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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (110 page)

BOOK: Las nieblas de Avalón
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Nimue dijo, paciente:

—Lamento veros tan contraria a él, prima. No es culpa suya no ser tan hermoso como mi padre ni tan fuerte como Gareth. Las Sagradas Escrituras nos dicen que Dios hace sufrir a sus elegidos. Tal vez Kevin padece ese mal por algún pecado que cometió en otra vida.

—El obispo Patricio dice que es una idea pagana, eso de que nacemos una y otra vez. De lo contrario jamás podríamos ir al Cielo.

Nimue sonrió.

—Oh, no, prima, pues hasta las Santas Escrituras dicen que Cristo dijo: «Os digo que Elías ya ha venido a vosotros y no lo conocéis», y se refería a Juan, el Bautista. Y si el mismo Cristo creía que los hombres renacen, ¿cómo puede ser un error que lo creamos?

Ginebra se preguntó cómo podía saber Nimue tanto sobre la Biblia, si había vivido en Avalón. Luego recordó que también Morgana la conocía mejor que ella. La joven continuó:

—Tal vez los sacerdotes no quieren que pensemos en otras vidas por temor a que no nos esforcemos en alcanzar la perfección en ésta.

—Esa doctrina me parece peligrosa —objetó la reina—. Si la gente creyera que todos nos salvaremos finalmente en una u otra vida, ¿qué nos impediría cometer pecados en ésta?

—No creo que el miedo impida jamás a la humanidad cometer pecados —dijo Nimue—. Sólo la sabiduría acumulada vida tras vida.

—¡Oh, calla, niña! ¡Que nadie te oiga decir esas herejías! —Después de un momento agregó—: Sin embargo, después de Pascua, me parece que en el amor de Dios hay una infinita misericordia; quizás a Él no le interesan tanto los pecados… ¿Crees que Cristo volverá, Nimue?

«No —pensó la joven—; creo que los grandes iluminados, como Cristo, sólo vienen una vez, después de muchas existencias, y pasan para siempre a la eternidad. Pero los divinos envían a otros grandes maestros para que prediquen la verdad, aunque la humanidad los reciba siempre con la cruz, la hoguera y las piedras.»

—Lo que yo crea no importa, prima; lo que importa es la verdad. Algunos sacerdotes hablan de un Dios de amor y otros, de un Dios malo y vengativo. A veces pienso que ésos fueron enviados como castigo para la gente y no me parece del todo irrazonable que los druidas sean los buenos.

Ginebra se dijo que debía de haber algún error en ese razonamiento, pero no lo descubrió.

—Bueno, querida, puede que tengas razón. Pero aun así me inquieta verte con Merlín. Aunque Morgana tenía buena opinión de él. Hasta se rumoreaba que eran amantes. A menudo me he preguntado cómo pudo dejarse tocar por él, siendo tan remilgada.

Nimue, que ignoraba el dato, lo guardó en su mente como referencia. ¿Era así como Morgana había sabido lo de sus fortalezas mal defendidas? Pero se limitó a decir:

—De todo lo que aprendí en Avalón, lo que más me gustaba era la música. Y Kevin me ha prometido ayudarme a conseguir un arpa, pues salí de allí sin traer la mía. ¿Puedo mandar por él, prima?

Ginebra vaciló, pero no pudo resistir la dulce súplica de la sonriente joven:

—Sin duda, querida.

11

A
l rato llegó Merlín, seguido por un criado que llevaba a Mi señora. Caminaba con dos bastones, arrastrando el cuerpo torturado. Pero sonrió a las señoras, diciendo:

—Suponed, mi reina, señora Nimue, que mi espíritu os ha hecho la reverencia cortés que mi cuerpo rebelde ya no es capaz de hacer.

La joven susurró:

—Os lo ruego, prima, invitadle a tomar asiento; no puede pasar mucho tiempo de pie.

