Las cosas que no nos dijimos (24 page)

—¿De verdad quieres que hablemos de la agudeza de tu memoria? ¿Quieres recordarme en qué lado de la calle se encontraba el bar en el que tantos momentos maravillosos viviste? Tu Knapp trabaja en la redacción del
Tagesspiegel,
sección de información internacional. ¿Vamos a hacerle una visita, o prefieres que nos quedemos aquí diciendo tonterías?

A la hora en que empezaban a cerrar las oficinas, tardaron mucho en cruzar Berlín, sumida en atascos sin fin. El taxi los dejó ante la Puerta de Brandemburgo. Después de afrontar el tráfico, ahora tenían que abrirse camino entre la densa multitud de berlineses que volvían del trabajo y las manadas de turistas que habían ido a visitar los monumentos. Allí, un día un presidente norteamericano había instado a su homólogo soviético, al otro lado del Muro, a restaurar la paz en el mundo, a echar abajo esa frontera de hormigón que antaño se elevaba detrás de las columnas del gran arco. Y, por una vez, los dos jefes de Estado se habían escuchado y puesto de acuerdo para reunir el Este con el Oeste.

Julia apretó el paso, a Anthony le costaba seguirla. Varias veces gritó su nombre, seguro de haberla perdido, pero siempre terminaba por distinguir su silueta entre la muchedumbre que había invadido la Pariserplatz.

Lo esperó en la puerta del edificio. Se presentaron juntos en la recepción. Anthony pidió ver a Jürgen Knapp. La recepcionista estaba hablando por teléfono. Puso la llamada en espera y les preguntó si habían concertado una cita.

—No, pero estoy seguro de que estará encantado de recibirnos —afirmó Anthony.

—¿A quién anuncio? —preguntó la recepcionista, admirando el pañuelo con el que se había recogido el cabello la mujer acodada al mostrador.

—Julia Walsh —contestó ella.

Sentado tras su escritorio en la segunda planta, Jürgen Knapp le pidió a la señorita que le repitiera si era tan amable el nombre que acababa de pronunciar. Le dijo que esperara un momento, ahogó el auricular con la palma de la mano y avanzó hasta la gran luna de cristal que dominaba la planta de abajo.

Desde ahí disfrutaba de una vista que abarcaba todo el vestíbulo y, en especial, la recepción. La mujer que se quitaba el pañuelo para acariciarse el cabello, aunque lo llevara ahora más corto de lo que él recordaba, esa mujer de elegancia natural que caminaba nerviosa de un lado a otro bajo su ventana, era sin lugar a dudas la mujer a la que había conocido hacía dieciocho años.

Volvió a llevarse el auricular al oído.

—Dígale que no estoy, que esta semana estoy de viaje, dígale incluso que no volveré hasta final de mes. Y, se lo ruego, ¡sea creíble!

—Muy bien —dijo la recepcionista, velando por no pronunciar el nombre de su interlocutor—. Tengo una llamada para usted. ¿Se la paso?

—¿Quién es?

—No me ha dado tiempo a preguntarlo.

—Pásemela.

La recepcionista colgó el teléfono e interpretó su papel a la perfección.

—¿Jürgen?

—¿Quién es?

—Tomas, ¿ya no reconoces mi voz?

—Sí, claro, perdóname, estaba distraído.

—¡Llevo esperando cinco minutos por lo menos, te llamo desde el extranjero! ¿Qué pasa, es que estabas hablando con un ministro para hacerme esperar tanto?

—No, no, lo siento, no era nada importante. Tengo una buena noticia para ti, pensaba anunciártela esta noche: ya me han dado luz verde, te vas a Somalia.

—¡Fantástico! —exclamó Tomas—. Vuelvo a Berlín y me marcho corriendo para allá.

—No es necesario, quédate en Roma, te saco un billete electrónico y te enviamos por mensajero todos los documentos importantes, los tendrás mañana por la mañana.

