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Authors: Jeffrey Eugenides

Las vírgenes suicidas

 

En menos de un año y medio, las cinco hermanas Lisbon, adolescentes entre trece y diecisiete años, se suicidaron. Los jovencitos del barrio habían estado siempre fascinados por esas inalcanzables jóvenes en flor, atraídos por esa casa de densa femineidad enclaustrada, y las primeras muertes no hicieron sino ahondar el misterio y el espesor del deseo.

Jeffrey Eugenides

Las vírgenes suicidas

ePUB v1.0

rosmar71
01.09.12

Título original:
The Virgin Suicides

Jeffrey Eugenides, 1993.

Traducción: Roser Berdagué

Foto: Jerry Bauer

Diseño/retoque portada: Winfried Báhrle

Editor original: rosmar71 (v1.0)

ePub base v2.0

 

-1-

La mañana en que a la última hija de los Lisbon le tocó el turno de suicidarse —esta vez fue Mary y con somníferos, como Therese—, los dos sanitarios llegaron a su casa sabiendo exactamente dónde estaba el cajón de los cuchillos y el horno de gas y dónde la viga del sótano en la que podía atarse una cuerda. A nosotros nos pareció que, como siempre, salían demasiado lentamente de la ambulancia, mientras el gordo decía en voz baja:

—Que no es la tele, tíos, aquí no hay que correr. Cargado con el pesado respirador y la unidad cardiaca, pasó entre los arbustos, que habían crecido monstruosamente, y cruzó el descuidado césped que trece meses atrás, cuando empezó todo, estaba pulcro e inmaculado.

Cecilia, la pequeña —no tenía más que trece años—, fue la primera en hacer el viaje: se cortó las venas, como los estoicos, mientras tomaba un baño, y cuando la encontraron flotando en el agua teñida de color de rosa, con los ojos amarillos de los posesos y aquel cuerpecito que exhalaba olor a mujer madura, los sanitarios se llevaron un susto tan grande al verla en aquel estado de sosiego, que se quedaron clavados en el sitio, como mesmerizados. Pero de pronto irrumpió la señora Lisbon dando gritos y la realidad de la habitación se hizo patente: sangre en la estera del baño, la navaja de afeitar del señor Lisbon en el lavabo, jaspeando el agua. Los sanitarios sacaron el cuerpo de Cecilia del agua caliente, que acelera la hemorragia, y le aplicaron un torniquete en los brazos. El cabello mojado le colgaba por la espalda y ya tenía las extremidades azules. No dijo ni una palabra pero, cuando le separaron las manos, encontraron una estampa plastificada de la Virgen María apretada contra los pimpollos de sus pechos.

Esto ocurría en junio, en la época de la mosca del pescado, cuando, como todos los años, la ciudad se cubre de tan efímeros insectos. Se levantan entonces nubes de moscas de las algas que cubren el lago contaminado, y oscurecen las ventanas, cubren los coches y las farolas, cubren las dársenas municipales y cuelgan como guirnaldas de las jarcias de los veleros, siempre con la misma parda ubicuidad de la escoria voladora. La señora Scheer, que vive calle abajo, nos dijo que había visto a Cecilia el día anterior al intento de suicidio. Estaba junto al bordillo, con el antiguo traje de novia del que había cortado el dobladillo y que nunca se quitaba de encima, observando un Thunderbird envuelto en moscas del pescado.

—Sería mejor que cogieras la escoba, cariño —le aconsejó la señora Scheer.

Pero Cecilia le dirigió una mirada mística y dijo:

—Están muertas, sólo viven veinticuatro horas. Salen del huevo, se reproducen y la palman. Ni siquiera comen. —Y tras estas palabras metió la mano en la espumosa capa de bichos y trazó sus iniciales: C.L.

Queríamos disponer las fotos cronológicamente, pero habían pasado tantos años que resultaba difícil. Algunas están borrosas, y aun así son reveladoras. El documento número uno muestra la casa de los Lisbon... poco antes del intento de suicidio de Cecilia. La hizo una agente inmobiliaria, Carmina D'Angelo, a la que el señor Lisbon había acudido para que se encargara de vender aquella casa que se había quedado pequeña para su numerosa familia. Tal como dejaba ver la instantánea, el tejado de pizarra todavía no había empezado a dejar la ripia al descubierto, el porche era aún visible por encima de los arbustos y las ventanas todavía no estaban sujetas con tiras de cinta adhesiva. Era una confortable casa suburbana. En la ventana superior derecha del segundo piso se ve un contorno borroso que la señora Lisbon identificó como Mary Lisbon.

