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Authors: Amin Maalouf

Tags: #Ensayo, Historia

Las cruzadas vistas por los árabes (11 page)

El cadí de Trípoli ha decidido deliberadamente salvar a Balduino, ya que cree que la principal amenaza para su ciudad procede de Dukak, quien también había actuado así en contra de Karbuka dos años antes. A ambos la presencia franca les ha parecido, en el momento decisivo, un mal menor. Pero este mal va a propagarse muy deprisa. Tres semanas después de la fallida emboscada de Nahr-el-Kalb, Balduino se proclama rey de Jerusalén y se lanza a una doble tarea de organización y de conquista para consolidar lo conseguido durante la invasión. Ibn al-Qalanisi, al intentar comprender, casi un siglo después, qué es lo que ha empujado a los frany a venir a Oriente, atribuirá la iniciativa de este proceso al rey Balduino, «al-Bardawil», a quien consideraba, en cierto modo, el jefe de Occidente, lo cual no es falso pues aunque este caballero no ha sido más que uno de los numerosos responsables de la invasión, el historiador de Mosul acierta al considerarlo el principal artífice de la ocupación. Frente a la irremediable fragmentación del mundo árabe, los Estados francos van a manifestarse, de entrada, por su determinación, sus cualidades guerreras y su relativa solidaridad, como una auténtica potencia regional.

Sin embargo, los musulmanes disponen de una baza considerable: la gran inferioridad numérica de sus enemigos. Tras la caída de Jerusalén, la mayoría de los frany han regresado a sus países. Balduino no puede contar, cuando sube al trono, más que con unos cuantos cientos de caballeros. Pero esta aparente inferioridad se esfuma cuando, en 1101, llegan noticias de que se han concentrado en Constantinopla numerosos ejércitos francos, mucho más numerosos que los que se han visto hasta el momento.

Los primeros en alarmarse son, claro está, Kiliy Arslan y Danishmend, que aún se acuerdan del último paso de los frany por Asia Menor. Sin vacilar, deciden unir sus fuerzas para intentar cortar el camino a la nueva invasión. Los turcos ya no se atreven a aventurarse por la zona de Nicea o de Dorilea, que, desde hace tiempo, están firmemente dominadas por los rum. Prefieren intentar una nueva emboscada mucho más allá, en el sureste de Anatolia. Kiliy Arslan, que ha crecido en edad y experiencia, manda envenenar todas las aguadas a lo largo del camino que siguió la otra expedición.

En mayo de 1101, el sultán se entera de que han cruzado el Bosforo más de cien mil hombres al mando de Saint-Gilles, que residía en Bizancio desde hacía más de un año. Trata de seguir, paso a paso, sus movimientos para saber en qué momento sorprenderlos. La primera etapa debería ser Nicea. Pero, curiosamente, los exploradores apostados cerca de la antigua capital del sultán no los ven venir. Por la zona del mar de Mármara, e incluso en Constantinopla, no se sabe nada de ellos. Kiliy Arslan no vuelve a dar con su rastro hasta finales de junio, cuando irrumpen súbitamente ante los muros de una ciudad que le pertenece, Ankara, situada en el centro de Anatolia, en pleno territorio turco, y cuyo ataque no ha previsto en ningún momento. Incluso antes de que haya tenido tiempo de llegar, los frany ya la han tomado. Kiliy Arslan cree estar viviendo de nuevo el momento, cuatro años antes, de la caída de Nicea. Sin embargo, no es tiempo de lamentaciones, pues los occidentales ya están amenazando el propio corazón de sus dominios. Decide tenderles una emboscada en cuanto salgan de Ankara para reanudar la marcha hacia el sur. Pero, una vez más, está cometiendo un error: los invasores, dándole la espalda a Siria, marchan resueltamente hacia el nordeste, en dirección a Niksar, la poderosa fortaleza en que Danishmend tiene prisionero a Bohemundo. ¡Así que de eso se trata! ¡Los frany están intentando liberar al señor de Antioquía!

