Read Las memorias de Sherlock Holmes Online
Authors: Arthur Conan Doyle
Le seguí hasta lo alto de una empinada escalera, Allí, bajo el mismo tejado de pizarra, había dos habitaciones pequeñas, vacías y polvorientas, sin alfombras ni cortinas, y en ellas entramos. Yo me imaginaba encontrarme con unas grandes oficinas, mesas brillantes e hileras de escribientes, que era a lo que estaba acostumbrado, y no falto a la verdad si les digo que contemplé con bastante disgusto la mesita y dos sillas de madera que, juntamente con un libro de cuentas y un cesto para papeles inservibles, formaban todo el mobiliario.
—No se desanime, señor Pycroft —me dijo el hombre al que acababa de conocer, viendo cómo se me había alargado la cara —. Roma no se hizo en un día, y nos respaldan fuertes capitales, aunque todavía no presumamos de brillantes oficinas. Haga el favor de sentarse y darme su carta.
Se la di, y él la leyó con gran atención.
—Ha causado usted una gran impresión a mi hermano Arthur, por lo que veo. Y sé que él es hombre muy agudo juzgando a las personas. Considérese desde ahora como admitido definitivamente. El jura por Londres y yo por Birmingham, pero esta vez seguiré su consejo.
—¿Cuáles son mis obligaciones? —le pregunté.
—En su debido momento se encargará usted de la gerencia del gran depósito de París, que servirá para inundar con artículos de loza inglesa las tiendas de los ciento treinta y cuatro agentes que tenemos en Francia. Falta aún una semana para que queden completadas las compras. Entre tanto, usted permanecerá en Birmingham, procurando hacerse útil.
—¿De qué manera?
Por toda respuesta, echó mano de un libraco de pastas encarnadas que sacó de un cajón, y me dijo:
—Aquí tiene una guía de París, en la que figura la profesión de cada persona, a continuación de su nombre y apellidos. Llévesela usted a su domicilio y entresáqueme los nombres y direcciones de todos los comerciantes de ferretería y quincalla. Nos serán utilísimos.
—¿Y no habrá listas ya clasificadas? —le apunté.
—No son de fiar. Su sistema es distinto del nuestro.
Póngase de firme al trabajo, y tráigame las listas para el lunes, a las doce. Buenos días, señor Pycroft. Si usted sigue mostrando entusiasmo y diligencia, ya verá cómo la Compañía sabe ser buena con usted.
Regresé al hotel con el libraco bajo el brazo y con encontradísimos sentimientos en mi corazón. Por una parte, yo estaba definitivamente colocado y tenía cien libras en mi bolsillo. Por otra parte, el aspecto de las oficinas, el no figurar su nombre en la pared y otros detalles eran susceptibles de producir en el hombre de negocios una mala impresión acerca de la posición de sus patronos. Pero como, ocurriese lo que ocurriese, yo disponía de dinero, me apliqué a mi tarea. Trabajé firme durante todo el domingo; pero, con todo eso, no había llegado el lunes sino hasta la H. Volví a presentarme a mi jefe, lo hallé en el mismo departamento desamueblado, y me ordenó que siguiese con ello hasta el miércoles, y que volviese entonces. Tampoco el miércoles había terminado aún por completo, y tuve que seguir dándole hasta el viernes...; es decir, hasta anteayer. Vine entonces con todo lo hecho al señor Harry Pinner.
—Muchas gracias —me dijo—. Me temo haber calculado en menos la dificultad de la tarea. Esta lista me servirá de verdadera ayuda en mi trabajo.
—Me ha llevado bastante tiempo —le contesté.
—Pues bien —me dijo—: ahora quiero que prepare usted una lista de las tiendas de muebles, porque todas ellas venden artículos de quincallería.
—Perfectamente.
—Puede usted venir mañana, a las siete de la tarde, para que me entere de cómo marcha su trabajo. Pero no se exceda en el mismo. Un par de horas de café cantante por la noche no le haría ningún daño después de su labor del día.
Me decía esto riéndose, y entonces me fijé con un estremecimiento en que el segundo de sus dientes del lado izquierdo estaba empastado de oro de un modo muy chapucero.
Sherlock Holmes se frotó las manos satisfecho, y yo miré con asombro a nuestro cliente. Este prosiguió:
—Hay motivos para que se sorprenda, doctor Watson; pero es por la razón siguiente: cuando yo hablé con el otro individuo en Londres, y se echó a reír, burlándose de la idea de que yo pudiera ir a trabajar en Mawson, me fijé casualmente en que tenía su diente empastado de idéntica forma. Fíjese en que lo que en ambos casos atrajo mi atención fue el brillo del oro. Al poner ese detalle junto a la identidad del tipo y de la voz y ver que no presentaba sino diferencias que podían ser producidas por una navaja de afeitar y por una peluca, no me quedó duda alguna de que se trataba del mismo hombre. Nada tiene de extraño el encontrar un parecido entre dos hermanos, pero no hasta el punto de que tengan ambos el mismo diente empastado de idéntica manera. Me despidió con una inclinación, y yo me encontré en la calle sin darme cuenta de si caminaba de pies o de coronilla. Regresé a mi hotel, metí la cabeza en una palangana de agua e intenté imaginarme lo que ocurría. ¿Por qué me había traído de Londres a Birmingham? ¿Por qué razón había llegado antes que yo? ¿Y para qué había escrito una carta de sí mismo para sí mismo? Era demasiado problema para mí, y no logré verle ni pies ni cabeza. Pero tuve de pronto la idea de que quizá fuese claro para el señor Sherlock Holmes lo que para mí resultaba oscurísimo. Tuve el tiempo justo de coger el tren de la noche para Londres, de visitarle esta mañana y de regresar con ustedes a Birmingham.