Ginebra lo autorizó con un gesto; por una vez se alegraba de la miopía que le impedía ver con claridad el cuerpo maltrecho. Nimue tuvo un momento de temor, pensando que el criado podía ser de Avalón y reconocerla, pero era sólo un criado de la corte. ¿Cómo era posible que Morgana o la anciana Cuervo hubieran visto tan lejos en el futuro para mantenerla en reclusión, a fin de que en Avalón hubiera una sacerdotisa bien preparada a quien Merlín no conociera?

Puso otro almohadón bajo el brazo de Merlín, cuyos huesos parecían asomar por la piel. Al rozarle el codo notó que sus articulaciones quemaban. Y tuvo un momento de piedad y rebelión.

«¡Es obvio que la Diosa ya se está vengando! Este hombre ya ha sufrido mucho. Si Cristo padeció un día en la cruz, éste ha pasado toda su vida crucificado en este cuerpo deforme.»

Pero otros habían sufrido por su credo sin doblegarse ni traicionar los Misterios, de modo que endureció su corazón para decir con dulzura:

—¿Tocaríais para mí, señor Merlín?

—Por vos, mi señora, me gustaría ser como aquel antiguo bardo que hacía bailar a los árboles con su música.

—¡Oh, no! —protestó Nimue, riendo—. Si vinieran a bailar aquí llenarían el salón de tierra. Dejad los árboles donde están, os lo ruego, y cantad.

Merlín acercó las manos al arpa y comenzó a tocar. Nimue sentada en el suelo junto a él, lo miraba con atención. Él la contemplaba como un perro observa a su amo: con humilde devoción e interés absoluto. Ginebra, que siempre había sido blanco de ese intenso homenaje a la belleza, se extrañó de que la joven pudiera permanecer tan cerca de aquella fealdad.

Algo en Nimue la intrigaba, como si su concentración no fuera lo que parecía. No era el deleite del músico por la obra ajena ni la admiración ingenua de una virgen por el hombre de mundo maduro. Tampoco se trataba de una pasión súbita, cosa que habría podido entender. ¿Lascivia, simplemente? Por parte de Kevin, podría haber sido, pues la niña era hermosa, pero Ginebra no podía creer que Nimue se dejara excitar por él, después de haberse mantenido fría e inalcanzable para los más apuestos caballeros de la corte.

Desde su sitio, a los pies de Merlín, Nimue percibió que Ginebra la observaba, pero no apartó la mirada de Kevin. «En cierto modo es como si le encantara», pensó. Para sus fines tenía que tenerlo por completo a su merced, esclavo y víctima. Y una vez más tuvo que ahogar un destello de piedad: ese hombre había entregado los Misterios a la profanación y traicionado su juramento. No, tenía que morir como un perro.

El arpa quedó en silencio. Kevin dijo:

—Tengo un arpa para vos, señora, si la aceptáis. La hice con mis manos en Avalón, cuando era joven, y la he llevado conmigo mucho tiempo. Si la queréis, es vuestra.

Pese a sus protestas de que el regalo era demasiado valioso, Nimue se regocijó: sería fácil atarlo a ella teniendo un objeto que él apreciaba tanto, que había hecho con sus manos. «Él mismo, voluntariamente, ha puesto su alma en mis manos», pensó con satisfacción.

Cuando llevaron el arpa la acarició; aunque era pequeña y tosca, la madera estaba pulida de tanto descansar contra el cuerpo de Kevin y sus manos habían tocado las cuerdas con amor. En ese mismo instante se demoraban tiernamente en ellas.

Nimue probó su musicalidad; en verdad, el tono era muy dulce. Y él la había fabricado siendo muy joven, con esas manos mutiladas… Volvió a sentir una oleada de piedad y dolor. «¿Por qué no se limitó a su música, en vez de entrometerse con cuestiones de Estado?»

—Sois demasiado bueno conmigo. —Dejó que su voz temblara, con la esperanza de que él lo interpretara como pasión y no como triunfo.