El sultán y su aliado empiezan entonces a entender, sin acabar de creérselo, el curioso itinerario de los invasores. Hasta cierto punto, ello los tranquiliza, pues ahora pueden escoger el lugar de la emboscada. Va a ser la aldea de Merzifun a la que los occidentales han de llegar en los primeros días de agosto, agobiados bajo un sol de justicia. Su ejército no resulta nada impresionante. Unos cuantos cientos de caballeros que avanzan torpemente, doblados bajo el peso de unas armaduras recalentadas y, tras ellos, una abigarrada muchedumbre compuesta más por mujeres y niños que por auténticos combatientes. En cuanto la primera oleada de jinetes turcos se lanza al ataque, los frany huyen. No es una batalla sino una carnicería que se prolonga durante un día entero. A la caída de la noche, Saint-Gilles huye con sus allegados sin avisar siquiera al grueso del ejército. Al día siguiente rematan a los últimos supervivientes y capturan a miles de muchachas, que irán a poblar los harenes de Asia.

Apenas ha concluido la matanza de Merzifun cuando llegan unos mensajeros a alertar a Kiliy Arslan: una nueva expedición franca avanza ya por Asia Menor. Esta vez el itinerario no entraña ninguna sorpresa. Los guerreros de la cruz han tomado la ruta del sur y hasta que transcurren varios días no se dan cuenta de que el camino encierra una trampa. Cuando, a finales de agosto, llega del nordeste el sultán con sus jinetes, los frany, atormentados por la sed, agonizan ya. Los diezman sin que ofrezcan resistencia alguna.

No queda ahí la cosa. Una tercera expedición franca viene tras la segunda, por la misma ruta, con una semana de intervalo. Caballeros, soldados de infantería, mujeres, niños llegan, completamente deshidratados, cerca de la ciudad de Heraclea. Ya vislumbran el espejo de un río hacia el que se abalanzan todos, en desorden. Pero precisamente a la orilla de ese curso de agua los espera Kiliy Arslan…

Nunca se recuperarán los frany de esta triple matanza. Con la voluntad de expansión que los anima en estos años decisivos, la afluencia de tan gran número de nuevos recién llegados, combatientes o no, hubiera debido permitirles sin duda colonizar el conjunto del Oriente árabe antes de que a éste le hubiera dado tiempo a reponerse. Y sin embargo va a ser precisamente esta escasez de hombres el origen de la obra más duradera y más espectacular de los frany en tierras árabes: la edificación de castillos, ya que, para paliar la debilidad de sus efectivos, tendrán que construir unas fortalezas tan bien protegidas que un puñado de defensores pueda tener en jaque a una multitud de sitiadores. Pero, para superar la inferioridad numérica, los frany van a disponer, durante muchos años, de un arma aún más temible que sus fortalezas: el letargo del mundo árabe. Nada ilustra mejor este estado de cosas que la descripción que hará Ibn al-Atir de la extraordinaria batalla que se desarrolla ante Trípoli a principios de abril de 1102.

Saint-Gilles, Dios lo maldiga, volvió a Siria después de que lo aplastara Kiliy Arslan. No disponía más que de trescientos hombres. Entonces, Fajr el-Mulk, señor de Trípoli, mandó a decir al rey Dukak y al gobernador de Homs: «Ahora o nunca. Es el mejor momento para acabar con Saint-Gilles ya que tiene tan pocas tropas.» Dukak envió dos mil hombres y el gobernador de Homs acudió en persona. Las tropas de Trípoli se unieron a ellos ante las puertas de la ciudad y presentaron juntos batalla a Saint-Gilles. Éste lanzó a cien de sus soldados contra los de Trípoli, a otros cien contra los de Damasco, a cincuenta contra los de Homs y dejó a cincuenta a su lado. Nada más ver al enemigo, los de Homs huyeron y pronto los siguieron los damascenos. Sólo los tripolitanos hicieron frente y, al verlo, Saint-Gilles los atacó con sus otros doscientos soldados, los venció y mató a siete mil.

