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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Las ilusiones del doctor Faustino (2 page)

No es caso singular el que refiero. Apenas hay lugar en toda Andalucía, contra el cual no se haya inventado algún chiste ofensivo en los lugares circunstantes. Del Viso, por ejemplo, se dice que es la tierra de las chimeneas, porque no las hay, y se pregunta si saben allí lo que son piñones, porque apenas si se produce algo más que piñones en todo su término. Sobre Valenzuela y Porcuna se difunden mil epigramas, porque no hay leña ni carbón en muchas leguas a la redonda, y se calientan y guisan con combustible poco oloroso. De Palma del Río aseguran que nadie almuerza allí más que naranjas, y que, no concibiéndose ni la mera posibilidad de que nadie almuerce otra cosa, hacen esta pregunta: ¿donde no hay naranjas, qué almorzarán? A los de Tocina los embroman afirmando que la música de la misa mayor se acompaña con una guitarra, porque no hay órgano en la iglesia. A los de Fuentes de Andalucía, basta llamarlos de Fuentes de la Campana para que se enojen. De otro lugar, donde hay una torre muy primorosa, se dice a que todo forastero que la ve y la admira, procuran los naturales inculcarle en la mente que la dicha torre está hecha allí.

Para no pecar de prolijo no pongo aquí mayor número de ejemplos. Basten los citados para comprender que no es desgracia única la del lugar a que voy aludiendo, y que está en las costumbres andaluzas el darse vaya y cantaleta con algo por el estilo.

Sea como se quiera, creo que debe y puede considerarse al padre Bermejo como a un personaje patriarcal, raíz y tronco de toda una casta lugareña; y así, para distinguirla y nombrarla, sin proferir el verdadero nombre, que ya he dicho que debo callar por ciertos respetos, llamaré a aquellos lugareños los bermejinos, y llamaré Villabermeja al lugar en que viven.

Procedo en esto como los doctos historiadores de los tiempos heroicos y noto en nuestros días, tratándose de lugares de corta población, lo mismo que sucedía en el albor de la historia, en los siglos dorados y poéticos en que los patriarcas vivieron. Perseo dio nombre a los persas, Heleno a los griegos o helenos, Heber a los hebreos, Chus a los chusitas, Jafet a los jaféticos, y así discurriendo, hasta llegar a nuestro padre Bermejo, de donde arranca la denominación de bermejinos.

No debe colegirse de lo dicho que el padre Bermejo fuese un personaje real. Tal vez fue la prosopopeya de todo un pueblo. Muchos sabios de ahora interpretan de esta suerte el nombre y la vida de algunos patriarcas citados en los primeros capítulos del Génesis. Tubalcaín, pongo por caso, es para ellos, no un hombre que vive unos cuantos siglos, sino toda una raza humana, los turaníes o mejor diremos un ramo o varios ramos de los turaníes, llamados acadienses, protomedos, calibes y tibareños, los cuales fueron los primeros que trabajaron los metales y pasaron de la edad de piedra a la de bronce.

No faltan ejemplos tampoco de atribuir con malevolencia y en son de mofa un patriarca grotesco o aborrecible a una nación o casta. Los egipcios, v. gr., suponían que los hebreos nacieron en el desierto de un nefando consorcio de Tifón, dios del mal, cuando caballero en una burra, iba huyendo de Horo y no recuerdo bien si de su hermano Osiris, ya entonces resucitado. De este carácter malévolo se revisten, a no dudarlo, la fábula o
mito
del padre Bermejo y el apodo de bermejinos; pero no teniendo yo otro nombre mejor a la mano, repito que me he de permitir llamar Villabermeja al lugar que describo y bermejinos a sus habitantes, haciendo todas las salvedades posibles y jurando y perjurando que no trato de inferir la menor ofensa a mis semipaisanos.

Yo los quiero a todos muy bien, y además hay entre ellos una persona, cuyo carácter, entendimiento y afable trato me encantan, y a quien me honro en considerar como uno de mis mejores amigos.

Esta persona es conocida con el apodo de don Juan Fresco, y así la llamaremos, seguros de que no lo tomará a mal. D. Juan Fresco es un verdadero filósofo.

Cuando chico le llamaban Juanillo. Se fue del lugar y volvió riquísimo, ya muy entrado en años y con un don como una casa. Atendidas la novedad y la frescura de este don, la gente dio en llamarle D. Juan Fresco, y no de otra suerte se le conoce y distingue.

Pasa con razón por un potentado, pero como no quiere mezclarse en política ni en elecciones, ni en nada, no es el cacique, como debiera serlo. Villabermeja, contra la costumbre y regla general de los lugares de Andalucía, está descacicada o acéfala.

Al volver a su país natal este varón excelente ha dado, en mi sentir, la mayor prueba de amor a la patria que puede imaginarse, o cuando no, ha dado muestra de una portentosa despreocupación.

En cualquiera otra parte pasaría por todo un caballero: allí tiene por primos o sobrinos al carnicero, al alguacil, a media docena de licenciados de presidio y a otra gente por el mismo orden: pero de esto no se le importa un ardite. ¿Merecería llamarse D. Juan Fresco, si no tuviera tanta frescura?

