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Authors: Amin Maalouf

Tags: #Ensayo, Historia

Las cruzadas vistas por los árabes (23 page)

¿Atacar Damasco? ¿Atacar la ciudad de Muin al-Din Uñar, el único dirigente musulmán que tiene un tratado de alianza con Jerusalén? ¡No podían prestarle mejor servicio los frany a la resistencia árabe! Sin embargo, retrospectivamente, parece que los poderosos reyes que mandaban aquellos ejércitos de frany juzgaron que sólo la conquista de una ciudad prestigiosa como Damasco justificaba su desplazamiento hasta Oriente. Los cronistas árabes hablan esencialmente de Conrado, emperador de los alemanes, y no mencionan para nada la presencia del rey de Francia, Luis VII, aunque es cierto que se trata de un personaje de escasa envergadura.

En cuanto recibió informaciones acerca de las intenciones de los frany —cuenta Ibn al-Qalanisi—, el emir Muin al-Din empezó los preparativos para atajar su maldad. Fortificó todos los lugares donde se podía esperar un ataque, dispuso soldados en los caminos, cegó los pozos y destruyó las aguadas de los alrededores de la ciudad.

El 24 de julio de 1148, las tropas de los frany llegan ante Damasco seguidas de auténticas columnas de camellos cargados con sus pertrechos. Los damascenos salen de su ciudad a cientos para enfrentarse a los invasores. Entre ellos se halla un teólogo muy anciano de origen magrebí, al-Findalawi.

Al verlo avanzar a pie, Muin al-Din se le acercó —contará Ibn al-Atir—, lo saludó y le dijo: «Oh venerable anciano, tu avanzada edad te dispensa del combate. A nosotros corresponde defender a los musulmanes.» Le pidió que volviera sobre sus pasos, pero Al-Findalawi se negó, diciendo: «Me he vendido a Dios y me ha comprado.» Se refería así a las palabras del Altísimo: «Dios ha comprado a los creyentes sus personas y sus bienes para darles el paraíso a cambio.» Al-Findalawi siguió avanzando y combatió contra los frany hasta que cayó bajo sus golpes.

A este martirio seguirá pronto el de otro asceta, un refugiado palestino llamado al-Halhuli. Pero, a pesar de estos actos heroicos, no se puede atajar el avance de los frany. Se esparcieron por la llanura del Ghuta e instalaron sus tiendas, acercándose incluso, en varios puntos, a las murallas. Al atardecer de este primer día de combate, los damascenos, temiendo lo peor, empezaron a levantar barricadas en las calles.

El día siguiente, 25 de julio,
era domingo
—cuenta Ibn al-Qalanisi—
y los habitantes efectuaron salidas desde el amanecer. El combate no cesó hasta la caída de la tarde, cuando todos estuvieron agotados. Cada cual volvió entonces hacia sus posiciones. El ejército de Damasco pasó la noche frente a los frany y los ciudadanos permanecieron en los muros montando guardia y vigilando, pues veían al enemigo muy cerca
.

El lunes por la mañana, los damascenos recuperan la esperanza al ver aparecer por el norte sucesivas oleadas de jinetes turcos, kurdos y árabes. Uñar ha escrito a todos os príncipes de la región para pedirles refuerzos y éstos empiezan a llegar a la ciudad sitiada. Se anuncia que al lía siguiente llegará Nur al-Din al frente del ejército de Alepo, así como su hermano Sayf al-Din con el de Mosul. Cuando se van acercando, Muin al-Din envía, según Ibn al-Atir,
un mensaje a los frany extranjeros y otro a los de Siria
. Con los primeros emplea un lenguaje simplista:
El rey de Oriente está a punto de llegar; si no os vais, le entrego la ciudad y lo lamentaréis
. Con los otros, los «colonos», utiliza un lenguaje diferente:
¿Os habéis vuelto locos para ayudar a estas gentes contra nosotros? ¿No os habéis dado cuenta de que, si triunfan en Damasco, intentarán arrebataros vuestras propias ciudades? En cuanto a mí, si no consigo defender la ciudad, se la entregaré a Sayf al-Din, y ya sabéis que, si toma Damasco, ya no podréis manteneros en Siria
.

