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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

Latidos mortales (3 page)

El último sobre era de papel de manila amarillo y tenía un número escrito con letras grandes; reconocí enseguida la letra e inmediatamente se me revolvieron las tripas. La letra era perturbadora; tan perfecta como esas láminas que hay en las clases de las guarderías y tan neutra como las notas de una conferencia de un profesor de lengua.

Mi nombre.

Mi dirección.

Nada más.

No tenía ninguna explicación racional, pero esa letra escrita a mano, me asustó. No sabía qué era lo que había disparado mis instintos, a no ser que fuera la peculiar ausencia de cualquier rasgo distintivo o imperfecto. Por un segundo pensé que me había puesto así sin ninguna razón, que seguro que era un tipo de fuente de letra impresa, pero no: había una floritura en la última letra de «Dresden» que no coincidía con las otras enes. La floritura también parecía perfecta. Estaba allí intencionadamente para hacerme ver que aquello no había sido escrito por un humano ni por una impresora láser de Wal-Mart.

Dejé el sobre sin abrir en la mesa del centro y lo miré fijamente. Era fino y el contenido no lo deformaba, lo cual quería decir que, como mucho, tenía unas hojas de papel. Y eso significaba que no era una bomba. Bueno, para ser más preciso, no era una bomba de alta tecnología, lo cual sería completamente inútil si la intención era usarla contra un mago. Un explosivo de baja tecnología habría sido suficiente, pero no existían unos tan pequeños.

Por supuesto, aquello nos dejaba los medios místicos de ataque. Levanté mi mano izquierda y la dirigí hacia el sobre, intenté alcanzarlo con mis poderes mágicos, pero no podía desplegarlos. Con una mueca me quité el guante de cuero de la mano izquierda, dejando a la vista mis dedos plagados de cicatrices. Me había quemado tanto la mano el año anterior que el médico que me examinó me recomendó la amputación. No le dejé que me cortara la mano, principalmente por la misma razón por la que todavía conduzco mi viejo Volkswagen Escarabajo: porque es algo mío, es mi centella.

Pero mis dedos se habían convertido en algo desagradable a la vista, en realidad eso ocurría con la mano izquierda en general. Ya no tenía movilidad en ellos, pero los estiré todo lo que pude para sentir la energía de la magia moviéndose alrededor del sobre una vez más.

Creo que podría haberme dejado puesto el guante. El sobre no tenía nada raro. Nada de bombas trampa.

Bueno, bien. Ya basta de esperas. Cogí el sobre con mi débil mano izquierda, lo abrí y lo vacié sobre la mesa.

Había tres cosas en el sobre.

La primera era una foto de ochenta por diez, en color, en la que salía Karrin Murphy, directora del grupo de Investigaciones Especiales del Departamento de Policía de Chicago. Sin embargo, no estaba de uniforme ni vestía ropa de trabajo. Llevaba una chaqueta de la Cruz Roja, una gorra de béisbol y, en la mano, sostenía una escopeta recortada escupiendo fuego; un modelo ilegal. En la foto se podía ver también a un hombre, de pie, cubierto de sangre desde la cintura hasta los pies. Una larga vara de acero le sobresalía por el pecho, como si hubiese sido atravesado por ella. El torso y la cabeza estaban desdibujados con líneas oscuras y manchas rojas. La escopeta apuntaba justo a la zona emborronada.

El segundo artículo también era una foto. En esta salía Murphy sin gorra y de pie encima del cadáver del hombre. También aparecía yo en el marco, salía mi cara de perfil. El hombre era un renfield, una criatura psicótica y violenta que era humana solo en el sentido más estricto de la palabra. Claro que si nos ponemos tiquismiquis, aquella foto era una prueba irrefutable de su asesinato.

Murphy, yo y un mercenario llamado Kincaid habíamos ido a la caza de un nido de vampiros de la Corte Negra, liderados por una vampira mortal llamada Mavra. Sus subordinados habían luchado con mucho arrojo. Me quemé gravemente la mano cuando Mavra entró en juego, pero tuve suerte de que solo fuera eso. Al final, rescatamos a los rehenes, descuartizamos algunos vampiros y matamos a Mavra. O por lo menos, matamos a alguien que creíamos que era Mavra. En retrospectiva, parecía extraño que una vampira, famosa por su imbatibilidad, se hubiese lanzado a nosotros desde su ruinosa fortaleza de ceniza y brasas para ser decapitada. La verdad es que había tenido un día tan largo que me había sentido muy dispuesto a creérmelo.

Tratamos de ser todo lo escrupulosos que pudimos en el ataque. Como resultado, salvamos algunas vidas que podríamos no haber salvado de haber arremetido contra ellos sin precaución. Pero hubo un momento en que aquel renfield se acercó tanto a mí que a punto estuvo de cortarme la cabeza. Por eso lo mató Murphy. Y alguien la había fotografiado haciéndolo.

Me quedé mirando las fotos.

Las habían hecho desde diferentes ángulos. Eso significaba que alguien más había estado en aquella habitación en aquel momento.

