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Authors: Graham Brown

Lluvia negra (3 page)

—Hábleme de ese muro —pidió ella.

Culaco continuó, con un apresuramiento nervioso en su voz:

—Los
nuree
dijeron que lo habían levantado los guardianes de los Indele, los hombres de las sombras. Dijeron que está hecho con los huesos de los que desaparecen, los huesos de los tomados.

—Pero usted no vio ese lugar, ¿verdad?

Culaco negó con la cabeza.

—Los
nuree
no quisieron llevarnos. Dijeron que si seguíamos adelante, los Indele nos tomarían y también pondrían nuestros huesos en el muro. Así que fuimos en la otra dirección… que, de todos modos, era por donde estaban los mejores árboles.

Danielle examinó la piedra de nuevo. La cara frontal estaba desgastada y envejecida, pero la parte de atrás y los bordes estaban astillados y aguzados, como si recientemente hubiera sido arrancada de una pieza mayor. Supuso que eso exactamente había hecho Culaco: se había llevado el trozo a escondidas, sin que nadie más lo supiera.

Le presionó para lograr más información, pero a cada nueva pregunta las respuestas de Culaco se hacían más breves. Y supuso que tendrían que pagar, antes de hacer la pregunta que realmente deseaban que les contestase. Inclinándose hacia atrás en su silla y sonriendo serenamente, se volvió hacia Moore:

—Cariño —le dijo—. Creo que deberías pagarle a este hombre…

Moore tenía todo el aspecto del esposo resignado cuando se volvió hacia Culaco y suspiró:

—De acuerdo —dijo—. Le daré quinientos dólares por todo el lote.

Una sonrisa satisfecha se extendió por el rostro de Culaco, pero de todos modos hizo una contraoferta:

—Un millar. El jade vale quinientos, y la piedra otros quinientos.

Ahora la piedra ya vale algo.

Moore clavó sus ojos en Danielle, recriminándole lo que les costaba su entusiasmo.

—Ochocientos —dijo, volviéndose hacia Culaco—. Que es más de lo que valen, tengo que añadir. Pero hago esa oferta con una condición: que no le cuente a nadie lo que nos ha vendido… que no le hable a nadie de las piedras grises… ni de esa mayor que hay en la jungla. ¿Trato hecho?

Culaco asintió lentamente con la cabeza.

—Bueno —dijo Moore, y en un momento hubo colocado siete billetes nuevecitos en la mano de Culaco, tendiéndole el octavo pero manteniéndolo aferrado—. Una cosa más. Si quisiera ver dónde encontró esas piedras… ¿podría mostrarme cómo llegar allí?

Culaco apartó la vista, pensando.

—Sí —dijo entrecortadamente—. Sí, podría mostrárselo…

Moore le entregó la última parte del pago.

—En ese caso, seguiremos en contacto.

Culaco dobló la pequeña fortuna que le había tocado en suerte y se la guardó. Se levantó, le estrechó la mano al estadounidense y luego se marchó. Una vez se hubo perdido de vista, Moore se volvió hacia Danielle. Ésta sabía bien lo que se le venía encima.

—Tu entusiasmo nos pone entre la espada y la pared —le dijo, y señaló a la piedra—. Y cuando tienes una cosa como ésa entre las manos, ni loca se la devuelves al maldito vendedor.

—Lo sé —le contestó ella—. Y sé que no debería portarme de ese modo. Pero mira esto…

Se lo entregó.

—Mira los glifos.

Moore tomó la piedra y la sostuvo con el brazo extendido, bizqueando concentradamente, antes de rendirse y volver a colocar las bifocales que colgaban alrededor de su cuello en su lugar correcto: sobre su nariz.

—Jeroglíficos —comentó—. Precolombinos. Por su estilo parecen olmecas o mayas.

—Echa una mirada al ángulo superior derecho —le dijo ella—. ¿Reconoces ése?

Moore estudió el glifo.

—La misma marca que vimos en la bandeja:
Xibalba
.

