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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

Lo que dicen tus ojos (11 page)

Aun así, a medida que pasaban los días, Francesca se reconciliaba con la idea de su viaje a Arabia Saudí. «Después de todo», se dijo, «tío Fredo tiene razón: debo considerar este viaje como una oportunidad del destino y no como un revés».

Capítulo Siete

A finales de septiembre, después de un viaje eterno y agotador, Francesca, llegó a Riad. De Ginebra había partido en tren rumbo a Francfort, donde se embarcó en un avión que aterrizó tras diez horas de viaje en Jeddah, la segunda ciudad del reino saudí. Allí debió permanecer un buen rato a causa de una demora en el vuelo, intimidada por los hombres con tocados que la miraban con cara de pocos amigos. Su avión dejó Jeddah y en dos horas arribó a la capital.

Al entrar en las instalaciones del aeropuerto y sentirse realmente en tierra árabe, experimentó una emoción, mezcla de inseguridad ante lo desconocido y de curiosidad por lo novedoso, que le provocó un vuelco en el estómago. «¿Cómo he venido a terminar yo en Arabia?», se preguntó, y no supo si reír o gritar. Miró a su alrededor y le costó creer que la civilización árabe hubiese sido brillante en la antigüedad. Poco quedaba de su antigua gloria.

Tomó la maleta y siguió al resto del pasaje, pues no había carteles indicadores. Una sala espaciosa se abrió frente a ella y la gente se dispersó lentamente, en silencio. Quedó sola, a la espera.

—¿Señorita De Gecco?

La voz suave llegó desde atrás. Dio media vuelta y se topó con un par de ojos oscuros que la escrutaban de arriba abajo. Ella había elegido con cuidado su vestimenta que, sin embargo, parecía no bastarle a aquel hombre envuelto en una túnica de algodón blanco, con la cabeza cubierta por un paño de tela del mismo tono, ajustado con un grueso cordón. De rostro enjuto y moreno, encontró dificultad en calcularle la edad, pero decidió que rondaría los cuarenta.

—Sí, yo soy Francesca De Gecco —aseguró, y estiró la mano.

El árabe, en cambio, se llevó la suya al corazón, luego a los labios, a la frente y, extendiéndola hacia delante, terminó con una leve inclinación. Francesca recordó, entonces, el ancestral saludo de los beduinos que aún constituían gran parte de la población peninsular, hombres sin gobierno ni legislación, hijos de las eternas arenas, que temen a Alá y a su profeta Mahoma, que sólo respetan la autoridad del jefe de la tribu y a las leyes del desierto, que, con sus inclemencias, les marca la ruta a seguir estación tras estación en un peregrinaje sin descanso. Aún en el siglo XX seguían formando parte del invariable paisaje con sus caravanas de hombres, mujeres, niños, camellos y bultos.

—Siento que su vuelo se haya retrasado —dijo el hombre en un francés mal pronunciado, pero de impecable gramática—. Debe de estar cansada. Mi nombre es Malik bin Kalem Mubarak. Desde ahora, su chófer y servidor. —Tomó el equipaje de Francesca y agregó—: Debemos pasar por la oficina de acreditaciones. Serán sólo unos minutos.

En la oficina, tres hombres vestidos con camisa y pantalón caqui y el ineludible tocado de paño, conversaban animosamente en árabe. Se callaron de inmediato al reparar en Francesca. Malik tomó la palabra y uno de los árabes le respondió de mala manera; polemizaron y Francesca temió que hubiese algún problema con su admisión.

—Señorita —dijo Malik—, desean revisar su equipaje. No logro hacerles entender que usted es miembro de la embajada. Es que aún no está lista la documentación. Sólo será una revisión de rutina.

