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Authors: Melanie Gideon

Tags: #Romántico

Las mujeres casadas no hablan de amor (6 page)

Nedra hace una pausa.

—No tardará si dices que han disparado a alguien.

—¿Estás de broma?

—Confía en mí. Llegará en cinco minutos.

—¿Cómo lo sabes?

—Para eso me pagan 425 dólares la hora.

No llamo al 911. Miento muy mal, sobre todo si tengo que decir que un ser querido se está desangrando. En lugar de eso, me acerco a gatas a la ventana delantera y espío por el hueco entre las cortinas, con el teléfono móvil en la mano. Mi plan es hacer una foto del caco y mandarla por correo electrónico a la policía de Oakland. Pero el caco resulta ser mi marido, que se aleja zumbando, sin darme tiempo a ponerme de pie.

No vuelve hasta las diez de la noche y, para entonces, entra por la puerta tambaleándose. Es evidente que ha estado bebiendo.

—Me han degradado —dice, mientras se deja caer en el sofá—. Tengo un cargo nuevo. ¿Quieres saber cómo se llama?

Pienso en sus recientes publicaciones en Facebook. «Va a caer, está cayendo, se cayó.» Lo vio venir, pero no me dijo nada.

—Ideador.

William me mira con cara inexpresiva.

—¿«Ideador»? —pregunto—. ¿Qué es eso? ¿Existe esa palabra? Quizá han cambiado los nombres de todos los cargos. Quizá «ideador» significa «director creativo».

Coge el mando a distancia y enciende el televisor.

—No. Significa «imbécil que produce ideas para el director creativo».

—William, apaga la tele. ¿Estás seguro? ¿Por qué no estás más alterado? ¿No te estarás confundiendo?

William pulsa una tecla para silenciar el televisor.

—La persona que ocupa el cargo de director creativo estaba hasta ayer en el puesto de ideador. Nos hemos intercambiado los papeles. Sí, estoy seguro. ¿Qué ganaría con alterarme?

—¡Podrías hacer algo al respecto!

—No hay nada que hacer. Está decidido. Está hecho. ¿Queda algo de whisky? Del bueno, del single malt.

Parece totalmente abstraído, con la expresión vacía.

—¡No me lo puedo creer! ¿Cómo pueden hacerte esto después de todos estos años?

—La cuenta de Band-Aids: conflicto de intereses. Yo creo en el desinfectante, el aire libre y una buena costra. No me parece bien tapar las pupas con tiritas.

—¿Y se lo dijiste a ellos?

Puso los ojos en blanco.

—Sí, Alice, claro que se lo dije. Me van a rebajar el sueldo. —Esboza una sonrisa sombría—. Me lo van a rebajar bastante.

Siento pánico, pero intento que no se me note. Necesito levantarle el ánimo.

—Le está pasando a todo el mundo, cariño —digo.

—¿Tenemos oporto?

—A toda la gente de nuestra edad.

—Es un gran consuelo, Alice. ¿Alguna botella de Grey Goose?

—¿Cuántos años tiene el nuevo director creativo?

—No lo sé. ¿Veintinueve? ¿Treinta?

Contengo una exclamación de sorpresa.

—¿Te ha dicho algo?

—Me ha dicho algo, sí, pero no es «director creativo». Es «directora creativa». Es Kelly Cho. Me ha dicho que está encantada de iniciar esta nueva colaboración conmigo.

—¿Kelly?

—No veo por qué te asombras. Es muy buena. De hecho, es brillante. ¿Hay algo de hierba? ¿Chocolate? ¿Todavía no fuman los niños? ¡Dios santo, qué tarde empiezan!

—¡Lo siento tanto, William! —digo—. Es increíblemente injusto.

Me vuelvo hacia él para darle un abrazo, pero él levanta una mano para detenerme.

—No —dice—. Déjame tranquilo. No tengo ganas de que me toquen.

Me alejo de él y me dirijo hacia el sillón, tratando de no molestarme por su respuesta. Es típico de William. Cuando se siente herido, se vuelve todavía más distante. Se convierte en una auténtica isla. Yo soy todo lo contrario. Cuando sufro, quiero que todos mis seres queridos se vengan conmigo a la isla, se sienten en torno a la hoguera, beban leche de coco hasta emborracharse y me ayuden a preparar un plan.

—¡Por Dios, Alice! No me mires así. No puedes esperar que me ocupe de ti justo en este momento. Déjame tener mis sentimientos.

—Nadie te está pidiendo que no los tengas. —Me pongo de pie—. Te oí cuando arrancaste la moto, ¿sabes? En la entrada. Pensé que nos la estaban robando.

Noto el tono acusador en mi voz y me da rabia. Me pasa siempre. La actitud distante de William me hace desear desesperadamente una mayor conexión y la desesperación me lleva a decir cosas que nos distancian todavía más.

—Me voy a la cama —anuncio, tratando de no parecer ofendida.

Veo una expresión de alivio en la cara de William.

—Subiré dentro de un rato.

Después, cierra los ojos y me deja fuera.

