simpatía de Marina y él, de su trabajo en las estancias de los Martínez Olazábal, de la sorpresa que había significado descubrir cuánto le agradaba la vida de campo y de qué modo había mejorado la relación con su padre.

—Somos lo que nunca fuimos —explicó—: amigos.

—Me alegro —manifestó Francesca, con sinceridad; levantó la copa y pronunció—: Por tu padre.

—Por mi padre.

Aldo dejó la copa sobre la mesa y miró a Francesca con aire sombrío.

—Tengo una mala noticia que darte —dijo—. Mi padre vendió a Rex.

—Ya lo sé.

—¿Ya lo sabes? ¿Te lo dijo Sofía?

—Sofía no lo ha mencionado aún; supongo que no se atreve. Lo supe por otra fuente.

—Pagaron una fortuna por él, creo que más de lo que valía. Pero dice don Cívico que el hombre se mostraba empecinado y ofreció una suma difícil de rechazar. Yo no me enteré sino hasta que la operación se había concretado. De caso contrario, la habría impedido.

—Al-Saud lo compró para mí —expresó Francesca, muy suelta, y Aldo la miró, abiertamente confundido.

—Entiendo que Al-Saud es el príncipe que conociste en Arabia.

—Sí, es él. Envió a uno de sus agentes para tratar con tu padre la compra de Rex simplemente porque a mí me gustaba.

—Debió de amarte mucho para haber hecho algo así —admitió, con el ánimo descompuesto.

—No lo suficiente —adujo Francesca, y enseguida añadió—: ¿Pedimos la cuenta?

Ya en la calle, Aldo la recostó sobre el coche y la besó. Se trató de un beso tranquilo y sosegado, carente de la pasión que los había asaltado durante las tardes en Arroyo Seco, pero que de ningún modo la llevó a pensar que ese hombre no sería capaz de hacerla gozar. Le gustó la manera en que la besó; descubrió a un nuevo Aldo, seguro y confiado. Pero no pudo evitar la comparación; surgió naturalmente mientras los labios de él acariciaban los suyos y sus manos se metían bajo su abrigo y le apretaban la cintura. En ese momento, Francesca añoró los besos de Kamal, que siempre habían conseguido sorprenderla; en ocasiones lo había hecho con agresividad, en otras con pasión, a veces con mansa ternura; como en todo, él había marcado el paso y ella lo había seguido ciegamente.

—Te deseo —susurró Aldo—, quiero estar contigo.

—No estoy preparada para eso —confesó Francesca, y se separó de él.

—¿Aún piensas en ese árabe?

—No —mintió.

—¿Es que te molesta que siga casado? Quiero que sepas que anoche le dije a Dolores que quería separarme.

—No lo hagas por mí-dijo Francesca—. Creo que no volvería con vos aunque siguieras soltero.

—Aún pensás en ese hombre —insistió él, y pateó la rueda del auto.

—No se trata de él, no se trata de vos. Se trata de mí. Necesito un tiempo para mí. Aún no estoy lista para volver a entregarme a otro hombre. Sufrí demasiado, Aldo. Tenés que comprender que aún no estoy lista. No me siento segura.

Aldo apoyó su frente sobre la de Francesca y le acarició la mejilla. Segundos después, Francesca se dio cuenta de que lloraba.

—Dame una esperanza —le suplicó—. Muero de amor por vos y, cuando pienso que serías mi esposa si no hubiese sido por mi cobardía, siento deseos de pegarme un tiro.

—¡No digas eso!

—Dame una esperanza —repitió.

—Dame tiempo —pidió ella a su vez.

—Te doy mi vida.

Resultó muy conveniente que, días más tarde de la cena en Luciana, Aldo partiera a la estancia en Pergamino. Francesca culpaba a las copas de
chianti
y al ambiente romántico y distendido por el comportamiento de esa noche; le había dado falsas esperanzas cuando siempre había sabido que entre ella y Aldo nada volvería a ser como en Arroyo Seco. De todos modos, admitía que se había tratado de una velada agradable en la que descubrió que el amor se había convertido en un profundo cariño. La posibilidad de una amistad entre ellos no tenía por qué ser una quimera. Sofía opinaba lo contrario.

—Le pidió a Dolores la separación, a pesar de echarse a mi madre en contra. Y lo ha hecho porque vos regresaste. Él no quiere ninguna amistad con vos, Francesca. Él te quiere como su mujer.

—Eso no puede ser.

—Entonces, te ruego que seas clara con él y no lo ilusiones. Se fue a Pergamino creyendo que, a su regreso, le darás el sí.

—¿Cómo van tus cosas con Nando?

—Viento en popa.

Al menos Sofía era feliz. Quizá no debía desanimarse por completo, tal vez la vida se trataba de eso, de ciclos, algunos felices, otros amargos. Ella vivía su peor momento; ya vendría un tiempo mejor. A veces la asaltaba la urgencia de abandonar Córdoba nuevamente. Su espíritu inquieto se sentía prisionero en un sitio que no tenía mucho para brindarle. Los meses en el extranjero y las experiencias vividas la habían vuelto exigente. No se conformaba con la quietud y la vida rutinaria de Córdoba; la encontraba acotada y aburrida, colonial y austera, conservadora y cruel. Empezó a meditar seriamente en mudarse a Buenos Aires. Lo comentó con su tío Fredo.

—Creí que estabas conforme con tu trabajo en el periódico —se decepcionó—. Ahora que ya has publicado tu primer artículo y has recibido una buena crítica, pensé que querías dedicarte a esto.

—Quiero dedicarme a esto —ratificó Francesca—, sólo que no aquí. Córdoba me ahoga, tío. No me siento a gusto.

—Es por Aldo, que ha comenzado a perseguirte de nuevo, ¿verdad?

—En absoluto. Es por mí.

—No sé cómo lo tomará tu madre.

—Vos la convencés de cualquier cosa —aseguró Francesca, risueña—. Nadie tiene una ascendencia sobre ella como la que vos tenés.

—¿Qué decís? —se incomodó Fredo—. ¿Yo, una ascendencia sobre tu madre?

—Sí. ¿Acaso no te has fijado que todo lo que
Alfredo
dice es palabra santa? ¿No te has fijado la cara de boba que pone cuando te ve y con la cara de boba con que te escucha hablar? Yo creo que está enamorada de vos.

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