El éxito de la maniobra de Uñar es inmediato. Llega a n acuerdo secreto con los frany locales, que se encargan e convencer al rey de los alemanes de que se aleje de Damasco antes de que lleguen las tropas de refuerzo; para asegurar el éxito de sus intrigas diplomáticas, reparte importantes alboroques al tiempo que esparce por las hueris que circundan la capital cientos de francotiradores que se emboscan y acosan a los frany. Ya el lunes por la noche, las disensiones suscitadas por el viejo turco empiezan a surtir efecto. Los sitiadores que, bruscamente desmoralizados, se han decidido a realizar una retirada táctica para reagrupar a sus fuerzas, se ven acosados por los damascenos en una llanura abierta por los cuatro costados, sin la menor aguada a su disposición. Al cabo de unas horas, su situación se vuelve tan insostenible que sus reyes ya no piensan en tomar la metrópoli siria sino en salvar a sus tropas y a sus personas de la destrucción. El martes por la mañana, los ejércitos francos retroceden hacia Jerusalén perseguidos por los hombres de Muin al-Din.

Decididamente, los frany ya no son lo que eran. La incuria de los dirigentes y la desunión de los jefes militares parece no ser ya el triste privilegio de los árabes. Los damascenos están estupefactos: ¿es posible que la poderosa expedición franca que hace temblar a Oriente desde hace meses esté en plena descomposición tras menos de cuatro días de combate?
Pensaron que estaban preparando una trampa
dice Ibn al-Qalanisi. Pero no hay tal. La nueva invasión franca ha terminado por completo.
Los frany alemanes
—dirá Ibn al-Atir—
se volvieron a su país que está allá, detrás de Constantinopla, y Dios libró a los creyentes de esa calamidad
.

La sorprendente victoria de Uñar va a dar realce a su prestigio y a hacer olvidar sus pasados compromisos con los invasores. Pero Muin al-Din está viviendo los últimos días de su carrera. Muere un año después de la batalla.
Un día que había comido copiosamente, como solía, se vio aquejado de una indisposición. Se supo que tenía disentería
—especifica Ibn al-Qalanisi—
una temible enfermedad que pocas veces se cura
. Al morir, el poder recayó en el soberano nominal de la ciudad, Abaq, descendiente de Toghtekin, un joven de dieciséis años, no demasiado inteligente, que jamás logrará volar con sus propias alas.

El auténtico triunfador de la batalla de Damasco es indudablemente Nur al-Din. En junio de 1149 consigue aplastar al ejército del príncipe de Antioquía, Raimundo, al que Shirkuh, el tío de Saladino, mata con sus propias manos. Este último le corta la cabeza y se la envía, como era costumbre, al califa de Bagdad en una arquilla de plata. Habiendo alejado de este modo cualquier amenaza franca del norte de Siria, el hijo de Zangi tiene las manos libres para dedicar en adelante todos sus esfuerzos a la realización del antiguo sueño paterno: la conquista de Damasco. En 1140, la ciudad había preferido aliarse con los frany antes que someterse al brutal yugo de Zangi. Pero las cosas han cambiado. Muin al-Din ha muerto, el comportamiento de los occidentales ha desengañado a sus más ardientes partidarios y, sobre todo, la reputación de Nur al-Din no se parece en nada a la de su padre. No quiere violar a la orgullosa ciudad de los Omeyas sino seducirla.

Al llegar, al frente de sus tropas, a las huertas que circundan la ciudad, se preocupa más de ganarse la simpatía de la población que de preparar un asalto.
Nur al-Din
—cuenta Ibn al-Qalanisi—
se mostró bondadoso con los campesinos e hizo que su presencia no les pesara; por dolerse oró a Dios en su favor, en Damasco y en sus dependencias
. Cuando, poco después de su llegada, abundantes lluvias pusieron fin a un largo período de sequía, las genes le atribuyen tal mérito. «Gracias a él —dijeron—, a su justicia y a su conducta ejemplar.»