Por el contrario, mi amigo D. Juan saca de lo desastrado de su familia ciertas deducciones lisonjeras. Asegura que no es casta la suya de ganapanes o destripaterrones humildes, sino de gente del bronce, hidalga, de ánimo levantado, en quien prevalecen los bríos y el vivir heroico y el gran ser de los bermejinos de la Edad Media, que eran guerreros, fronterizos de tierra de moros. Los Frescos, llamémoslos a todos así, no sirven para cavar: tienen que revestirse de la toga o empuñar las armas, y por eso, no habiendo habido mejores medios de satisfacer tan nobles instintos, uno es carnicero, alguacil otro, y no pocos se han echado al camino, en varias ocasiones, ya de contrabandistas, ya de desfacedores de agravios de la fortunilla ciega, enmendando, hasta donde les es dable, el mal repartimiento que de sus presentes y favores ella tiene hecho.

En tales razones funda D. Juan la apología de su familia; no sé aún si con toda seriedad o de broma, porque es el mayor socarrón que he conocido en mi vida.

Tendrá ahora sus setenta años muy largos de talle; pero está más firme que un roble y más derecho que un huso; no le falta diente ni muela, y conserva todo su cabello, que por ser rubio, como de legítimo bermejino, disimula o encubre las canas. Monta a caballo como un centauro y dispara su escopeta con tanto tino como si poseyera las balas encantadas de Freyschütz, o fuera un Filoctetes a la moderna.

D. Juan vive con esplendidez nada común por aquellos lugares. Su casa está situada en la plaza, y como todas las de los ricos de por allí, se compone de dos; una destinada a la labranza, donde hay lagar, bodega, candiotera, molino de aceite, cochera, alambique y caballerizas; otra de comodidad y aparato, con patio enlosado, fuente y columnas de mármol, flores, muebles elegantes, y ¡cosa extraña! una escogida y rica biblioteca. Esta biblioteca no es sólo de adorno. D. Juan lee mucho y sabe mucho también.

De su vida y del origen de su riqueza diré en resumen lo que él me ha contado, excitado por mí, porque es hombre que habla poco de sí mismo.

Nació casi con el siglo y no conoció a su padre. Su madre era viuda o algo parecido a viuda. En estos pormenores no entra nunca D. Juan, a pesar de su filosofía.

A la edad de siete años ya se ingeniaba para contribuir con su óbolo al gasto de la casa. Ora cogía cardillos, espárragos o alcauciles que luego vendía; ora se encargaba de vender zorzales, anguilas o zancas de ranas, que otros cazaban o pescaban. Más entrado en años, esto es, de diez a catorce o quince, iba a escardar o a coger aceitunas, y hasta llegó a cuidar de una piara de cerdos. En este último oficio, le conoció su tío, el famoso cura Fernández, una de las mayores glorias del lugar.

La guerra de la independencia había terminado, nuestro deseado Fernando VII reinaba ya, y el cura susodicho se reposaba sobre sus laureles y había depuesto las armas, después de haber sido, durante cinco o seis años, en la serranía de Ronda y por casi toda la extensión de las provincias de Córdoba y Málaga, caudillo animoso de una cuadrilla de patriotas, que los franceses apellidaban
briganes
.

El cura Fernández había sido y era el clérigo más jaque, campechano y divertido de que puede jactarse Andalucía. Tocaba con primor la guitarra, cantaba como nadie la caña y el fandango, y tenía la corpulencia y los puños de un jayán. Nadie le había vencido jamás ni en tirar a la barra, ni en luchar a brazo partido, ni en pulsear, ni en poner los labios en el borde de una tinaja de l60 arrobas de vino, bien llena, y rebajarla medio dedo o uno, sin que ni la cabeza ni el estómago padeciesen. Hablaba caló con primor, tenía una conversación muy amena, y contaba mil chascarrillos graciosos.

No se crea, sin embargo, que era un cura inmoral e ignorante. Si era un Viriato de sotana, bajo las apariencias de bandolero había en él un fervoroso católico, un buen sacerdote y un humanista, teólogo y filósofo muy instruido. Hablaba latín con la misma facilidad que castellano, aunque todo con ceceo y acento andaluces. Era terrible en las controversias, argumentando en materia y en forma, como ninguno de su tiempo; y, aunque tomista y escolástico, conocía el movimiento filosófico de los últimos siglos, desde Descartes hasta Condillac y los más recientes sensualistas y materialistas franceses a quienes refutaba.