Pero aún era demasiado pronto. La luna estaba en cuarto creciente; una magia tan poderosa como aquella sólo se podía lograr en la luna nueva, ese momento en que la Dama no arroja su luz al mundo y hace conocer sus propósitos ocultos.

Para que el conjuro fuera pleno tenía que involucrar al mismo tiempo al hechizado y a la hechicera. Y Nimue supo, con un espasmo de terror, que el encantamiento actuaría también contra ella. No podía fingir pasión y deseo: era preciso que los sintiera también. El miedo le apretó el corazón al comprender que, así como Merlín estaría indefenso en sus manos, bien podía ser que ella quedara igualmente indefensa en las suyas. «¿Y yo, oh, Madre? Es un precio demasiado grande. Que no caiga sobre mí, no, no, tengo miedo…»

—Bueno, Nimue, querida —dijo Ginebra—, ahora que tienes el arpa en las manos, ¿No vas a tocar y a cantar para mí?

Nimue dejó que el cabello le cayera como una cortina sobre la cara, mirando tímidamente al Merlín:

—¿Tengo que hacerlo?

—Os lo ruego —dijo él—. Vuestra voz es melodiosa y percibo que vuestras manos arrancarán encantamientos a las cuerdas.

«Así será, si la Diosa me ayuda.» Nimue aplicó los dedos al instrumento, recordando que no tenía que tocar ninguna canción de Avalón que Kevin pudiera reconocer. Comenzó con algo que había oído en la corte: una canción de taberna, no muy decorosa para una doncella. Luego, un lamento aprendido de cierto arpista del norte: el lamento de un pescador que busca las luces de su casa desde el mar. Al terminar la canción se levantó tímidamente.

—Os agradezco que me prestarais el arpa. ¿Puedo pedírosla en otra ocasión, para no perder la práctica?

—Os la regalo —dijo Kevin—. Ahora que he oído vuestra música, no podría pertenecer a nadie más. Conservadla, os lo ruego. Tengo varias.

—Sois muy amable —murmuró Nimue—. Ahora que tengo con qué hacer música, os ruego que no me privéis de la vuestra.

—Tocaré para vos cuantas veces me lo pidáis —aseveró Kevin.

Y Nimue comprendió que lo decía con el corazón. Al inclinarse para recibir el instrumento se las compuso para rozarlo, murmurando por lo bajo:

—No bastan las palabras para expresar mi gratitud. Quizá llegue el momento en que pueda manifestárosla de manera más adecuada.

El bardo la miró deslumbrado. La joven se descubrió sosteniéndole la mirada con idéntica intensidad.

«Hechizo de doble filo, ciertamente. Yo también soy víctima.»

Cuando se fue, Nimue se sentó junto a Ginebra, obediente y trató de concentrarse en la tarea de hilar.

—Qué bien tocas, Nimue —comentó la reina—. No hace falta que te pregunte dónde aprendiste. Cierta vez Morgana cantó ese mismo lamento.

Nimue desvió los ojos.

—Contadme algo de Morgana. Ya no vivía en Avalón cuando llegué. Estaba casada con un rey… ¿El de Lothian?

—Gales del norte —corrigió Ginebra.

Nimue, que lo sabía perfectamente, no era del todo falsa. Para ella Morgana seguía siendo una incógnita y deseaba saber cómo la veían quienes la habían conocido en el mundo.

—Era una de mis damas —continuó la reina—. Arturo me la asignó el día que nos casamos. Se habían criado separados y él apenas la conocía.

Mientras escuchaba con atención, Nimue comprendió que había algo más bajo la antipatía de Ginebra: respeto, algo de temor y hasta ternura. «Si no fuera tan fanáticamente cristiana la habría amado», se dijo. Pero no pudo dedicar a su relato una atención plena: su mente era un torbellino.

«Tengo miedo; puedo convertirme en esclava y víctima de Merlín, en vez de ser a la inversa. ¡Diosa, eres tú quien tiene que enfrentarse a él!»

