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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (123 page)

Luego oí la voz de Lanzarote:

—Vi que una mano surgía del lago… La mano cogió la espada y la blandió tres veces en el aire. Luego se sumergió con ella.

Yo no había visto nada: sólo el reflejo de la luz en un pez que rompió la superficie del agua. Pero no dudo que él viera lo que dijo.

—Morgana —susurró Arturo—, ¿eres tú, en verdad? No te veo. Está tan oscuro… ¿Se ha puesto el sol? Llévame a Avalón, Morgana, para que puedas curarme esta herida. Llévame a casa…

Su cabeza pesaba contra mi pecho como el niño en mis brazos de niña; pesaba como el Macho rey que viniera triunfalmente a mí. «Morgana —había dicho mi madre, impaciente—, cuida del pequeño…» Yo cargué con él para siempre; lo estreché contra mí y le enjugué las lágrimas con mí velo. Y él me cogió la mano.

—Pero si eres tú —murmuró—, eres tú, Morgana… Has vuelto a mí…, y eres tan joven y bella… Siempre veré a la Diosa con tu rostro… Morgana, no volverás a abandonarme, ¿verdad?

—No volveré a abandonarte, hermano mío, mi pequeño, mi amor —le susurré.

Lo besé en los ojos. Y murió, precisamente cuando se despejaba la bruma y el sol brillaba en las costas de Avalón.

Epílogo

L
a primavera del año siguiente Morgana tuvo un sueño extraño.

Soñó que estaba en la antigua capilla cristiana de Avalón, construida por José de Arimatea. Y allí, ante el altar donde había muerto Galahad, vio a Lanzarote con vestiduras de sacerdote, solemne y diáfano el rostro. En el sueño, ella se aproximó para recibir el pan y el vino, y Lanzarote le acercó el cáliz a los labios. Luego se arrodilló a su vez, diciéndole: «Coge este cáliz, tú que has servido a la Diosa. Pues todos los dioses son un mismo Dios y todos somos Uno, al servicio del Único.»

Y al coger la copa en las manos para acercarla a los labios de Lanzarote, lo vio joven y hermoso como antaño. Y vio que la copa era el Grial. Entonces él gritó, como al ver a Galahad arrodillado: «Ah, la luz… la luz…» Y cayó al suelo, inmóvil.

Morgana despertó en la aislada vivienda de Avalón, con ese grito de éxtasis reseñándole en los oídos. Pero estaba sola.

Era muy temprano y la bruma se espesaba sobre Avalón. Se vistió en silencio con el atuendo oscuro de las sacerdotisas, pero se ató el velo de modo que la media luna tatuada fuera invisible en su frente.

Salió a la quietud del alba, para descender hacia el Pozo Sagrado. En el silencio imperante percibía silenciosas pisadas tras ella. Nunca estaba sola: las gentes pequeñas y morenas la acompañaban siempre, aunque rara vez las viera; ella era su madre y su sacerdotisa, jamás la abandonarían. Pero cuando se acercó a la sombra de la antigua capilla cristiana, las pisadas fueron quedando atrás: no la seguirían a ese territorio. Morgana se detuvo ante la puerta.

Dentro de la capilla había un resplandor: el de la luz votiva que conservaban en el santuario. Por un momento, el recuerdo de su sueño fue tan real que sintió la tentación de entrar… pero no. No tenía nada que hacer en aquel lugar. Y el Grial, si en verdad estaba allí, había quedado fuera de su alcance.

No obstante, el sueño no la abandonaba. ¿Habría sido una advertencia? Lanzarote era más joven que ella, pero ignoraba cómo corría el tiempo en el mundo exterior. Avalón se había hundido tanto en las brumas que podían pasar tres, cinco, siete años fuera mientras allí transcurría uno solo. Por eso tenía que actuar ahora, mientras aún podía moverse entre ambos mundos.