Cuando el escribiente del corredor de Bolsa terminó de contar su sorprendente experiencia, hubo una pausa. Sherlock Holmes, recostado en el tapizado respaldo de su asiento, con expresión satisfecha, pero de crítico en la materia, lo mismo que un experto en vinos que acaba de dar el primer paladeo al de una añada extraordinaria, me miró de soslayo, y me dijo:
—¿Verdad, Watson, que no está mal? Hay detalles en el caso que me satisfacen. Creo que estará usted de acuerdo conmigo en que una entrevista con el señor Arthur Harry Pinner, en las oficinas provisionales de la Franco-Midland Hardware Company Limited, ha de ser una cosa que nos interesará a los dos.
—Pero, ¿cómo podemos realizarla? —le pregunté.
—¡Oh!, eso es bastante fácil —exclamó, con alegría, Hall Pycroft—. Ustedes dos son amigos míos que andan buscando acomodo, ¿y qué cosa más natural puede haber que el que yo me los lleve para presentarlos al director gerente?
—Ni más ni menos. Claro que sí —dijo Holmes—. Me agradaría echar un vistazo a ese caballero y ver si le encuentro sentido al jueguecito que se trae. ¿Qué cualidades tiene usted, amigo mío, que puedan hacer tan valiosos sus servicios? ¿O será posible que...?
Holmes se puso a morderse las uñas y a mirar a la lejanía por la ventana, y ya apenas si le oímos hablar hasta que nos encontramos en New Street.
A las siete del atardecer caminábamos los tres hacia las oficinas de la Compañía, en Corporation Street.
—De nada sirve que lleguemos antes de la hora señalada —nos dijo nuestro cliente—. Parece que él no viniera aquí sino para entrevistarse conmigo, porque las oficinas están desiertas hasta la hora exacta de la cita.
—Eso es muy elocuente —hizo notar Holmes.
—¡Por Júpiter! ¿Qué les dije? —exclamó el escribiente—. Ese que va allí, delante de nosotros, es él.
Nos señaló a un hombre más bien pequeño, rubio y bien vestido, que marchaba presuroso por el otro lado de la calle. Mientras nosotros le vigilábamos, él miró a través de la calle a un muchacho que voceaba la última edición del periódico de la tarde, cruzó la calzada, por entre los coches y los ómnibus, y le compró un ejemplar. Después, aferrando el periódico en la mano, desapareció por el portal de una casa.
—¡Allí entró! —exclamó Hall Pycroft—. Allí están las oficinas de la Compañía y a ellas va. Acompáñenme, y combinaré la entrevista lo más rápidamente posible.
Subimos tras él cinco pisos, hasta encontrarnos delante de una puerta entreabierta, a la que llamó con unos golpecitos nuestro cliente. Una voz nos invitó desde dentro: “¡Adelante!”, y entramos a un cuarto desnudo, sin muebles, tal como Hall Pycroft nos lo había descrito. El hombre que habíamos visto en la calle estaba sentado delante de la única mesa y tenía extendido en ésta su periódico. Levantó la vista para mirarnos, y yo no creo haber visto nunca otra cara con tal expresión de dolor, de un algo que era aún más que dolor: una expresión tan horrorizada que son pocos los hombres que la muestran alguna vez en su vida. El sudor daba brillo a su frente, sus mejillas eran de un color blancuzco de vientre de pescado, y la mirada de sus ojos era de desatino y de asombro. Miró a su escribiente como si no lo conociese, y por lo atónito que mostraba hallarse nuestro guía, comprendí que éste encontraba a su jefe completamente diferente a como era de ordinario.
—Parece usted enfermo, señor Pinner —exclamó el escribiente.
—Sí, no me siento muy bien —contestó el interrogado, haciendo esfuerzos evidentes por recobrarse, y humedeciéndose los labios resecos con la lengua, antes de contestar —. ¿Quiénes son estos caballeros que ha traído en su compañía?
—El uno es el señor Harris, de Bermondsey, y el otro el señor Price, de esta ciudad —contestó con volubilidad el empleado—. Son amigos míos, y caballeros experimentados, pero llevan algún tiempo sin colocación, y confían en que quizá encuentre usted para ellos algo en que trabajar dentro de la Compañía.
—Es muy posible que sí, es muy posible que sí —dijo el señor Pinner con sonrisa cadavérica—. Sí, estoy seguro de que estaremos en condiciones de hacer algo por ustedes ¿Cuál es su especialidad, señor Harris?