Faltaban cuatro noches para la luna llena y ya sentía la agitación de la marea de vida. Pensó en la mirada intensa de Kevin, en sus ojos mágicos y su bella voz, y comprendió que ya estaba profundamente enredada en su hechizo. El cuerpo contrahecho había dejado de provocarle repugnancia; sólo percibía la fuerza y la energía vital que de él fluían.

«Si me entrego a él con luna llena —se dijo—, las mareas de la vida estarán en su punto culminante; entonces mis propósitos serán suyos y nos fundiremos en una sola carne.» Sintió como un dolor apagado el deseo de ser acariciada por esas manos sensibles, de sentir su aliento cálido contra la boca; supo que era, en parte, el eco del deseo y la frustración de Merlín; el vínculo mágico que ella había creado entre ambos exigía que también ella sufriera su tormento.

«Cuando la vida corre en plenitud, al redondearse la luna, la Diosa recibe el cuerpo de su amante.»

No era del todo inconcebible. Ella era hija del campeón de la reina; Kevin, a diferencia de los sacerdotes cristianos, podía casarse y tenía un alto puesto en la corte como consejero del rey. «Podríamos ser felices… cuando llegue el plenilunio engendrará un hijo en mi vientre… y lo gestaré con alegría… él no nació monstruoso y puede tener hijos bellos…» Se interrumpió, perturbada por la magnitud de sus fantasías. No, no tenía que involucrarse tanto en el hechizo. Tenía que negarse, al menos mientras el cuarto creciente hacía de su sangre un tormento de frustración. Era preciso esperar, esperar…

Como había esperado todos aquellos años. Hay magia en ceder a la vida, como lo sabían las sacerdotisas de Avalón cuando invocaban a la Diosa ante las fogatas de Beltane. Pero hay una magia más honda que proviene de reservar ese poder, poniendo diques a la corriente; por eso los cristianos insistían en que sus religiosos vivieran en castidad y reclusión. Nimue era un recipiente cargado de poder, como la Regalía Sagrada, y todo eso estaría a su disposición para esclavizar al Merlín… Pero tenía que esperar a que la marea bajara y volviera a crecer. Durante la luna nueva tenía que tomar el otro influjo, el que proviene del otro lado de la luna… No fértil, sino estéril, una oscura magia más antigua que la vida humana.

Y Merlín sabía de esas cosas; sabía de la antigua maldición de la luna nueva y el vientre estéril. Era menester hechizarlo de tal manera que no se preguntara por qué lo rechazaba durante el plenilunio y lo buscaba cuando el influjo menguaba.

«Tengo que cegarlo de deseo hasta tal punto que olvide cuanto aprendió en Avalón.» Y al mismo tiempo tenía que contener el propio y no dejarse dominar por el de él. No sería fácil.

Empezó a idear una treta. «Habladme de vuestra niñez —le diría—; contadme cómo os hicisteis esas heridas.» La solidaridad sería un vínculo peligroso; sabía cómo tocarlo, con la punta de los dedos… Y supo, con desesperación, que estaba buscando « manera de acercarse, de tocarlo, no por su objetivo, sino por apetito.

«¿Podré realizar este hechizo sin que sea también mi desgracia?»

—No estuvisteis en el festín de la reina —murmuró Merlín mirándola a los ojos—. Y yo había compuesto una canción par vos. Era el plenilunio y había mucho poder en la luna, señora

Nimue lo miró con toda intención.

—¿De veras? ¡Sé tan poco de esas cosas! ¿Sois mago, mi señor Merlín? A veces me siento indefensa, como si estuvierais lanzando vuestra magia sobre mí.

Durante el plenilunio había permanecido escondida, con la seguridad de que, si él la miraba a los ojos, podría adivinarle los pensamientos. Ahora, pasado el poder del influjo mágico, podía guardarse mejor.

—Tenéis que cantarme ahora vuestra canción.

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