Aunque sus ambiciones sean evidentes, el señor de Alepo se niega a aparecer como un conquistador.

No he venido a acampar a este lugar con la intención de guerrear con vosotros o de poneros sitio —escribe en una carta a los dirigentes de Damasco—. Lo único que me ha movido a actuar así son las quejas de los musulmanes, pues los frany han despojado de todos sus bienes a los campesinos y los han separado de sus hijos y no tienen a nadie que los defienda. Por el poder que Dios me ha confiado para socorrer a los musulmanes y hacer la guerra a los infieles, dada la cantidad de hombres y bienes de que dispongo, no me es dado descuidar a los musulmanes y no salir en defensa suya. Tanto más cuanto que conozco vuestra incapacidad para proteger vuestras provincias y vuestra humillación que os lleva a pedir ayuda a los frany y a entregarles los bienes de vuestros súbditos más pobres, a los que perjudicáis de forma criminal. ¡Y ello no agrada a Dios ni a ningún musulmán!

Esta carta revela toda la sutileza de la estrategia del nuevo señor de Alepo, que se presenta como defensor de los damascenos, en particular de los más necesitados, e intenta claramente que se subleven contra sus señores. La respuesta de estos últimos es tan destemplada que contribuye a aproximar a los ciudadanos al hijo de Zangi: «Entre tú y nosotros, no hay ya más que el sable. Los frany van a venir para ayudarnos a defendernos.»

A pesar de las simpatías de que goza entre la población, Nur al-Din prefiere no enfrentarse con las fuerzas reunidas de Jerusalén y Damasco y acepta retirarse hacia el norte no sin haber conseguido que, en las mezquitas, se cite su nombre en los sermones inmediatamente después de los del califa y el sultán y que la moneda se acuñe a su nombre, una manifestación de vasallaje que utilizaban con frecuencia las ciudades musulmanas para apaciguar a sus conquistadores.

A Nur al-Din le parece alentador este triunfo a medias. Un año después, vuelve con sus tropas a las cercanías de Damasco y hace llegar una nueva carta a Abaq y a los demás dirigentes de la ciudad:
Sólo deseo el bienestar de los musulmanes, el yihad contra los infieles y la liberación de aquellos a los que mantienen prisioneros. Si os ponéis de mi parte con el ejército de Damasco, si nos ayudamos mutuamente para dirigir el yihad, mis deseos se verán colmados
. Por toda respuesta, Abaq recurre de nuevo a los frany, que se presentan bajo el mando de su joven rey Balduino III, hijo de Foulques, y se instalan a las puertas de Damasco durante algunas semanas. Incluso se permite a sus caballeros que circulen por los zocos, lo que no deja de crear cierta tensión entre la población de la ciudad, que no ha olvidado aún a sus hijos caídos tres años antes.

Nur al-Din, prudentemente, sigue evitando todo enfrentamiento con los aliados. Aleja a sus tropas de Damasco, esperando que los frany vuelvan a Jerusalén. Para í, la batalla es ante todo política. Le saca el mejor partido posible a la amargura de los ciudadanos; hace llegar multitud de mensajes a los notables damascenos y a los religiosos para denunciar la traición de Abaq. Entra incluso en contacto con muchos militares exasperados por la abierta colaboración con los frany. Para el hijo de Zangi ya no se trata sólo de suscitar protestas que entorpezcan la labor de Abaq, sino de organizar, en el interior de la ciudad que codicia, una red de complicidades que pueda obligar a Damasco a capitular. Le confía tan delicada misión al padre de Saladino. En 1153, tras un hábil trabajo de organización, Ayyub acaba por conseguir la neutralidad amistosa de la milicia urbana cuyo comandante es el hermano pequeño de Ibn al-Qalanisi. Altas personalidades del ejército adoptan la misma actitud, lo que, de día en día, va reforzando el aislamiento de Abaq. A éste sólo le queda un pequeño grupo de emires que lo animan a que se mantenga firme. Decidido a librarse de estos últimos irreductibles, Nur al-Din hace llegar al señor de Damasco informaciones falsas que revelan un complot tramado por los que lo rodean. Sin investigar en demasía la exactitud de tales informaciones, Abaq se apresura a mandar ejecutar o encarcelar a varios de sus colaboradores. Ya está completamente aislado.