—Solía cepillarse mucho el pelo porque creía que lo tenía débil —diría años más tarde, recordando cómo había sido su hija durante su breve estancia en la tierra.

En la fotografía Mary aparece sorprendida en el momento de secarse el cabello con el secador y parece que le salgan llamas de la cabeza, aunque se trata solamente de un efecto de luz. Era el 13 de junio, veintiocho grados en la calle y sol en el cielo.

Cuando los sanitarios tuvieron la satisfacción de conseguir que la hemorragia se redujese a un goteo, pusieron a Cecilia en una camilla y la sacaron de la casa para meterla en la ambulancia que esperaba en la carretera. Parecía una Cleopatra pequeñita en una litera imperial. El primero en salir fue el sanitario delgaducho que lucía un bigote a lo Wyatt Earp —a quien llamamos el sheriff cuando ya lo conocimos mejor después de tantas tragedias domésticas—, y luego apareció el gordo, que sostenía la camilla por detrás y caminaba melindrosamente por el césped, mirándose los zapatos reglamentarios de policía como si tratara de no pisar mierda de perro, aunque con el tiempo, cuando estuvimos más familiarizados con los aparatos, supimos que vigilaba la presión sanguínea. Sudorosos y moviéndose torpemente, los hombres se dirigieron a la ambulancia, que continuaba estremeciéndose y emitiendo destellos de luz. El gordo tropezó con un aro de croquet y, como venganza, le pegó un puntapié. El aro se desprendió, levantó una nube de polvo y cayó con un sonido metálico sobre el sendero de entrada. Mientras tanto la señora Lisbon irrumpió en el porche llevando a rastras la bata de franela de Cecilia, y profirió un largo gemido con el que detuvo el tiempo. Bajo los árboles ondulantes y sobre la hierba restallante y agostada las cuatro figuras posaron como en un cuadro: dos esclavos ofrecían la víctima al altar (levantaban la camilla para meterla en la ambulancia), la sacerdotisa blandía la antorcha (agitaba la bata de franela) y la virgen, narcotizada, se incorporaba apoyándose en los codos con una sonrisa ultraterrena en los descoloridos labios.

La señora Lisbon viajó en la ambulancia, pero el señor Lisbon la siguió con la furgoneta, aunque respetando el límite de velocidad. Dos de las hermanas Lisbon no estaban en casa: Therese se encontraba en Pittsburgh, asistiendo a un congreso científico, y Bonnie en un campamento musical, intentando aprender a tocar la flauta después de haber abandonado el piano (tenía las manos demasiado pequeñas), el violín (le dolía la barbilla), la guitarra (le sangraban los dedos) y la trompeta (se le deformaba el labio inferior). Al oír la sirena, Mary y Lux habían salido corriendo de la clase de canto, que tomaban en casa del señor Jessup, al otro lado de la calle. Al entrar en el cuarto de baño atestado de gente y ver a Cecilia, con los antebrazos ensangrentados y aquella pagana desnudez, se llevaron un susto tan grande como el de sus padres. Ya fuera, se detuvieron sobre una pequeña extensión de césped que Butch, el chico musculoso que venía a cortarlo todos los sábados, se había olvidado de segar y se abrazaron muy fuerte. Al otro lado de la calle había un camión del Departamento de Parques con unos hombres que atendían algunos de nuestros olmos moribundos. La sirena lanzó un alarido y tanto el botánico como su equipo pararon las bombas de insecticida para observar la ambulancia, que se ponía en marcha. Perdida ya de vista, volvieron a su labor. Hace mucho tiempo que el majestuoso olmo que aparece en primer plano en el documento número uno sucumbió al hongo del escarabajo holandés y hubo que cortarlo.

Los sanitarios llevaron a Cecilia al hospital del Bon Secours, en Kercheval y Maumee. En la sala de urgencias Cecilia contemplaba, con un distanciamiento no exento de pavor, los intentos que hacían por salvarle la vida. Sus ojos amarillos no parpadearon ni tampoco se arredró cuando le clavaron la aguja en el brazo. El doctor Armonson le cosió los cortes de las muñecas y a los cinco minutos de la transfusión la declaró fuera de peligro. Tras acariciarle la barbilla, le dijo:

—¿Qué haces aquí, guapa? Si todavía no tienes edad para saber lo mala que es la vida...

