Read Las memorias de Sherlock Holmes Online
Authors: Arthur Conan Doyle
—¿Cree usted que el ladrón fue en simón?
—Si no fue así, tampoco nos perjudica el intentar saberlo. Pero, si el señor Phelps tiene razón al afirmar que no hay escondite posible ni en la habitación ni en los pasillos, la persona debe de haber venido desde el exterior. Si entró desde la calle en una noche tan pasada por agua, sin dejar, no obstante, huella alguna sobre el linóleo, que fue examinado pocos minutos después de que esa persona hubiera pasado, en ese caso es altamente probable que viniera en un simón. Sí, creo que podemos deducir con seguridad que vino en un simón.
—Suena probable.
—Esta es una de las pistas de que hablaba. Puede llevarnos hasta algo. Y, por supuesto, está además la campanilla, que es la característica más distintiva del caso. ¿Por qué tenía que sonar la campanilla? ¿Intentaba llevar a cabo una fanfarronada el ladrón que lo hizo? ¿O lo hizo alguien que estaba con el ladrón con la intención de evitar el crimen? ¿O fue un accidente? ¿O fue...?
Se hundió de nuevo en la intensa y profunda reflexión de la que había salido; pero a mí me pareció, acostumbrado como estaba a todos sus estados de ánimo, que había caído en la cuenta de una nueva posibilidad.
Eran las tres y veinte cuando llegamos al final de nuestro recorrido y, tras un breve almuerzo en la cantina de la estación, rápidamente nos pusimos en camino en dirección a Scotland Yard. Holmes ya había telegrafiado a Forbes, y lo encontramos esperándonos; un hombre pequeño, de aspecto zorruno, con una expresión aguda, pero no por ello más amable, en el rostro. Fue decididamente seco en su comportamiento con nosotros, especialmente cuando supo el motivo que nos llevaba a él.
—Conozco sus métodos, señor Holmes —dijo agriamente—. Está dispuesto a usar toda la información que la policía puede poner a su disposición para intentar terminar el caso por sí mismo y desacreditarla.
—Todo lo contrario —dijo Holmes—. De los cincuenta y tres últimos casos que he tenido, mi nombre sólo ha aparecido en cuatro, llevándose toda la fama la policía en los otros cuarenta y nueve. No le culpo por no saber esto, porque es joven y sin experiencia; pero, si desea progresar en su nuevo cargo, trabaje conmigo, no contra mí.
—Estaría encantado de que me diera alguna otra indicación —dijo el detective cambiando sus modales—. Hasta ahora no he tenido ningún éxito con este caso.
—¿Qué pasos ha dado?
—Hemos seguido la pista a Tangey, el portero. Dejó el ejército con un buen informe sobre su conducta y no podemos encontrar nada contra él. Su mujer es una mala persona, sin embargo. Imagino que sabe más del asunto de lo que intenta aparentar.
—¿La han seguido?
—Tenemos a una de nuestras mujeres detectives tras ella. La señora Tangey bebe, y nuestro detective ha estado con ella en dos ocasiones en las que estaba bastante chispa, pero no pudo sacarle nada.
—Creo que tuvieron a los agentes de seguros en casa.
—Sí, pero les pagaron.
—¿De dónde procedía el dinero?
—No vimos nada irregular en lo que al dinero se refiere. Les debían la pensión de él; no han dado muestras de que les sobre el dinero.
—¿Qué explicación dio al hecho de que acudiera ella cuando el señor Phelps llamó para pedir un café?
—Dijo que su marido estaba muy cansado y quería ayudarlo.
—Bueno, esto estaría ciertamente de acuerdo con el hecho de que él fue encontrado, un poco más tarde, dormido en la silla. No hay nada contra ellos, pues, salvo el carácter de la mujer. ¿Le preguntó por qué llevaba tanta prisa aquella noche? Su apremio llamó la atención del número de policía.
—Era más tarde de lo habitual y quería llegar a casa.
—¿Le hizo ver que usted y el señor Phelps, que salieron por lo menos veinte minutos después de ella, llegaron allí antes?
—Ella lo explica por la diferencia entre un coche de punto y el tranvía.
—¿Hizo alguna aclaración de por qué cuando llegó a casa se precipitó hacia la cocina?
—Porque tenía allí el dinero con el que pagar a los corredores.
—Por lo menos tiene una respuesta para todo. ¿Le preguntó si al salir se había encontrado con alguien o había visto a alguien merodeando sospechosamente por Charles Street?
—No vio a nadie, salvo al número de policía.
—Bueno, parece que le ha hecho un concienzudo interrogatorio cruzado. ¿Qué más ha hecho?
—El empleado, Gorot; le hemos estado siguiendo la pista durante estas últimas nueve semanas, pero sin resultado. No tenemos ninguna prueba contra él.
—¿Algo más?
—Bueno, no contamos con ningún otro hecho sobre el que podamos seguir una investigación.
—¿Se ha formado usted ya alguna teoría sobre cómo pudo llegar a sonar esa campanilla?
—Bueno, tengo que confesar que ese asunto me puede. Quienquiera que lo haya hecho tiene que tener una sangre fría impresionante para así, sin más, ir y hacer sonar la alarma.