¿Trescientos frany que vencen a varios miles de musulmanes? Todo parece indicar que el relato del historiador árabe se ajusta a la realidad. La explicación más probable es que Dukak quiso hacerle pagar al cadí de Trípoli la actitud que había tenido durante la emboscada de Nahr-el-Kalb. La traición de Fajr el-Mulk había impedido eliminar al fundador del reino de Jerusalén; la revancha del rey de Damasco va a permitir la creación de un cuarto estado franco: el condado de Trípoli.

Seis semanas después de esta humillante derrota asistimos a una nueva demostración de la incuria de los dirigentes de la región, que, pese a la ventaja numérica, se revelan incapaces, cuando resultan vencedores, de sacarle partido a la victoria.

La escena transcurre en mayo de 1102. Un ejército egipcio de cerca de veinte mil hombres, al mando de Sharaf, el hijo del visir al-Afdal, ha llegado a Palestina y ha conseguido coger por sorpresa a las tropas de Balduino en Ramle, cerca del puerto de Jaffa. El propio rey ha tenido que esconderse boca abajo entre los juncos para no caer prisionero. A la mayoría de sus guerreros los matan o los capturan. Ese día, el ejército de El Cairo podía haberse apoderado de Jerusalén pues, como diría Ibn al-Athir, la ciudad carece de defensores y el rey franco ha huido.

Algunos de sus hombres le dijeron a Sharaf: «¡Vamos a tomar la Ciudad Santa!» Otros le dijeron: «¡Vamos mejor a tomar Jaffa!» Sharaf no acababa de decidirse. Mientras vacilaba de esta manera, a los frany les llegaron refuerzos por el mar y Sharaf hubo de volver a Egipto, junto a su padre.

Al ver que había estado a dos pasos de la victoria, el señor de El Cairo decide lanzar una nueva ofensiva al año siguiente y, luego, al otro. Pero en cada tentativa se interpone entre él y la victoria algún acontecimiento imprevisto. En una ocasión, es la flota egipcia que se malquista con el ejército de tierra. En otra, es el comandante de la expedición que muere accidentalmente y su desaparición siembra el desconcierto entre sus tropas. Era un general valeroso, pero —nos dice Ibn al-Atir—, sumamente supersticioso:
Le habían predicho que iba a morir de una caída de caballo y, cuando lo nombraron gobernador de Beirut, mandó que levantaran todo el empedrado de las calles por miedo a que resbalara su cabalgadura. Pero la prudencia no pone a cubierto del destino
. Durante la batalla, se le encabrita el caballo sin que nadie lo ataque y el general cae muerto en medio de sus tropas. Ya les falte suerte, imaginación o valor, las sucesivas expediciones de al-Afdal acaban todas de forma lamentable. Mientras tanto, los frany prosiguen tranquilamente la conquista de Palestina.

Tras haber tomado Haifa y Jaffa, atacan, en mayo de 1104, el puerto de Acre que, debido a su rada natural, es el único lugar en que los barcos pueden atracar tanto en verano como en invierno.
Desesperando de recibir auxilios, el gobernador egipcio pidió que les perdonaran la vida a él y a los habitantes de la ciudad
dice Ibn al-Qalanisi. Balduino les promete que nadie los importunará. Pero en cuanto los musulmanes salen de la ciudad con sus bienes, los frany se arrojan sobre ellos, los despojan de sus pertenencias y matan a muchos. Al-Afdal jura vengar esta nueva humillación. Van a enviar cada año un poderoso ejército contra los frany, pero siempre sufrirá un nuevo desastre. La ocasión perdida en Ramle en mayo de 1102 no volverá a presentarse.