Se arrodilló ante el Santo Espino, pidiendo licencia al arbusto con una oración, y cortó un esqueje. No era el primero: en los últimos años, cada vez que alguien visitaba Avalón, fuera druida viajero o cristiano peregrino, ella le daba un brote del Santo Espino, para que éste aún pudiera florecer en el mundo exterior. Pero esto tenía que hacerlo con sus propias manos.

Nunca había pisado la otra isla, salvo para la coronación de Arturo, pero ahora invocó a la barca y, cuando estuvo en el centro del lago, la impulsó dentro de las nieblas. Cuando la embarcación se deslizó nuevamente hacia el sol, sobre las aguas se extendía la sombra larga de la iglesia. Se oía el suave tañer de una campana. Sus seguidores hicieron un gesto de miedo ante el sonido: tampoco allí la seguirían. Después de dejarla en tierra, sin ser vista, la barca se desvaneció nuevamente entre la bruma. Y entonces, con el cesto al brazo, como cualquier vendedora ambulante que llegara en peregrinaje, Morgana tomó el camino que ascendía desde la orilla.

«Hace apenas cien años, menos aún en Avalón, que estos mundos comenzaron a divergir, pero ya son diferentes.» Allí los árboles eran distintos, y también los caminos. Al pie de una pequeña colina se detuvo, desconcertada: en Avalón no había nada similar. Y entonces vio serpentear cuesta abajo, hacia la pequeña iglesia, una procesión de monjes que llevaban un cuerpo en un ataúd.

«Conque vi la verdad, aunque pareciera un sueño…» Los monjes lo dejaron en el suelo antes de llevarlo al interior de la iglesia. Entonces Morgana se adelantó para retirar el paño mortuorio que le cubría la cara.

Vio a Lanzarote, ojeroso y arrugado, mucho más viejo que la última vez. Pero fue sólo un instante. Luego vio solamente una dulce y maravillosa expresión de paz. Parecía sonreír, con la mirada mucho más allá. Y así supo en qué se habían posado sus ojos moribundos.

—Conque al fin hallaste tu Grial —susurró.

Uno de los monjes preguntó:

—¿Lo conocisteis en el mundo, hermana?

Y Morgana comprendió que, por su vestimenta oscura, la había tomado por una monja.

—Era… pariente mío.

«Primo, amante, amigo… Pero eso fue hace mucho tiempo. Al final fuimos sacerdote y sacerdotisa.»

—Eso me pareció —dijo el monje—. En la corte de Arturo lo llamaban Lanzarote, pero entre nosotros era Galahad. Estuvo con nosotros muchos años. Hace apenas unos días que se ordenó sacerdote.

«Conque viniste en busca de un Dios que no se burlara de ti, primo mío.»

Los monjes volvieron a levantar el ataúd. El que había hablado le dijo:

—Rezad por su alma, hermana.

Y Morgana inclinó la cabeza. No podía llorarlo tras haber visto en su rostro el reflejo de esa luz remota. Pero tampoco lo seguiría a la iglesia. «Aquí el velo es muy tenue. Aquí Galahad vio la luz del Grial, en la otra capilla, la de Avalón, y tocó el cáliz a través de los mundos, y así murió. Y aquí, por fin, Lanzarote ha seguido a su hijo.»

Morgana echó a andar lentamente por el sendero, medio decidida a abandonar su propósito. ¿Qué podía importar? Pero cuando se detuvo, vacilante, un anciano jardinero levantó la cabeza, arrodillado en un parterre de flores.

—No os conozco, hermana. No sois de las que viven aquí. ¿Venís en peregrinaje?

En cierto modo, así era.

—Busco la sepultura de una parienta mía, la Dama del Lago.

—Ah, sí, eso fue hace muchos años, durante el reinado de nuestro buen rey Arturo —dijo el hombre—. Se encuentra más allá, donde lo vean los peregrinos. Desde allí parte el sendero hacia el convento de las hermanas. Si tenéis hambre, allí os darán algo de comer.

«¿A eso hemos llegado? ¿Parezco una mendiga?» Pero el hombre no tenía mala intención, de modo que le dio las gracias y marchó en la dirección indicada.