Última operación: Nur al-Din intercepta súbitamente todos los convoyes de víveres que se dirigen hacia Damasco. El precio de un saco de trigo pasa, en dos días, de medio diñar a veinticinco dinares y la población empieza a temer la escasez de alimentos. Ya sólo les queda a los agentes del señor de Alepo convencer a la opinión de que no habría penuria alguna si Abaq no hubiera optado por aliarse con los frany en contra de sus correligionarios de Alepo.

El 18 de abril de 1154, Nur al-Din vuelve con sus tropas ante Damasco. Abaq envía una vez más un mensaje urgente a Balduino. Pero al rey de Jerusalén no le va a dar tiempo a llegar.

El domingo 25 de abril dan el asalto final, al este de la ciudad.

No había nadie en los muros —cuenta el cronista de Damasco—, ni soldados ni ciudadanos, a no ser un puñado de turcos encargados de custodiar una torre. Uno de los soldados de Nur al-Din se abalanzó hacia una muralla en lo alto de la cual estaba una mujer judía que le arrojó una cuerda. La utilizó para trepar, llegó a lo alto de la muralla sin que nadie se diera cuenta y lo siguieron algunos de sus compañeros que izaron una bandera, la colocaron sobre la muralla y empezaron a gritar: «¡Ya mansur! ¡Oh victorioso!» Las tropas de Damasco y la población renunciaron a cualquier resistencia a causa de la simpatía que sentían por Nur al-Din, su justicia y su buena reputación.

Un zapador corrió hacia la puerta del Este, bab-Sarki, con un pico y rompió la cerradura. Los soldados entraron por ella y se diseminaron por las principales arterias sin encontrar oposición. La puerta de Tomás, bab-Thuma, también les fue franqueada a las tropas. Finalmente, el rey Nur al-Din entró acompañado de su séquito, con gran alegría por parte de los habitantes y de los soldados que estaban obsesionados por el miedo a la falta de alimentos, así como por el temor de verse sitiados por los frany infieles.

Generoso en la victoria, Nur al-Din les ofrece a Abaq y i sus allegados feudos en la región de Homs y deja que luyan con todos sus bienes.

Sin combate, sin derramar sangre, Nur al-Din ha conquistado Damasco más por la persuasión que por las arnas. La ciudad que llevaba resistiendo desde hacía un cuarto de siglo a cuantos intentaban dominarla, ya fuesen los asesinos, los frany o Zangi, se había dejado seducir por la suave firmeza de un príncipe que prometía a la vez garantizar su seguridad y respetar su independencia. No lo lamentará y vivirá, gracias a él y a sus sucesores, uno de los períodos más gloriosos de su historia.

Al día siguiente de su victoria, Nur al-Din reúne a ulemas, cadíes y comerciantes y los tranquiliza, no sin mandar que le traigan copiosas existencias de víveres y suprimir algunas tasas que pesaban sobre el mercado de rutas, el zoco de verduras y la distribución del agua. En este sentido, se redacta un decreto al que se da lectura el siguiente viernes, desde el púlpito, después de la oración. A sus ochenta y un años, Ibn al-Qalanisi sigue presente y puede asociarse a la alegría de sus conciudadanos.
La población aplaudió
—narra—.
Los ciudadanos, los campesinos, las mujeres, los vendedores ambulantes, todo el mundo elevó públicamente oraciones a Dios para que concediera larga vida a Nur al-Din y para que sus banderas siempre fueran victoriosas
.

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