Francesca depositó el bolso de mano sobre la mesa y Malik hizo lo propio con la maleta. Dos guardias se encargaron de revisarlos; el que parecía el jefe se concentró en el pasaporte. Revolvían la ropa sin consideraciones y se reían de los perfumes, las cremas y demás efectos. Francesca se esforzó por mantener la calma y no provocar una escena el primer día en Arabia. El que revisaba la maleta tomó el libro de pintura clásica, regalo de despedida de Marina, lo hojeó rápidamente y habló con dureza a Malik, mientras sacudía el libro en el aire.

—Señorita —volvió a decir Malik—, no podrá entrar en la ciudad con este libro. Es a causa de las imágenes humanas que contiene. El Sagrado Corán lo prohíbe.

«Empezamos bien», ironizó Francesca, y apretó los puños para no arrancarle el libro de las manos. «¡Retrógrados!».

—¿Es absolutamente necesario? —preguntó, de mal modo.

—El Corán lo prohíbe, señorita —insistió Malik.

Terminó por ceder, y vio cómo su hermoso libro terminaba en el fondo de un cajón. Los guardias le devolvieron sus revueltas pertenencias y Malik le indicó la salida sin mirarla. En el camino hacia la embajada, Francesca, cómodamente ubicada en la parte trasera del Mercedes Benz que los llevaba, se concentró en el paisaje y pensó que viajaba por el túnel del tiempo.

Riad era, sin lugar a dudas, una ciudad perdida en el tiempo. Sus calles, la mayoría de ripio o toscos adoquines, laberínticas y angostas, corrían a través de edificaciones sobrias, sin lujo, viejas aunque bien mantenidas, de fachadas grises o rojizas, eternamente envueltas en una nube de polvo de la cual parecían no poder librarse. «¡Qué oscuras deben de ser por dentro!», se dijo al observar que sólo tenían dos o tres ventanas pequeñas protegidas por rejas que parecían de filigrana. Cada tanto, una imponente mezquita alteraba el monótono paisaje urbanístico.

Malik no hablaba. Molesto por lo del libro con figuras humanas, se preguntaba qué necesidad había de contratar a una mujer como asistente del embajador. Ciertamente, no le gustaban «los infieles», hombres o mujeres por igual, pero habría preferido a uno de su sexo y no a una joven llena de bríos, con la impudicia y el descaro de Occidente pintados en el rostro. Le parecía un sacrilegio que personas de otras religiones se atrevieran a entrar en la tierra donde había nacido el profeta Mahoma.

El paisaje cambió al ingresar en el barrio diplomático. Las construcciones sobrias y orientales dieron lugar a pequeños palacetes y mansiones al mejor estilo parisino, rodeadas por parques y limitadas por rejas.

—Hemos llegado —anunció Malik.

El automóvil cruzó el portón y se adentró en un parque bien cuidado, aunque pobre en plantas y flores. Palmeras datileras flanqueaban el camino hasta el pórtico y constituían el mayor atractivo. Malik le abrió la puerta y la ayudó a descender Se aproximó una mujer menuda con sonrisa agradable que la desembarazó del bolso de mano.

—Bienvenida, señorita —dijo en francés, y sonrió amistosamente—. Mi nombre es Sara. Yo me encargo de las cuestiones domésticas de la embajada.

Malik pasó con la maleta y Sara indicó a Francesca el camino de la entrada.

—Es un gusto tenerla aquí entre nosotros —prosiguió—. Estoy feliz de que otra mujer forme parte de la embajada, porque salvo Yamile, la cocinera, y yo, el resto son hombres. Somos pocos en realidad.

Sara le produjo una buena impresión.

—Debe de estar agotada —dijo, mientras la acompañaba escaleras arriba—. Es un viaje interminable. A este lado está su dormitorio; espero que sea de su agrado.

—Seguro lo será-dijo Francesca.

—El señor embajador —continuó Sara, y abrió una puerta—, pase, por favor, éste es su dormitorio. El señor embajador estuvo esperándola, pero, como usted se retrasó, no pudo aguardarla y partió a un compromiso.