Ella alzó las cejas. Si tenía razón, ésta era la primera prueba real que hallaban, y también lo más que se habían aproximado a poder localizar alguno de los lugares que había descrito Blackjack Martin en sus locos diarios.

—Difícil de creer, ¿no? —comentó.

—Sí —aceptó él—, muy difícil.

Ella señaló a las demás marcas de la piedra.

—¿Qué te dicen esas otras…?

Moore las miró más de cerca.

—Es algún tipo de pájaro —señaló a una pluma que pudiera haber sido una cresta—. Un pájaro real tal vez. No estoy seguro.

—¿Alguna idea de lo que significa?

—No —dijo alegremente, volviendo a colocar la piedra delante de ella y sonriendo como el gato que se ha comido al canario—. Pero apostaría a que tu estimado profesor McCarter será capaz de decírtelo, en cuanto llegue. Y cuando digo decírtelo, quiero decir que sólo te lo va a decir a ti.

Danielle le miró enfurruñada, no muy segura de haberle escuchado bien.

—¿De qué estás hablando? —él se explicó.

—Me temo que ha habido cambios: Gibbs me llama de regreso a Washington y, a pesar de todos mis esfuerzos, no he logrado hacerle cambiar de idea.

Gibbs era el director de Operaciones del NRI. El hombre que, para empezar, les había mandado allí. A Danielle nunca le había gustado Gibbs demasiado, pero hasta ahora al menos le había resultado tolerable.

—Dime que bromeas —le pidió.

Moore negó con la cabeza.

—Me temo que no. Yo me vuelvo y tú te quedas aquí. De ahora en adelante, este circo es todo tuyo —señaló a la piedra—. Y venga de donde venga eso, de ahora en adelante te tocará a ti encontrar la derruida ruina de la que sacaron esos cristales Blackjack Martin y sus amigos nativos.

Tomó aliento antes de añadir:

—Y al parecer, lo vas a tener que hacer sola.

CAPÍTULO 2

Danielle miró a Arnold Moore, con los ojos desorbitados por el asombro. Aquel hombre había sido su mentor casi desde que había entrado en el NRI. También era uno de los pocos hombres de los que se fiaba en el peligroso y extraño mundo en el que operaba el Instituto. La idea de que, súbitamente, se le negase su asistencia en medio de una operación crítica la ponía furiosa.

—¿Por qué? —preguntó—. De todos los momentos posibles, ¿por qué ahora? Quiero decir ahora que finalmente estamos haciendo progresos…

—Nuestro director tiene sus razones —le replicó Moore imperturbable—. Como siempre.

—Ilumíname —le pidió ella, usando uno de los términos favoritos de Moore.

Moore inspiró profundamente y se quitó las gafas de leer.

—Tengo sesenta y tres años —le recordó—. Soy jodidamente demasiado viejo como para ir correteando por la jungla en busca de ciudades perdidas. Y debo añadir que ése es un trabajo más propio para los jóvenes y los incautos.

Alzó las cejas.

—Y tú pareces entrar en, al menos, una de esas categorías —siguió—. Además, Gibbs conoce perfectamente mi aversión por las serpientes, los mosquitos y las ranas venenosas. Espero que lo que esté tratando de hacer sea salvarme de todas esas cosas.

—Eso es pura caca de vaca, Arnold. McCarter tiene cincuenta y siete, Polaski anda por la cincuentena, y tú le has estado suplicando a Gibbs que nos mandase adonde están las serpientes y las ranas prácticamente desde el primer día que llegamos aquí —sus ojos le miraron más fijamente, como para impedirle ocultar algo—. Dime la verdadera razón.

Moore hizo como que sonreía.

—En primer lugar, Gibbs cree que ya estás preparada, y tiene razón… lo estás. Ya hace tiempo que lo estás, pero de un modo egoísta yo te he estado reteniendo. Y en segundo lugar, está preocupado. Cree que nos estamos acercando, pero teme que alguien esté aún más cerca. Y sobre todo teme que ese alguien ya pueda tener gente operando por aquí.