También en el norte es la incuria de los emires musulmanes lo que salva a los frany del aniquilamiento. Después de la captura de Bohemundo en agosto de 1100, el principado que éste ha fundado en Antioquía permanece siete meses sin jefe, prácticamente sin ejército, pero a ninguno de los monarcas vecinos, ni a Ridwan, ni a Kiliy Arslan, ni a Danishmend, se les ocurre aprovechar la circunstancia. Dan tiempo a que los frany elijan un regente para Antioquía, en este caso Tancredo, el sobrino de Bohemundo, que toma posesión de su feudo en marzo de 1102 y que, para afirmar bien su presencia, organiza una expedición para asolar los alrededores de Alepo igual que hiciera un año antes con los de Damasco. Ridwan reacciona con más cobardía aún que su hermano Dukak. Le hace saber a Tancredo que está dispuesto a hacer todo lo que le pida si consiente en alejarse. Más arrogante que nunca, el frany exige que coloque una inmensa cruz en el minarete de la mezquita mayor de Alepo. Ridwan cumple la orden. ¡Una humillación que, como veremos, traerá sus consecuencias!

En la primavera de 1103, Danishmend, que está al tanto de las ambiciones de Bohemundo, decide, sin embargo, dejarlo en libertad sin ninguna contrapartida política. «Le exigió cien mil dinares de rescate y la liberación de la hija de Yaghi Siyan, el antiguo señor de Antioquía, que estaba cautiva.» Estos hechos escandalizan a Ibn al-Atir.

Una vez en libertad, Bohemundo regresó a Antioquía, volviendo así a dar ánimo a su pueblo y no tardó en hacer pagar el precio de su rescate a los habitantes de las ciudades vecinas. ¡Los musulmanes recibieron así un perjuicio que les hizo olvidar los beneficios de la captura de Bohemundo!

Tras haberse resarcido de este modo a expensas de la población local, el príncipe franco emprende la tarea de acrecentar sus dominios. En la primavera de 1104, se inicia una operación conjunta de los frany de Antioquía y de Edesa contra la plaza fuerte de Harrán, que domina la vasta llanura que se extiende a orillas del Éufrates y controla, de hecho, las comunicaciones entre Irak y el norte de Siria.

La ciudad en sí no tiene gran interés. Ibn Yubayr, que la visitará unos años después, la describirá en términos especialmente desalentadores.

En Harrán, el agua nunca está fresca ya que el intenso calor de ese horno abrasa enteramente su territorio. No se encuentra aquí ningún rincón umbrío para dormir la siesta y cuesta trabajo respirar. Harrán parece abandonada en la pelada llanura. No posee el esplendor de una ciudad y sus alrededores no lucen ningún ornato de elegancia.

Pero su valor estratégico es considerable. Una vez tomada Harrán, los frany podrían avanzar en dirección a Mosul e incluso a Bagdad. A corto plazo su caída dejaría acorralado el reino de Alepo. Objetivos éstos ambiciosos en verdad, pero a los invasores no les falta audacia. Tanto más cuanto que las divisiones del mundo árabe fomentan sus empresas. Al haberse reanudado, aún más encarnizada, la sangrienta lucha entre los hermanos enemigos Barkyaruk y Muhammad, Bagdad pasa de nuevo de un sultán selyúcida a otro. En Mosul, acaba de morir el atabeg Karbuka y su sucesor, el emir turco Yekermish, no acaba de imponerse.

En la propia Harrán la situación es caótica. El gobernador ha sido asesinado por uno de sus oficiales durante una borrachera y en la ciudad reina la violencia.
En ese momento fue cuando los frany se dirigieron hacia Harrán
—explicará Ibn al-Atir—. Yekermish, el nuevo señor de Mosul, y su vecino Sokman, antiguo gobernador de Jerusalén, se enteran cuando están guerreando entre sí.

Sokman quería vengar a un sobrino suyo, al que había matado Yekermish, y se disponían a enfrentarse. Pero ante este nuevo hecho, se invitaron mutuamente a unir sus fuerzas para salvar la situación en Harrán, declarándose cada uno de ellos dispuesto a ofrecer su vida a Dios y a no aspirar sino a la gloria del Altísimo. Se reunieron, sellaron la alianza y se pusieron en marcha contra los frany, Sokman con siete mil jinetes turcomanos y Yekermish con tres mil.

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