—En Jeddah hubo una demora —explicó Francesca.

—Sí, sí, entiendo. En este país siempre hay demoras —acotó Sara, e hizo un gesto de resignación—. En fin, el señor embajador dejó dicho que la verá esta noche, a su regreso. Antes de su siesta, ¿no le sentaría bien un baño?

—Sí, me complacería mucho.

Después de bañarse, se tendió en la cama, fijó la vista en el cielo raso y volvió a preguntarse: «¿Cómo diantres llegué aquí?».

Mauricio Dubois, el embajador argentino en Arabia Saudí, no tenía más de treinta y cinco años. Alto y delgado, la figura un tanto desgarbada, poseía, en cambio, las maneras de un caballero, un tono suave de voz que siempre serenaba a Francesca, y la mirada franca de un hombre bondadoso.

A diferencia del cónsul, rara vez había que recordarle sus compromisos u obligaciones, conocía a la perfección los asuntos de la embajada y le gustaba preocuparse por el bienestar de sus empleados. Con el tiempo, Francesca llegó a admirarlo con la misma devoción que a Fredo. Le gustaba su personalidad tranquila y conciliadora; sus modos serenos, aunque firmes, cuando marcaba un error; la paciencia al enseñar y los tiempos que se tomaba para meditar. De cultura vasta, nunca alardeaba de ella y parecía apenarse cuando Francesca se lo mencionaba.

—Te asombras porque yo sé mucho de los árabes, pero date un tiempo y llegarás a saber tanto como yo.

—Lo dudo, señor —replicaba Francesca.

El día que se conocieron, aunque Dubois trató de ocultarlo, Francesca se dio cuenta de que se hallaba sorprendido, molesto, quizá, por su juventud.

—¿Cuál es tu edad? —preguntó, mientras hojeaba los antecedentes.

—Veintiuno, señor —dijo Francesca, sin visos de cobardía.

Mauricio levantó la vista y la contempló seriamente. Expresó que no había tenido tiempo de leer con detenimiento su currículo a causa de los incontables compromisos durante las primeras semanas en Riad; aclaró, no obstante, que estaba al corriente de sus talentos.

—Yo te habría necesitado aquí en agosto —prosiguió el embajador—, pero hubo una demora. En tu lugar iban a enviar a otra persona, y en el último momento, no sé por qué, te designaron. Sé que estabas trabajando en el consulado de Ginebra. Espero que el cambio no te haya disgustado. Pese a las grandes diferencias que tienen con nosotros, los árabes son una civilización fascinante que te agradará conocer.

«Sí, claro», pensó con ironía al recordar el episodio con su libro de arte clásico. Estuvo a punto de mencionárselo, pero optó por callar, inclinada a pensar que el embajador lo tomaría como una torpeza de su parte. Le extendió, en cambio, una carta de recomendación del cónsul.

—«La señorita De Gecco —leyó Dubois en voz alta— es capaz e inteligente. Conoce su trabajo a la perfección y rara vez es necesario recordarle alguna situación o responsabilidad». Veo que tu ex jefe te tiene en gran estima; supongo que debe de lamentar la pérdida. Pues bien, lo siento por él, pero yo estoy complacido de que te nos hayas unido. Debes saber que, salvo el personal de servicio, que es árabe, tú, el encargado de los asuntos financieros, el agregado militar y yo constituimos toda la embajada. No voy a mentirte, Francesca, tu trabajo no será fácil ni liviano. No sólo te desempeñarás como mi asistente privada, sino que, en más de una oportunidad, harás las veces de secretaria de ambos delegados. Sin excluir, obviamente, que la responsabilidad de los asuntos protocolares y de ceremonial recaerán en ti, esto es, organizar veladas, reuniones, indicarme las visitas que hay que devolver y cómo se supone que debo actuar. Espero no haberte abrumado ni atemorizado.