Ella ya estaba muy harta de soportar a Gibbs y su paranoia. La operación estaba siendo llevada a cabo tan sigilosamente que ni tenían un equipo, solamente contaban con un presupuesto miserable y debían usar canales no estándar para las comunicaciones.

—Imposible —afirmó—, la única gente que siquiera conoce la historia somos tú, él y yo.

—Sí —aceptó Moore en voz queda—, sólo nosotros tres.

Mientras digería lo que estaba sugiriendo, lo que Gibbs había dicho sin pronunciar las palabras, su rostro volvió a traicionarla una vez más.

—Eso si que no lo voy a soportar. Si cree que…

Moore la interrumpió:

—Naturalmente no lo dijo, pero seguro que se lo pregunta. Ya no confía en mí: discutimos demasiado. Además, cree que ahora tú eres la carta más alta: eres joven y ambiciosa, y llevar a buen término un proyecto como éste podría afianzar tu carrera. Yo, por otra parte, ya no soy tan joven y podría no estar tan inclinado a arriesgar mi cuello, y otras partes corporales, en lo que puede que tan sólo sea una misión estúpida y sin resultados. Incluso podría ver esto como una posibilidad de jubilarme con algo más que la pensión del gobierno. Y, desde luego, eso es algo que no puede permitirse pasar por alto.

—Todo eso es ridículo —aseguró ella.

—Las cosas no son tan malas —insistió Moore—. Él tiene una zanahoria con la que tentarte… una que a mí ya no me importa: un ascenso. Si sacas adelante esto te convertirás en toda una directora de Operaciones de Campo, con un grupo de agentes regionales trabajando a tus órdenes. Así que ahí lo tienes: ¡es una oportunidad de demostrar lo que vales!

—Eso es aún más caca de vaca —le contestó ella, con énfasis—. Ninguno de los otros directores de Operaciones de Campo ha tenido que hacer algo así para conseguir un ascenso.

El rostro de Moore se tornó serio, pero aún parecía amable.

—Eres más joven que ellos, y eres la única, a tu nivel, que no has venido directamente desde la CIA. Ésas son dos desventajas, y el hecho de que seas una persona cercana a mí es otra más. Con ese tipo de historial, siempre vas a tener que esforzarte más. Tendrás que ganarles a los otros sólo para poder estar a su nivel. Así que puedes elegir: o tomas este trabajo y lo llevas a buen fin, o puedes dimitir… volver a Estados Unidos y confirmarle a Gibbs aquello que, de todos modos, ya piensa de ti: que eres una buena segundona, pero que jamás serás una líder.

Ella apretó los dientes, pues esa sugerencia la ponía furiosa. Como mucho ese proyecto era un puro palo de ciego, algo en lo que, sin duda, Gibbs esperaba que ella fracasase. Pero no tenía intención de fracasar. Y, por muy irritada que en general se sintiese por el súbito cambio, no podía negar que sentía una cierta excitación ante la perspectiva de ser finalmente puesta al mando. Durante los pasados años, Moore y ella habían trabajado casi como compañeros iguales; pero, aunque no fuera culpa de él, lo cierto es que era Moore el que siempre recibía los parabienes por los éxitos de ambos. Y, si podía llevar esta misión a cabo, les haría ver que se equivocaban, probaría su valía, les demostraría de una vez por todas, a Gibbs y al resto de ellos, que era una fuerza con la que había que contar.

—Sabes jodidamente bien que no voy a dimitir —le dijo ella—. Pero te prometo una cosa: cuando vuelva a Washington llevando esa cosa en la mano, voy a ir directa al despacho de Gibbs y se la voy a meter por el culo.

Moore sonrió.

—Compraré una entrada en primera fila para verlo.

Moore hacía bien el papel del buen soldado, pero ella podía notar su ira y frustración: estaba claro que no le hacía ninguna gracia que lo dejasen a un lado. Y sabía que, dentro de poco, lo obligarían a jubilarse. En ese momento ella sería su legado, y estaba decidida a no dejarlo en mal lugar.