Alguien a quien ni siquiera habíamos visto.

La tercera cosa que había caído en la mesita de centro era un trozo de papel escrito con la misma letra del sobre. Lo leí:

Dresden:

Me gustaría reunirme contigo y te propongo pactar una tregua mientras tenga lugar nuestro encuentro. Te doy mi palabra de honor de que la mantendré. Veámonos esta tarde, a las siete en punto en tu tumba del cementerio de Graceland. Si no lo haces, me veré obligada a llevar a cabo acciones que resultarán ciertamente desafortunadas para ti y para tu amiga policía.

Mavra

En el tercio final de la hoja de la carta había un mechón de pelo rubio pegado. Puse la foto al lado de la carta.

El pelo era de Murphy.

Mavra tenía a Murphy en su punto de mira. Y con estas fotos de ella cometiendo un delito, y nada menos que conmigo a su lado, ayudándola e incitándola, podría hacer que la echaran de la policía y la pusieran a servir copas en cuestión de horas. Pero lo del mechón de pelo era algo mucho peor. Mavra era una gran hechicera y podía llegar a ser tan fuerte como un mago de gran categoría. Con un mechón del pelo de Murphy podía actuar virtualmente contra ella como le diera la gana, y no habría nada que pudiera hacerse para evitarlo. Mavra podría matarla. Podría hacerle algo peor que matarla.

No tardé mucho en decidirme. En el ambiente sobrenatural se podía confiar en una tregua propuesta bajo palabra de honor, especialmente entre las personas del Viejo Mundo, como Mavra. Si proponía una tregua para que pudiésemos hablar, lo decía en serio. Quería hacer un trato.

Miré de nuevo las fotografías.

Quería pactar y ella negociaría desde el lado del poder. Es decir, me iba a chantajear, y si yo no colaboraba, Murphy podía darse por muerta.

2

El perro y yo fuimos a mi tumba.

El cementerio Graceland es famoso. Aparece en casi todas las guías de Chicago, y hasta puede que también se hable de él en intemet. Es el cementerio más grande de la ciudad y uno de los más antiguos. Está rodeado por unos muros muy sólidos y sobre él hay un sinfín de historias de fantasmas y guardianes de las sombras. Las tumbas que hay dentro son, desde terrenos normales con sencillas lápidas, hasta réplicas a tamaño real de templos griegos, obeliscos egipcios, estatuas de mamuts e incluso una pirámide. Se trata del Las Vegas de los cementerios. Y mi tumba está en él.

Tal cementerio no está abierto por la noche. La mayoría no lo están y hay una razón para ello. Todo el mundo sabe la razón, pero nadie lo comenta. No es porque haya muertos en ellos. Es porque hay personas que no están muertas del todo. Los fantasmas y las sombras perduran en los cementerios mucho más que nadie, especialmente en las ciudades más antiguas del país, donde los camposantos más viejos y más grandes se sitúan justo en el medio de las urbes. Por esta razón se construyen esos muros alrededor, aunque solo midan un metro: no son para que la gente no entre, son para evitar que salga lo que hay dentro. Los muros tienen una especie de poder en el mundo de los espíritus. Estas paredes que rodean los cementerios están, casi siempre, impregnadas del callado esfuerzo por mantener los dos mundos, el de los vivos y el de los no vivos, sentados a diferentes lados de la mesa comunal.

Las puertas se hallaban cerradas y había un vigilante en una pequeña construcción, demasiado maciza para llamarla cabaña pero demasiado pequeña como para llamarla de otra manera. Ya había estado allí otras veces y sabía bien cómo entrar y salir por la noche si fuera necesario. En la esquina nordeste de la valla había un montículo de gravilla que habían dejado los obreros que estaban trabajando en la carretera. Se elevaba lo suficiente, al lado del muro, como para que hasta un hombre con una sola mano y un enorme y desgarbado perro pudiesen colarse por allí.

Entramos, Ratón y yo. El perro, por muy grande que fuese, seguía siendo un cachorro, y tenía unas patazas descomunales para un cuerpo tan delgado. Había sido esculpido a la misma escala que las estatuas que hay en las puertas de los restaurantes chinos, aunque con un amplio y poderoso pecho y con una cantidad ingente de fuerza en el hocico. Su pelaje era oscuro, de un gris casi uniforme, con manchas negras en la punta de sus peludas orejas, del rabo y de las patas. Ahora parecía un poco torpe y desgarbado, pero dentro de unos cuantos meses habría ganado músculo y se convertiría en un verdadero monstruo. ¡Y vaya si me gustaba la compañía de mi monstruo personal para acudir a una cita con una vampira en mi propia tumba!

La encontré cerca de la tumba de una niñita famosa llamada Inés que había muerto hacía un siglo. El sepulcro de la pequeña tenía una estatua encima. Ya la había visto antes y se parecía mucho a la Alicia original del libro de Carroll: un querubín ataviado con un auténtico vestido victoriano. Supuestamente, el fantasma de la niña adoptaba el cuerpo de la estatua y corría y jugaba no solo entre las otras tumbas, también por el vecindario. Yo nunca la había visto.