Fue entonces cuando Cecilia dijo en voz alta lo que habría podido considerarse su nota póstuma, aunque en este caso totalmente inútil puesto que seguía con vida.

—Está muy claro, doctor, que usted nunca ha sido una niña de trece años —dijo.

Las hermanas Lisbon tenían trece años (Cecilia), catorce (Lux), quince (Bonnie), dieciséis (Mary) y diecisiete (Therese). Eran bajas, de nalgas rotundas bajo el tejido de algodón y con unas mejillas redondas que recordaban la morbidez dorsal anteriormente citada. A primera vista, sus rostros parecían impúdicos, como si quien las contemplaba tuviese la costumbre de ver mujeres cubiertas con velo. Nadie entendía que el señor y la señora Lisbon hubiesen engendrado unas hijas tan guapas. El señor Lisbon, que enseñaba matemáticas en el instituto, era delgado, de aspecto juvenil, y parecía sorprendido por su propio cabello gris. Su voz era atiplada, y cuando Joe Larson nos explicó que el señor Lisbon había llorado cuando trasladaron a Lux al hospital tras su intento de suicidio, no nos resultó difícil imaginar el tono de su llanto afeminado.

Cuando uno observaba a la señora Lisbon, en vano buscaba en ella algún signo de la belleza que pudo constituir uno de sus atributos. Sus brazos regordetes, su cabello semejante a alambre de acero mal cortado y sus gafas de bibliotecaria frustraban el menor intento. La veíamos raras veces, por las mañanas, vestida elegantemente antes de que saliera el sol, asomándose a la puerta para recoger los cartones de leche cubiertos de rocío, o los domingos, cuando toda la familia salía en la furgoneta camino de la iglesia católica de San Pablo, a orillas del lago. En esas ocasiones la señora Lisbon adoptaba una frialdad regia. Con el bolso fuertemente agarrado en la mano, comprobaba que ninguna de sus hijas llevara ni sombra de pintura en la cara antes de dejarlas subir al coche, y no era raro que ordenara a Lux que volviera a meterse dentro y se pusiera otra blusa menos llamativa. Como nosotros no íbamos a la iglesia, teníamos tiempo de sobra para observarlos: los padres lixiviados, como negativos fotográficos, y las cinco despampanantes hijas luciendo sus esplendorosas carnes, con aquellos vestidos de confección casera, cargados de puntillas y volantes.

Sólo un chico había entrado en la casa: Peter Sissen, que había ayudado al señor Lisbon a instalar la maqueta del sistema solar en la clase, a cambio de lo cual una noche fue invitado a cenar. Peter contó que las muchachas le habían estado pegando continuamente puntapiés por debajo de la mesa y que, como éstos le llegaban de todas direcciones, le habría sido imposible decir quién se los propinaba. Lo escrutaban con sus ojos azules y enfebrecidos y le sonreían con aquellos dientes suyos tan juntos, que constituían el único rasgo de las niñas Lisbon que no alcanzaba la perfección total. Bonnie fue la única que no dedicó a Peter Sissen miradas furtivas ni puntapiés. Se limitó a bendecir la mesa y a comer en silencio, sumida en el religioso fervor de los quince años. Al levantarse de la mesa, Peter Sissen pidió permiso para ir al cuarto de baño y como Therese y Mary estaban en el de la planta baja y de él salían risitas y comentarios en voz baja, tuvo que ir al de la planta superior. Después nos contaría que los dormitorios estaban llenos de bragas arrugadas, de animales de peluche apañuscados por los apasionados abrazos de las chicas; nos dijo también que había visto un crucifijo del que colgaba un sostén, habitaciones brumosas y camas con dosel, y que había percibido los efluvios de tantas chicas juntas en trance de convertirse en mujeres confinadas en un espacio exiguo. Ya en el cuarto de baño, mientras dejaba correr el agua del grifo para enmascarar los ruidos de su registro, Peter Sissen dio con el secreto escondrijo en el que Mary Lisbon guardaba sus cosméticos, metidos en un calcetín atado debajo del lavabo: barras de carmín y aquella segunda piel que constituían el colorete y los polvos, aparte de la cera para depilar, que sirvió para informarnos de que la chica tenía bozo aunque nunca se lo hubiéramos visto. En realidad, ignoramos a quién pertenecían los cosméticos que vio Peter Sissen hasta que dos semanas más tarde encontramos a Mary Lisbon en el malecón con los labios con una tonalidad carmesí que encajaba exactamente con la que nos había descrito Peter.

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