Al otro lado de la mesa, el rostro del hombre se puso más serio.

—El caso es que las cosas se han puesto más peligrosas —le dijo—. Y no sólo porque ahora andarás por ahí sola. Para empezar, esta mañana hemos perdido nuestro transporte: el tipo con que habíamos hablado me dijo que tenía otro chárter. Le ofrecí superar lo que le estuvieran pagando, pero está claro que no quiere tener nada que ver con nosotros. Eso significa que, en una semana, nos hemos quedado sin porteadores y sin transporte.

—Y no es una coincidencia —añadió ella.

Al menos uno de los porteadores que habían contratado había sido atacado y le habían dado una buena paliza, mientras que el resto simplemente habían desaparecido.

Moore colocó sus gafas en una funda dura y la cerró con un chasquido.

—No, no lo es —se metió la funda en el bolsillo del pecho de su chaqueta—. De todos modos, no importa mucho: Gibbs iba a reemplazarlos muy pronto. Ha mandado venir a un equipo que él ha elegido, y no son locales.

—¿A quién? —preguntó ella.

—Gente peligrosa —le contestó él—. Todos ellos: son de seguridad privada y los comanda un tipo llamado Verhoven, un sudafricano que, por lo que he oído, tiene una buena reputación. Ha ido y vuelto a lugares horrendos: Ruanda, Somalia, Angola… Llegará pasado mañana con todo su equipo. Y además hay un piloto con el que Gibbs quiere que hables: un estadounidense llamado Hawker. Es conocido aquí en Manaos, pero se pasa buena parte del año fumigando campos desde el aire, para los dueños de una plantación de café que está a unas horas en coche desde aquí.

—¿Y qué está haciendo aquí?

—Era de la CIA —le contestó—. Al parecer lo echaron.

Ella era siempre suspicaz, pero esta vez por una buena razón:

—¿Y por qué lo usamos nosotros?

Moore sonrió como un chacal, pero no le contestó. No era preciso.

—¿Tan bajo hemos caído?

—Gibbs ya no se fía de nadie. Quiere gente sin conexiones con el Instituto. Cree que eso los hace estar limpios, y tiene razón… al menos al principio. Eso no significa que alguien no se la pueda jugar más tarde, pero al menos le da algo de tranquilidad.

Mientras Moore tomaba un sorbo de agua, Danielle se dio cuenta de que había vuelto al papel de mentor. Supuso que aquellos iban a ser los últimos consejos que recibiese por un tiempo.

—¿Cuál es su tapadera? —preguntó.

—No tienen tapadera: Hawker ya está aquí, y Verhoven y su grupo vienen pasando por encima de la verja, no a través de ella.

—¿Y qué autorización de información tienen?

Moore agitó la cabeza.

—Nadie está autorizado a conocer lo que tú sabes —le dijo—. Pueden saber lo de las piedras, las ruinas, la ciudad que andas buscando. Todo lo que sea obvio. Pero fuera de eso han de seguir a oscuras, pase lo que pase. No tengo que recordarte lo importante que esto puede llegar a ser.

—Lo importante que Gibbs cree que esto puede llegar a ser —le corrigió ella—. Si es que tiene razón…

—La tiene —le dijo sin tapujos Moore—. De un modo u otro, tiene razón respecto a esto. La pasada semana llegaron los resultados de las pruebas, confirman la presencia de gas tritio retenido en la trama del cuarzo. Esos cristales estuvieron implicados de alguna manera en una reacción de bajo nivel. Fusión fría, indudablemente. ¿Quieres cambiar el mundo? Pues tenemos que averiguar cómo funciona eso y por qué. Y, para lograrlo, primero tienes que encontrar la fuente de esos cristales. —Se dio la vuelta y miró río arriba—. Ha de estar por allá, en alguna parte. Probablemente con los espíritus, el muro y los Indele.

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