14

Lo que hago a continuación me avergüenza un poco, pero podemos considerarlo la reacción de una mujer ligeramente obsesiva-compulsiva que ha hecho proyecciones presupuestarias para un futuro lejano y descubre de pronto que en el plazo de un año (con la reducción de salario de William y los escasos rendimientos de su trabajo) tendrá que empezar a comerse los ahorros y el dinero destinado a la universidad de los niños. En cuestión de dos años, nuestra jubilación y las probabilidades de que nuestros hijos vayan a la universidad se reducirán a cero. Tendremos que volver a Brockton y vivir con mi padre.

La única salida es llamar a Kelly Cho.

—¿Kelly? Hola, soy Alice Buckle. ¿Qué tal estás? —entono al teléfono, en mi mejor voz serena, agradable y compuesta de profesora de teatro.

—¡Alice! —dice Kelly con incomodidad, pronunciando mi nombre de una manera muy extraña («Al-liss-ss»). Se nota que mi llamada la ha sorprendido—. Yo estoy muy bien. ¿Y tú?

—Muy bien, gracias —gorjeo, mientras siento que la voz calmada de profesora de teatro empieza a fallarme. ¡No!

—¿Querías algo? ¿Buscas a William? Creo que ha salido a comer.

—En realidad, te buscaba a ti. Esperaba poder hablar con franqueza de lo que ha pasado. El descenso de categoría de William.

—Ah, sí. Pero ¿no te lo ha contado él?

—Sí, pero verás… Esperaba que hubiera alguna manera de dar marcha atrás. No me refiero a tu promoción, no. Claro que no. No sería justo. Pero quizá haya una forma de que el cambio sea más horizontal para William.

—Yo no sé nada de eso.

—¿Quizá podrías interceder por él? ¿Hablar con alguien?

—¿Con quién?

—Mira, William lleva más de diez años en KKM.

—Lo sé. Está siendo muy difícil. Para mí también, pero no creo que…

—¡Por el amor de Dios, Kelly! ¡Si sólo ha sido el asunto de las tiritas!

—¿Qué tiritas?

—¡La cuenta de Band-Aids!

Kelly se queda callada un momento.

—Alice, no ha sido Band-Aids. Ha sido Cialis.

—¿Cialis? ¿La píldora para la disfunción eréctil?

Kelly tose por lo bajo.

—La misma.

—Bueno, ¿y qué pasó?

—Tendrás que preguntárselo a él.

—Te lo estoy preguntando a ti. Por favor, Kelly.

—No debería…

—Por favor.

—No me gusta hablar de…

—Kelly, no me obligues a rogarte de nuevo.

Oigo un fuerte suspiro.

—Se le fue la pinza.

—¿Se le fue la pinza?

—Sí, durante la reunión del grupo de discusión. Mira, Alice, me preguntaba si va todo bien entre vosotros, porque últimamente ya no es el mismo. Tú lo has visto. ¿Recuerdas lo raro que estuvo en la recepción de FiG? Hace un par de meses que no está muy bien: ansioso, irritable, distraído…, como si la oficina fuera el último lugar del mundo donde le apetece estar. Todos lo han notado, no sólo yo. Se lo dijeron, se lo advirtieron… Y entonces pasó lo del grupo de discusión. Está grabado en vídeo, Alice. Todo el equipo lo ha visto. Frank Potter lo ha visto.

—Pero él no es estratega, sino creativo. ¿Por qué estaba moderando un grupo de discusión?

—Porque él mismo insistió. Quería participar en la investigación.

—No lo entiendo.

—Probablemente es mejor que no lo entiendas.

—Envíame el vídeo —le digo.

—No creo que sea buena idea.

—Kelly, te lo suplico.

—Mierda… Espera un momento, deja que lo piense.

Kelly guarda silencio.

Cuento hasta veinte y digo:

—¿Sigues pensando?

—De acuerdo, Alice —responde Kelly—. Pero tendrás que jurarme que no le contarás a nadie que te lo he enviado. Lo siento mucho, de verdad. Respeto enormemente a William, que ha sido un mentor para mí. Yo no estaba conspirando para quitarle el puesto. Me siento fatal. ¿Me crees, verdad? Por favor, créeme.

—Te creo, Kelly, pero ahora que eres directora creativa creo que quizá deberías dejar de suplicarle a la gente que te crea.

—Tienes razón. Es algo que tengo que corregir. Te enviaré el vídeo por correo electrónico.

—Gracias.

—Y… ¿Alice?

—¿Sí?

—No me odies, te lo ruego.

—Kelly.

—¿Qué?

—Has vuelto a suplicar.

—¡Sí, tienes razón! Lo siento. No estaba preparada para esta promoción. Es lo que siempre había soñado, pero no esperaba que sucediera tan de repente. Entre nosotras, te confieso que me siento una impostora. No sé qué decir. Ahora tengo que dejarte. No soy una mala persona, de verdad. Y tú me caes muy bien, Alice. Por favor, no me odies. ¡Ay, ya estoy otra vez! Bueno, adiós.