—Soy contable —contestó Holmes.
—Desde luego que necesitamos alguien por ese estilo. ¿Y usted, señor Price?
—Escribiente de oficina.
—Tengo la más viva esperanza de que la Compañía podrá darles acomodo. Se lo comunicaré a ustedes en cuanto hayamos tomado una decisión. Y ahora les suplico que se retiren. ¡Por amor de Dios, déjenme solo! Estas últimas palabras le salieron disparadas, como si el esfuerzo que venía haciendo para reprimirse hubiese estallado súbitamente y por completo. Holmes y yo nos miramos el uno al otro, y Hall Pycroft dio un paso hacia la mesa, diciéndole:
—Se olvida usted, señor Pinner, de que me encuentro aquí citado por usted para recibir algunas instrucciones suyas.
—Así es, señor Pycroft, así es —contestó el otro, ya con más calma—. Puede esperarme aquí un instante, y no hay razón tampoco para que no lo hagan sus amigos. Dentro de tres minutos volveré a estar a disposición de ustedes, si puedo abusar de su paciencia de aquí a entonces.
Se puso en pie con expresión de gran cortesía, nos saludó con una inclinación y desapareció por una puerta que había al fondo, cerrándola por dentro.
—¿Qué es esto? ¿Nos va a dar esquinazo? —cuchicheó Holmes.
—Eso es imposible —contestó Pycroft.
—¿Por qué razón?
—Porque esa es la puerta de la habitación interior.
—¿Y no tiene salida?
—Ninguna.
—¿Está amueblada?
—Ayer se hallaba desnuda.
—Pero entonces, ¿qué diablos está haciendo? Hay en este asunto algo que no entiendo. Si ha habido alguna vez un hombre enloquecido de espanto, ese hombre se llama Pinner. ¿Qué es lo que ha podido producirle la tiritona?
—Sospecha que somos detectives —apunté yo.
—Eso es —confirmó Pycroft.
Holmes movió negativamente la cabeza.
—No empalideció. Estaba ya pálido cuando entramos en la habitación.
—Es muy posible que...
Le cortó la palabra un fuerte martilleo que se oía hacia la puerta interior.
—¿Para qué diablos está golpeando su propia puerta? —exclamó el escribiente.
Volvió a oírse, más fuerte aún que antes, aquel martilleo. Todos nos quedamos mirando con expectación hacia la puerta cerrada. Yo me fijé en el semblante de Holmes y pude observar su rigidez y con qué intensa excitación echaba el busto hacia adelante. De pronto nos llegó un ruido glogloteante, como de alguien que gargarizaba, y un rápido repiqueteo sobre la madera. Holmes se abalanzó hacia la puerta y la empujó. Estaba cerrada por dentro. Siguiendo su ejemplo, nosotros también nos lanzamos con todo el peso de nuestro cuerpo contra la puerta. Saltó uno de los goznes, luego el otro, y la puerta se vino abajo con estrépito. Abalanzándonos por encima de ella nos metimos en el cuarto interior.
Estaba vacío. Pero nuestra desorientación sólo duró un instante. En un ángulo, el más inmediato a la habitación que acabábamos de dejar, había una segunda puerta. Holmes se abalanzó hacia ella y la abrió de un tirón. Tirados por el suelo había una chaqueta y un chaleco, y detrás de la puerta, ahorcado de un gancho con sus propios tirantes, estaba el director gerente de la Franco-Midland Hardware Company. Tenía las rodillas dobladas, le colgaba la cabeza formando un ángulo espantoso con su cuerpo, y el taconeo de sus pies contra la puerta era lo que había interrumpido nuestra conversación. Un instante después lo tenía yo agarrado por la cintura y levantaba en vilo su cuerpo, en tanto que Holmes y Pycroft desataban las tiras elásticas que se le habían hundido entre los pliegues de la piel. Lo trasladamos a continuación al otro cuarto, donde quedó tumbado, con la cara del color de la pizarra, embolsando y desembolsando sus cárdenos labios cada vez que respiraba..., convertido en una espantosa ruina de todo lo que había sido cinco minutos antes.
—¿Qué impresión le produce, Watson? —preguntó Holmes.
Me incliné sobre él y lo examiné. Tenía el pulso débil e intermitente, pero su respiración se iba haciendo más profunda, y sus párpados tenían un leve temblequeo que dejaba ver una estrecha tirita del globo del ojo.
—Se ha escapado por un pelo, pero ya se puede decir que vivirá —les dije—. Hagan el favor de abrir esa ventana y denme la botella de agua.
Le aflojé el cuello de la camisa, vertí agua en su cara y le baje los brazos hasta que lo vi respirar profundamente y con naturalidad.
—Es ya sólo cuestión de tiempo —dije al alejarme de él.
Holmes permanecía en pie junto a la mesa, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y la barbilla caída sobre el pecho.
—Me imagino que tendremos que avisar a la Policía —dijo—. Pero confieso que quisiera poder exponerles el caso completo cuando vengan.
—Para mí sigue siendo un condenado misterio —exclamó Pycroft rascándose la cabeza—. ¿Para qué quisieron traerme hasta aquí, si luego...?