Arturo había construido una noble tumba para Viviana, pero allí sólo había unos cuantos huesos que volvían lentamente a la tierra. ¿Por qué le había afectado tanto? Viviana no estaba allí. Sin embargo, al inclinar la cabeza ante el túmulo, se descubrió llorando.

Al cabo de un rato se le acercó una mujer de velo blanco y túnica oscura, no muy diferente a la suya.

—¿Por qué lloráis, hermana? La que aquí yace está en paz en manos de Dios; no necesita de lágrimas. ¿Quizás era parienta vuestra?

Morgana asintió con la cabeza.

—Siempre rezamos por ella —dijo la monja—. Aunque ignoro su nombre, dicen que fue amiga y benefactora de nuestro buen rey Arturo, en tiempos pasados.

Morgana también bajó la cabeza para murmurar una oración. Mientras rezaba resonaron las campanas y se echó atrás. ¿Sólo las campanadas y los salmos dolientes oía Viviana, en vez de las arpas de Avalón? Pero entonces recordó lo que había dicho Lanzarote en su sueño: «Coge este cáliz, tú que has servido a la Diosa, pues todos los dioses son un mismo Dios…»

—Acompañadme al claustro, hermana —dijo la monja, sonriendo—. Estaréis cansada y hambrienta.

Morgana llegó con ella hasta las puertas del convento, pero no quiso entrar.

—No tengo hambre —dijo—, pero si me dierais un poco de agua…

—Por supuesto. —La mujer de negro hizo una seña. Una muchacha llevó una jarra de agua y le sirvió una copa. Mientras Morgana se la llevaba a los labios, la monja explicó—: Sólo bebemos del pozo del cáliz. Es un lugar sagrado, ¿sabéis?

Fue como la voz de Viviana en sus oídos: «Las sacerdotisas sólo beben el agua del Pozo Sagrado.»

Sus dos compañeras inclinaron la cabeza ante una mujer que llegaba del claustro.

—Es nuestra abadesa —presentó la monja que la había guiado.

«La he visto antes», se dijo Morgana. Y mientras ese pensamiento cruzaba por su mente, la abadesa dijo:

—¿No me reconocéis, Morgana? Os creíamos muerta hace tiempo.

Ella le sonrió, preocupada.

—Lo siento…, es que no…

—No me recordáis, desde luego, pero os vi muchas veces en Camelot, cuando era mucho más joven. Soy Leonor, la esposa de Gareth; cuando mis hijos estuvieron criados vine a terminar mis días aquí. ¿Os trajo el funeral de Lanzarote? —Sonrió—. Tendría que decir «padre Galahad», pero me cuesta recordarlo. Y ahora que está en el cielo ya no tiene importancia. —Otra sonrisa—. Ya no sé quién reina ni si Camelot aún está en pie; hay guerra otra vez en el país, no como en los tiempos de Arturo. Todo aquello parece tan remoto…

—Vine a visitar la tumba de Viviana. Está sepultada aquí, ¿lo recordáis?

—He visto la tumba —dijo la abadesa—, pero aquello pasó antes de que yo llegara a Camelot.

—Tengo que pediros un favor —Morgana tocó el cesto que llevaba al brazo—. Esto es del Santo Espino que crece en las colinas de Avalón; se dice que brotó del cayado que el padre adoptivo de Cristo clavó en la tierra. Me gustaría plantar un esqueje de esa planta en la tumba de Viviana.

—Plantadla, si queréis —dijo Leonor—. No creo que nadie se oponga. Me parece justo que esté aquí, en el mundo, y no escondido en Avalón. —Luego miró a Morgana, consternada—. ¡Avalón! ¿Venís desde esa tierra pecaminosa?

«En otra época me habría enfadado con ella», pensó Morgana.

—No es pecaminosa, pese a lo que digan los curas, Leonor —aclaró delicadamente—. ¿Creéis que el padre adoptivo de Cristo habría clavado allí su cayado, si la tierra le pareciera maligna? ¿Acaso el Espíritu Santo no está en todas partes?