—Sí, es algo bastante extraño. Muchas gracias por todo lo que me ha dicho. Sabrá de mí en el caso de que pueda entregarle al hombre. ¡Vamos Watson!
—¿Dónde vamos a ir ahora? —pregunté al dejar la oficina.
—Vamos a ir a entrevistarnos con Lord Holdhurst, el ministro del Gabinete y futuro primer ministro de Inglaterra.
Tuvimos la suerte de que Lord Holdhurst estaba todavía en su despacho de Downing Street y, tras hacerle llegar Holmes su tarjeta de visita, nos hizo pasar al instante. El político nos recibió con esa extremada cortesía, un poco pasada de moda, que le caracteriza; nos ofreció asiento en dos lujosos y cómodos sillones situados a ambos lados de la chimenea. El, de pie sobre la alfombra que se extendía entre ambos, con su esbelta y ligera figura, su rostro agudo y pensativo y su rizado cabello prematuramente cano, parecía representar el tipo, ya no demasiado común, del noble que es noble de verdad.
—Su nombre me es muy familiar, señor Holmes —dijo sonriendo—. Y, por supuesto, no puedo fingir que desconozco el objeto de su visita. Sólo ha habido un suceso en estas oficinas que puede haber requerido su presencia aquí. Pero, permítame que le pregunte por cuenta de quién actúa.
—Del señor Percy Phelps —contestó Holmes.
—¡Ah, mi infortunado sobrino! Como usted puede comprender, nuestro parentesco me hace todavía más difícil el intentar protegerle de un modo u otro. Temo que este incidente tendrá un efecto muy perjudicial en su carrera.
—Pero, ¿y si encontramos el documento?
—¡Ah!, en ese caso sería diferente.
—Me gustaría hacerle unas preguntas, Lord Holdhurst.
—Estaré encantado de poder ofrecerle toda la información que se encuentra en mi poder.
—¿Fue en esta habitación en donde le dio a su sobrino las instrucciones de cómo debía llevarse a cabo la copia del documento?
—Esta era.
—Entonces difícilmente pudo haber alguien que sorprendiera su conversación.
—Por supuesto.
—¿Le había mencionado a alguien que tenía la intención de entregar el tratado a alguien con el fin de hacer una copia?
—Nunca.
—¿Está seguro de ello?
—Absolutamente.
—Bueno, puesto que ni usted se lo dijo a nadie, ni el señor Phelps se lo dijo a nadie, ni nadie más sabía algo sobre el asunto, la presencia del ladrón en la habitación fue, pues, algo puramente accidental. Vio una posibilidad y no la dejó escapar.
El político sonrió:
—Eso ya no es de mi competencia —dijo.
Holmes se quedó un momento pensativo.
—Hay otro aspecto del asunto, también muy importante, que me gustaría comentar con usted —dijo—. Tengo entendido que usted temía las graves consecuencias que acarrearía el hecho de que se llegaran a conocer ciertos detalles del tratado, ¿no es así?
Una sombra cubrió el expresivo rostro del político.
—Verdaderamente, graves consecuencias.
—¿Y las ha habido ya?
—No, todavía no.
—¿Si el tratado hubiera llegado, pongamos por caso, al Ministerio de Asuntos Exteriores francés o ruso, lo sabría?
—Sí, tendría que saberlo —dijo Lord Holdhurst, poniendo una expresión de disgusto en el rostro.
—Entonces, puesto que han pasado casi diez semanas y todavía no se sabe nada, ¿sería cierto suponer que el tratado no ha llegado a ellos?
Lord Holdhurst se encogió de hombros.
—No podemos suponer que el ladrón cogió el tratado para enmarcarlo y colgarlo de la pared.
—Posiblemente esté esperando a poder venderlo a mejor precio.
—Si espera un poco más, ya no podrá venderlo en absoluto. Dentro de unos cuantos meses el tratado dejará de ser secreto.
—Eso es muy importante —dijo Holmes—. Por supuesto, no está fuera de lo posible que el ladrón se encuentre aquejado de una súbita enfermedad.
—¿Un ataque de encefalitis, por ejemplo? —preguntó el político, lanzándole una rápida mirada.
—Yo no diría eso —dio Holmes imperturbable—. Y ahora nos vamos, Lord Holdhurst; ya le hemos quitado mucho de su valioso tiempo, y sólo nos queda desearle que tenga usted un buen día.
—Le deseo suerte en su investigación, sea quien sea el criminal —contestó el noble caballero, al tiempo que nos despedía con una reverencia.
—Es un buen tipo —dijo Holmes cuando salimos a Whitehall—. Pero tiene enormes dificultades para mantener su posición. Anda lejos de ser rico y tiene muchos gastos. ¿Se dio cuenta de que sus botines tenían echadas medias suelas? Ahora, Watson, no quiero tenerle alejado más tiempo de sus obligaciones. No haré nada más hoy, a no ser que alguien conteste al anuncio que puse en el periódico. Pero le estaría agradecido en extremo si quisiera acercarse conmigo mañana a Woking; cogeremos el mismo tren que hemos cogido hoy.