Acabada la guerra, el cura Fernández, que aún no era cura aunque le llamaban así, se retiró a Archidona, donde daba lecciones de latín y de filosofía, auxiliando más bien que compitiendo con los escolapios. El obispo de Málaga fue por allí a hacer su visita pastoral, y si bien había sido compañero de seminario de Fernández, fijó poco en él su atención. Fernández no se picó, conociendo que las preocupaciones y cuidados del obispo tenían la culpa de todo; pero, como era chancero y alegre, quiso embromar a su antiguo condiscípulo, proporcionándose también ocasión de tener con él una larga entrevista. Cuando el obispo salió en coche de Archidona para proseguir su visita, ya el cura Fernández había salido y le estaba aguardando en la Peña de los Enamorados. Iba el cura con traje de campo muy majo; se había puesto unas patillas postizas de boca de hacha, y llevaba como acólito a un forajido, a quien con sus amonestaciones había traído a mejor vida, alcanzando su indulto. El forajido, ya con esta jubilación, se empleaba en hacer de ángel; esto es, en acompañar a viajeros tímidos o inermes, a fin de salvarlos en cualquier mal encuentro que en el camino se les ofreciera.

Tanto el cura Fernández como su compañero iban en esta ocasión para poner miedo en los pechos más valerosos: ambos a caballo y con sendos trabucos.

Salieron, pues, de improviso al camino, cuando pasó el coche de su Señoría Ilustrísima, desarmaron con rapidez a los dos escopeteros que iban custodiándole, y el ángel dijo con buenos modos al obispo, que echara pie a tierra. Obedeció el santo varón y bajó con su secretario, aunque bastante atribulado. Extraordinaria fue su consolación y grande su contento cuando el cura Fernández se quitó las patillas postizas y procedió a la anagnórisis o reconocimiento, mostrándose como condiscípulo afectuoso y lleno de respeto, que sólo deseaba echar un filete a la amistad y tener un rato de palique. Llevó el cura al obispo a una especie de tienda de campaña, que a un lado del camino tenía preparada, y allí te regaló con rosoli y mistela, con bizcochos y mostachones, y con rosquillos de Loja, que son los más delicados que se comen.

Estuvo tan discreto el cura Fernández, lució tanto en la conversación, y dijo tan buenas cosas, así de filosofía como de teología, que el obispo salió encantado y halló agradable hasta el susto que había recibido.

Pronto, con la protección del obispo, llegó el cura Fernández a ser cura en Málaga, en el barrio del Perchel, donde tenía feligreses muy a propósito para que él los catequizara, y ovejas levantiscas que bien requerían un pastor de sus hígados y arrestos.

Siendo cura en Málaga, vino Fernández a Villabermeja a ver a los de su familia y a respirar los aires patrios. El sobrino porquerizo le pareció despejado y apto para cualquier cosa, y llevósele a Málaga consigo. No se engañó el cura. Su sobrino aprendió a escape cuanto él sabía y más, así de
música
como de
gimnástica
, esto es, así de ejercicios corporales como de ciencias y letras. El cura Fernández estaba embelesado de transmitir con tanta prontitud su saber y de ver qué sobrino de tanto mérito era el suyo; por lo cual quiso que se hiciera clérigo, seguro de que llegaría a obispo, cuando menos; pero D. Juan no tenía vocación y declaró repetidas veces que no le llamaba Dios por dicho camino.

Toda su pasión era ver mundo y buscar aventuras, recorriendo tierras y mares. Merced al influjo del tío, entró, pues, en el colegio de San Telmo, de donde a los cuatro años, salió consumado piloto.

Las navegaciones de D. Juan, durante largo tiempo, compiten con las de Simbad, y si como sospecho, él las tiene escritas, serán libro de muy sabrosa lectura el día en que se publiquen. Por ahora, sólo importa saber que, habiendo llegado don Juan Fresco, en Lima, al apogeo de su reputación, fue nombrado capitán de un magnífico navío de la compañía de Filipinas, que debía hacer varias expediciones a Calcuta con ricos cargamentos. Había entonces piratas en los archipiélagos de la Oceanía. La tripulación del navío era harto heterogénea y nada de fiar: los marineros malayos; chinos los cocineros y calafates, el contramaestre francés; inglés el segundo, y sólo cuatro o cinco españoles. Con esta torre de Babel ambulante y flotante, hizo D. Juan tres viajes felices a las orillas del Ganges, donde, mientras se despachaba el navío y se preparaba y cargaba para la vuelta, vivió como un nabab, yendo en palanquín suntuoso, servido por lindas muchachas, querido de las bayaderas, cazando el tigre sobre los lomos de un elefante corpulento, y siendo agasajado por los más poderosos comerciantes de aquella plaza opulenta, emporio del extremo Oriente.

Como, a más de un sueldo crecido, tenía derecho a llevar una gran pacotilla, D. Juan acertó a hacer su negocio, y a la vuelta a Lima de su tercer viaje, se encontró millonario.

La independencia del Perú le obligó a escapar de aquel país con otros muchos españoles; pero, en vez de volver a Europa, se quedó en Río Janeiro, donde abrió casa de comercio. Cansado, por último, de vivir en tierras lejanas, volvió D. Juan a Europa, y después de viajar por Alemania, Francia, Italia e Inglaterra, el amor del suelo nativo le trajo a Villabermeja, donde yo le he conocido y tratado.

Ha comprado cortijos y olivares y viñas, y está hecho un hábil labrador. Nadie descubrirá en él al antiguo y audaz marino. Apenas habla de sus viajes y aventuras.

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