La mujer bajó la cabeza.

—Tenéis razón. Mandaré que algunas novicias os ayuden a plantarlo.

Habría preferido estar sola, pero sabía que era un gesto de amabilidad. Siempre había creído que las monjas de los conventos eran tristes y dolientes, pero las novicias eran criaturas inocentes y alegres como petirrojos. Le hablaron con animación de su nueva capilla y hasta le aconsejaron que descansara las piernas mientras cavaban el hoyo para el esqueje.

—¿Y es de vuestra familia, la que está sepultada aquí? —preguntó una de las muchachas—. ¿Sabéis leer lo que dice? Yo nunca imaginé que aprendería a leer, pues mi madre decía que no era adecuado, pero aquí me enseñaron a leer el libro de oraciones en latín. Mirad —dijo, orgullosa. Y leyó—: «El rey Arturo hizo este sepulcro para su tía y benefactora, la Dama del Lago, muerta a traición en su corte de Camelot.» No puedo leer la fecha, pero fue hace mucho tiempo.

—Debió de ser muy santa —comentó otra—, pues se dice que Arturo fue el mejor y más cristiano de los reyes. ¡No habría enterrado aquí a ninguna mujer que no fuera una santa!

Morgana sonrió. Le hacían pensar en las muchachas de la Casa de las doncellas.

—Yo la amaba, aunque no la consideraría una santa. En vida, fue considerada por algunos una perversa hechicera.

—El rey Arturo no habría enterrado a una hechicera perversa entre gente santa —aseguró la niña—. En cuanto a las brujerías… bueno, en todas partes hay ignorantes que están dispuestos a creer bruja a quien sepa un poco más que ellos. ¿Vais a tomar los hábitos aquí, madre? —preguntó.

Morgana se sorprendió ante esa palabra; luego comprendió que se dirigían a ella con el mismo respeto que las doncellas de Avalón, como si ocupara entre ellas un grado superior.

—He hecho mis votos en otro lugar, hija mía.

—¿Vuestro convento es tan bonito como éste? La madre Leonor es bondadosa y aquí todas somos muy felices. Una vez hubo entre nosotras una mujer que fue reina. Se me ocurrió que os gustaría quedaros para rezar por el alma de vuestra parienta. —La muchacha se levantó para sacudirse la túnica oscura—. Ya podéis plantar vuestro esqueje, madre… ¿O preferís que yo lo ponga en la tierra?

—No, lo haré yo —dijo Morgana. Y se arrodilló para presionar la tierra blanda en torno a las raíces.

Mientras ella se levantaba, la muchacha dijo:

—Si queréis, madre, os prometo venir a rezar por ella todos los domingos.

Por algún motivo absurdo, Morgana sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.

—Rezar siempre es bueno. Te estoy agradecida, hija mía.

—Y vos, en vuestro convento, rezad también por mí —añadió simplemente la joven, cogiéndole la mano para ayudarla a levantarse—. Dejad que os sacuda la túnica, madre. Ahora tenéis que conocer nuestra capilla.

Morgana iba a protestar. Al abandonar la corte de Arturo había jurado no pisar nunca más una iglesia cristiana. Pero esa niña se parecía tanto a sus jóvenes sacerdotisas que se dejó llevar a la iglesia.

«En este mismo sitio, en aquel otro mundo, debe de estar la iglesia en la que rinden culto los cristianos antiguos; algo del carácter sagrado de Avalón parece haberse filtrado entre los mundos, a través de las brumas», pensó. No se arrodilló ni hizo la señal de la cruz, pero inclinó la cabeza ante, el altar, hasta que la muchacha le tiró delicadamente de la mano.

—Venid a nuestra capilla, la de las hermanas. Venid, madre.

Morgana la siguió hasta la pequeña capilla lateral. Allí había flores: brazadas de flores de manzano, ante una estatua que representaba a una mujer velada y coronada por un halo de luz, con un niño en los brazos. Morgana aspiró una trémula bocanada de aire e inclinó la cabeza ante la Diosa.

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