Me reuní, pues, con él a la mañana siguiente e hicimos el viaje juntos hasta Woking. Nadie había contestado al anuncio, dijo, y nada había sucedido que echara una nueva luz sobre el asunto. Tenía, cuando así lo deseaba, la profunda inexpresividad de un piel roja. Y yo no pude deducir por su aspecto si estaba o no satisfecho con la situación del caso. Recuerdo que su conversación giró en torno al sistema Bertillon de medidas y expresó una entusiasta admiración por el sabio francés.
Encontramos a nuestro cliente todavía bajo los cuidados de su fiel enfermera, pero tenía mucho mejor aspecto que antes. Cuando entramos, se levantó sin dificultad del sofá y nos saludó.
—¿Alguna novedad? —preguntó con vehemencia.
—Mi informe, como esperaba, es negativo —dijo Holmes—. He visto a Forbes y a su tío y he puesto en marcha una o dos investigaciones que nos pueden llevar hasta algo.
—¿No está, pues, descorazonado?
—En absoluto.
—¡Dios le bendiga por decir tal cosa! —exclamó la señorita Harrison.
—La verdad terminará por salir a la luz si seguimos siendo valerosos y no perdemos la paciencia.
—Nosotros podemos darle más noticias de las que usted ha podido darnos —dijo Phelps volviéndose a sentar en el sofá.
—Esperaba que tuvieran algo que decirme.
—Sí, ayer por la noche nos sucedió algo que podría ser serio —su expresión se fue haciendo más grave según hablaba y su mirada expresaba un tipo de sentimiento parecido al miedo—. ¿Sabe usted —dijo— que empiezo a creer que estoy siendo, sin darme cuenta, el centro de una monstruosa conspiración que no sólo atenta contra mi honor sino también contra mi propia vida?
—¡Ah! —exclamó Holmes.
—Parece increíble, porque no tengo, que yo sepa, un solo enemigo en este mundo. Y, sin embargo, a partir de la experiencia de ayer por la noche, no puedo llegar a otra conclusión.
—Por favor, tenga la bondad de contarme cómo fue.
—Tiene que saber que ayer por la noche fue la primera vez que dormí sin una enfermera en la habitación. Me encontraba muchísimo mejor que los días pasados, tanto, que decidí que podía pasar sin ella. Tenía, no obstante, una lamparilla encendida. Bueno, a eso de las dos de la madrugada me había hundido en un sueño ligero, cuando un ruidito me despertó de repente. Era similar al ruido que hacen los ratones al roer las tablas del entarimado y me quedé un rato escuchando, pensando que esa debía de ser la causa. Entonces se hizo más fuerte, hasta que al final oí en la ventana un golpe agudo y metálico. Me senté asombrado. Ahora ya no había duda sobre la procedencia del ruido. Los más débiles los había producido alguien al intentar forzar los bastidores de la ventana y el segundo lo produjo el pestillo al saltar.
Tras esto, todo quedó en silencio durante unos minutos, como si la persona estuviera esperando a ver si el ruido me había despertado o no. Entonces oí un tenue chirrido, al tiempo que la ventana se iba abriendo lentamente. No pude aguantar más, porque mis nervios ya no son lo que eran y, saltando de la cama, abrí de golpe las contraventanas. Había un hombre agazapado en la ventana. Apenas pude verlo, porque echó a correr con la velocidad del relámpago. Iba envuelto en algo parecido a una capa, que le ocultaba la parte inferior del rostro. Sólo estoy seguro de una cosa, y es que llevaba un arma en la mano. Me pareció un cuchillo. Vi claramente el brillo de éste cuando él se volvió antes de echar a correr.
—Esto es de lo más interesante; y dígame, ¿qué hizo usted entonces?
—Habría saltado por la ventana y le hubiera seguido, si me hubiera sentido más fuerte. Lo que hice fue tocar la campanilla y levantar a toda la casa. Me llevó un rato porque las campanillas suenan en la cocina y todos los sirvientes duermen arriba. Grité, por tanto, lo cual hizo bajar a Joseph, que se encargó de despertar al resto. Joseph y el mozo de cuadra encontraron pisadas en el macizo de flores que está debajo de la ventana, pero el tiempo ha sido tan seco últimamente, que pensaron que sería imposible seguirlas por todo el césped. No obstante, me han dicho que hay un lugar en la cerca de madera que bordea la carretera que muestra signos como si alguien hubiera pasado por encima rompiendo un listón al hacerlo. Todavía no he dicho nada a la policía local, porque pensé que haría mejor en saber primero su opinión sobre el asunto.
Este relato de nuestro cliente pareció tener un efecto extraordinario sobre Sherlock Holmes. Se levantó de su asiento y se puso a ir y venir por la habitación en un estado incontrolable de excitación.
—Las desgracias nunca vienen solas —dijo Phelps sonriendo, aunque era evidente que este suceso le había dejado un tanto estremecido.
—Ya ha sufrido usted lo suyo, verdaderamente —dijo Holmes—. ¿Cree que sería capaz de dar una vuelta conmigo alrededor de la casa?