—En absoluto —respondió Francesca, y el embajador la miró con complacencia.

Semanas más tarde, Francesca tenía la sensación de haber trabajado junto a Mauricio Dubois durante mucho tiempo. La certeza de que su jefe también se encontraba a gusto con ella la tranquilizaba como nada, pues, aunque paciente y de buenos modos, era exigente y detallista; daba las órdenes con minuciosidad, repetía los conceptos y no se enfadaba si se le preguntaba cinco veces lo mismo, sin embargo, a la hora de evaluar los resultados pretendía que fueran óptimos.

«La reunión con el cónsul de Francia, el almuerzo en el Ministerio del Petróleo, atender la correspondencia atrasada... ¡Dios mío!», exclamó Francesca, «tendrá que dividirse en dos para cumplir con todo». Trató de reacomodar la agenda y distribuir las actividades en el resto de la semana, a sabiendas de que los días siguientes se encontraban tan recargados como ese lunes.

A ella misma la esperaba una jornada dura. La ayuda de Sara, Yamile —la cocinera—, y Kasem —el chófer del embajador—, le resultaban inestimables. Había congeniado desde un principio con los tres: Sara, dulce y serena, le recordaba a su madre; Yamile, una joven algo distraída y atolondrada, pero voluntariosa y dispuesta, la divertía con sus ocurrencias; y el viejo Kasem, bonachón y complaciente, no parecía árabe a su juicio. Albergaba otros sentimientos por Malik; le molestaba su mirada taimada y su mal gesto, como si continuamente le reprochase algo, y prefería arreglárselas sin él. Sus palabras en el aeropuerto: «Mi nombre es Malik bin Kalem Mubarak. Desde ahora, su chófer y servidor», obviamente, habían sido un formalismo. Lo de chófer, Francesca lo había revocado de facto. Evitaba salir, obligada como estaba a envolverse en la calurosa y negra
abaaya,
el manto negro con el que las árabes se envuelven de la cabeza a los pies. Si no le quedaba alternativa, optaba por dirigirse a Kasem. Con el tiempo, Malik se ocupó de trámites y encargos del embajador o de los agregados con quienes parecía trabajar más a gusto, y pasaba gran parte del día fuera de la embajada. Francesca lo habría hecho poner de patitas en la calle de no saber que se trataba de un recomendado de la Casa Al-Saud, la dinastía que reinaba en Arabia desde 1932.

—Permiso, señorita, ¿puedo pasar?

—Sí, Sara, entra.

—Acaba de llegar esto para usted —indicó, y le extendió un paquete.

—Por favor, Sara —pidió Francesca, mientras tomaba el envoltorio—, llámame por mi nombre y tutéame. Trabajaremos juntas durante largo tiempo y se me hace más fácil si dejamos los formalismos de lado.

Sara levantó la vista y le respondió con una sonrisa infantil que contrastó en medio de ese rostro arrugado y curtido por el tiempo.

—¿Cómo es que Kasem, Yamile y tú habláis tan bien el francés?

—Kasem y yo somos argelinos. Nuestra patria es una colonia francesa desde 1847. En 1954, tras la primera insurrección contra la dominación francesa, la situación política y social se volvió compleja y peligrosa para Kasem. Kasem es mi compañero —explicó la mujer—. Debimos escapar de Argelia; la policía francesa lo perseguía y... en fin, yo tenía familiares en Arabia y decidimos cobijarnos aquí. En cuanto a Yamile, trabajó durante muchos años para la esposa del embajador belga; ahí aprendió el francés, aunque a balbucearlo, como usted... digo, como habrás notado.

Francesca se deshizo del envoltorio y descubrió que se trataba de su libro de arte clásico. En vano buscó una esquela.

—¡Qué extraño! —comentó en voz alta—. Me incautaron este libro cuando llegué a Riad porque contenía figuras humanas y ahora me lo devuelven.

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