15

De
: Casada 22

Enviado el
: 15 de mayo, 06.30

Para
: Investigador 101

Asunto
: ¿Más preguntas?

Investigador 101:

¿Me enviará pronto el siguiente bloque de preguntas? No quiero meterle prisa ni nada. Es probable que tenga usted un calendario para enviar los cuestionarios, pero últimamente estoy muy nerviosa, y responder a las preguntas me calma. Hacer los cuestionarios tiene un aspecto casi meditativo, como una confesión. ¿Han dicho lo mismo otros encuestados?

Saludos cordiales,

Casada 22

De
: Investigador 101

Enviado el
: 15 de mayo, 07.31

Para
: Casada 22

Asunto
: ¿Más preguntas?

Casada 22:

Muy interesante. Es la primera vez que veo esta reacción, pero otros encuestados han expresado sensaciones similares. Uno de ellos dijo que responder a los cuestionarios era como «quitarse un peso de encima». Creo que el anonimato tiene mucho que ver con ello. Le enviaré el próximo bloque de preguntas al final de la semana.

Saludos,

Investigador 101

De
: Casada 22

Enviado el
: 15 de mayo, 07.35

Para
: Investigador 101

Asunto
: ¿Más preguntas?

Investigador 101:

Creo que tiene razón. ¿Quién iba a decir que el anonimato podía ser tan liberador?

16

Buzón de voz: Tiene un mensaje nuevo.

«¡Alice! ¡Alice, corazón! Soy Bunny Kilborn, del Blue Hill. Cuánto tiempo, ¿no? Espero que hayas recibido mis tarjetas de Navidad. Me acuerdo de ti muy a menudo. ¿Cómo estáis William y tú? ¿Y los niños? ¿Zoé ya va a la universidad? Le faltará poco. ¿La enviarás de vuelta al este? Mira, Alice, voy a ir al grano. Tengo que pedirte un favor. ¿Te acuerdas de Caroline, nuestra hija pequeña? Verás, se va a vivir al área de la bahía y yo estaba pensando que quizá tú puedas echarle una mano y orientarla un poco. Está buscando trabajo en el sector de la informática. ¿No tendrás tú algún contacto en el mundo de la tecnología? Necesita encontrar un lugar donde vivir, probablemente un piso compartido o algo así y, por supuesto, necesita un trabajo, pero sería muy bueno que no tuviera que arreglárselas completamente sola. Además, estoy segura de que congeniaréis en seguida. ¿Y tú cómo estás? ¿Sigues enseñando teatro? No sé si atreverme a preguntarte si todavía escribes. Ya sé que
La camarera de la isla de los arándanos
fue un poco como un jarro de agua fría, pero… Estoy al teléfono, Jack, ¡te digo que estoy al teléfono! Lo siento, Alice. Tengo cosas que hacer. Llámame para decirme si…»

Su buzón de voz está lleno.

Ésa sí que es una voz de mi pasado: Bunny Kilborn, la prestigiosa fundadora y directora artística del teatro Blue Hill de Maine, ganadora de tres premios Obie, dos Guggenheim y un Bessie. Lo ha dirigido todo, desde
Un tranvía llamado deseo
, de Tennessee Williams, hasta
La vuelta al hogar
, de Harold Pinter, y en los años noventa,
La camarera de la isla de los arándanos
, de Alice Buckle. No, no pretendo decir que juego en la misma liga que Tennessee Williams y Harold Pinter. Me presenté a un concurso para dramaturgos noveles y gané el primer premio, que consistía en el montaje de la obra a cargo del teatro Blue Hill. Todo lo que había trabajado hasta entonces había conducido a ese momento y a ese triunfo. Parecía cosa del destino.

Siempre había sido un ratón de teatro. Empecé a actuar en la escuela secundaria y ya en el bachillerato escribí mi primera obra. Era espantosa, claro (con una fuerte influencia de David Mamet, que hasta ahora mismo sigue siendo mi dramaturgo favorito, aunque no puedo soportar sus ideas políticas), pero escribí otra y después otra y otra más, y con cada obra fui encontrando un poco más mi voz.

En la universidad representaron tres de mis piezas, y me convertí en una de las estrellas del Departamento de Teatro. Cuando me gradué, conseguí un trabajo en publicidad que me dejaba las noches libres para escribir. A los veintinueve, se me presentó la gran oportunidad… y fracasé. Decir que la obra «fue un poco como un jarro de agua fría», como dice Bunny, es quedarse muy corta. Las críticas fueron tan malas que ya no volví a escribir.

Hubo una sola crítica buena, la del Portland Press Herald. Todavía soy capaz de recitar pasajes enteros: «emocionalmente generosa», «una historia sobre la llegada a la mayoría de edad que da mucho que pensar», «es como inyectarse en vena la canción
Jungleland
, de Springsteen»… Pero también puedo recitar pasajes de las otras críticas, que eran todas negativas: «fracasa miserablemente», «artificial y llena de tópicos», «escritora aficionada» y «¿Todavía queda un tercer acto? ¡Poned fin de una vez a nuestro sufrimiento¡». Duró sólo dos semanas en cartel.

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