Pero… la estatua no estaba.

Mi tumba es una de las más humildes que hay por allí. También está de pie y abierta, el noble vampiro que me la compró la había colocado para que permaneciese así. Me había conseguido un ataúd en estado permanente de emergencia, algo parecido al presidente con el
Air Force
One, solo que un poco más mórbido:
«Dead Force One»
.

Mi lápida es una piedra vertical de sencillo mármol blanco y tiene una inscripción en letra capital con incrustaciones de oro: «Harry Dresden». Y también, taraceado en oro, un pentáculo, una estrella de cinco puntas dentro de un círculo, que es el símbolo de las fuerzas mágicas contenidas dentro de la voluntad humana. Y más abajo hay algo más: «Murió haciendo lo correcto».

Es un lugar demasiado cargado de desasosiego para ir de visita.

Es decir, todos vamos a morir. Sabemos eso a nivel intelectual. Nos lo imaginamos a menudo cuando somos jóvenes, y nos da tanto miedo que nos intentamos convencer de que seremos inmortales al menos una década más.

A nadie le gusta pensar en la muerte, pero es inevitable. No importa lo que hagas, no importa que practiques mucho ejercicio, que te tomes tu alimentación muy en serio, que medites, reces o que dones mucho dinero a la Iglesia. Hay una única verdad, insensible y cruel, a la que se enfrentarán todos los habitantes de la Tierra: llegará un día en el que todo termine. Un día el sol saldrá, el mundo girará, la gente seguirá sus rutinas diarias y tú ya no estarás allí. Te habrás paralizado y te habrás quedado frío.

Y a pesar de todas las creencias religiosas, de los testimonios de aquellos que vivieron experiencias cercanas a la muerte y de las invenciones de los contadores de historias, la muerte sigue siendo un auténtico misterio. Nadie sabe, a ciencia cierta qué es lo que pasa después, si es que hay un después. Todos nos enfrentamos ciegos a lo que sea que haya ahí fuera, más allá de la oscuridad.

Muerte.

No puedes escapar.

Vas a morir.

Es un hecho amargo y horrorosamente cierto, pero créeme, se ve todo desde un nuevo prisma de colores y texturas cuando te encuentras frente a tu propia tumba abierta.

Me quedé allí de pie, entre las silenciosas lápidas y las placas conmemorativas, tan sobrias y estrafalarias a la vez, con la luna de finales de octubre sobre mi cabeza. Hacía demasiado frío para que los grillos cantasen, pero el ruido del tráfico, las sirenas, las alarmas de los coches, los aviones que sobrevolaban, la música lejana… el pulso de Chicago me hacía compañía. La niebla había salido del lago Míchigan como hacía tantas noches, pero esta vez se mostró excepcionalmente densa y, cual enredadera, se fue extendiendo entre las tumbas y las piedras. Había una silenciosa y penetrante tensión en el aire, un tipo de energía sosegada muy frecuente a finales de otoño. Halloween casi había llegado y las fronteras entre Chicago y el mundo de los espíritus, el Más Allá, estaban extremadamente debilitadas. Podía sentir sombras inquietas merodeando por el cementerio, desperezándose en la envolvente niebla y probando el aire cargado de energía; aunque la mayoría de ellas demasiado débiles como para que el ojo de un mortal pudiese apreciarlas.

Ratón se sentó a mi lado con las orejas hacia delante y en alerta, moviendo la mirada con mucha concentración. La atención que ponía hacía que fuese obvio el hecho de que podía ver esas cosas que yo solo podía sentir vagamente. Pero lo que fuera que estuviese ahí fuera, no lo molestaba. Se sentó a mi lado en silencio, contento de poder apoyar su cabeza bajo mi mano enfundada.

Llevaba puesto mi guardapolvo de cuero, cuya capa me llegaba casi hasta los codos, mis pantalones de faena, un jersey y unas viejas botas de combate. Tenía mi arsenal mágico en la mano derecha, un largo y macizo trozo de roble esculpido a mano con runas y diferentes sellos dibujados a lo largo de él. Y el pentáculo de plata de mi madre colgado de una cadena alrededor del cuello. Mi piel cicatrizada apenas podía sentir el brazalete de plata con minúsculos escudos colgado de mi muñeca izquierda, pero estaba allí. Varios dientes de ajo, atados en una gran ristra, descansaban en mi bolsillo y me rozaban la pierna cada vez que cambiaba de postura. El conjunto de útiles raros podría parecer completamente inocuo a los ojos de alguien despreocupado, pero suponía un arsenal mágico que me había sacado de muchos problemas.

Aunque Mavra me había dado su palabra de honor, tengo muchos otros enemigos a los que les encantaría pegarme un tiro, así que no iba a ofrecerme como objetivo fácil. Aunque allí de pie, en la oscuridad de aquel cementerio con tantas presencias, estaba empezando a ponerme cada vez más nervioso.

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