—¿Estás seguro de que no es mejor que pase a verte por la redacción?

—No, hazme caso, ya hemos esperado bastante para tener las autorizaciones, no podemos perder un solo día más. Tu vuelo para África sale del aeropuerto de Fiumicino a última hora de la tarde, te llamo mañana por la mañana con todos los detalles.

—¿Estás bien? —quiso saber Tomas—. Tienes una voz muy rara...

—Todo va muy bien. Ya me conoces, es sólo que me hubiera gustado estar contigo para celebrar tu marcha.

—No sé cómo darte las gracias, Jürgen; ¡me traeré de Somalia un premio Pulitzer para mí y un ascenso a director de la redacción de la sección internacional para ti!

Tomas colgó el teléfono. Knapp miró a Julia y al hombre que la acompañaba cruzar el vestíbulo y salir del recinto del periódico.

Volvió a su escritorio y colgó a su vez el teléfono.

17

Tomas se reunió con Marina, que lo esperaba sentada en lo alto de la gran escalinata de la piazza di Spagna, atestada de gente.

—¿Qué, has hablado con él? —le preguntó ella.

—Ven, hay mucha gente aquí, no se puede ni respirar; vamos a mirar escaparates, y si encontramos la tienda donde viste ese pañuelo de colorines, te lo regalo.

Marina se ajustó las gafas de sol y se puso en pie sin añadir palabra.

—¡Pero que la tienda no estaba por ahí en absoluto! —le gritó Tomas a su amiga, que se alejaba a paso rápido hacia la fuente.

—¡No, voy en dirección contraria incluso, y de todas maneras no quiero tu pañuelo!

Tomas corrió tras ella y la alcanzó al pie de la escalinata.

—¡Pero si ayer te morías por tenerlo!

—¡Ayer era ayer, y hoy ya no lo quiero! Así son las mujeres, cambian de opinión de la noche a la mañana, y vosotros los hombres sois unos imbéciles.

—Pero ¿qué pasa? —quiso saber Tomas.

—Pues lo que pasa es que si de verdad querías hacerme un regalo, tenías que elegirlo tú, envolverlo en un paquete bonito y esconderlo como una sorpresa, porque habría sido una sorpresa. A eso se le llama ser detallista, Tomas, es un rasgo poco frecuente y difícil de encontrar en un hombre que a las mujeres les gusta mucho. Y si con esto te intranquilizo, tampoco vayas a pensar que con detalles de ese tipo os vamos a saltar al cuello y a daros el «sí, quiero».

—Lo siento mucho, yo pensaba que te gustaría.

—Pues ya ves que no, más bien al contrario. No quiero que me den un regalo a cambio de mi perdón.

—¡Pero si yo no quiero que me perdones por nada!

—¿Ah, no? ¡Mira cómo te crece la nariz, pareces Pinocho! Anda, vamos mejor a celebrar tu marcha en lugar de pelearnos. Porque es lo que te ha anunciado Knapp al teléfono, ¿verdad? Ya puedes ir encontrando un buen sitio para invitarme a cenar esta noche.

Y Marina echó a andar de nuevo sin esperar a Tomas.

Julia abrió la portezuela del taxi, y Anthony avanzó hacia la puerta giratoria del hotel.

—Seguro que hay una solución. Tu Tomas no ha podido desvanecerse en el aire. Tiene que estar en alguna parte, y nosotros lo encontraremos, es sólo cuestión de tener paciencia.

—¿En veinticuatro horas? Sólo nos queda mañana, cogemos el avión de vuelta el sábado. ¿O es que se te ha olvidado?

—Soy yo quien tiene los días contados, Julia, tú tienes toda la vida por delante. Si quieres llegar hasta el final de esta aventura, volverás a Berlín; sola, pero volverás. Al menos este viaje nos habrá reconciliado a los dos con esta ciudad. Que no es poco.

—¿Por eso me has arrastrado hasta aquí? ¿Para tranquilizar tu conciencia?

—Eres libre de verlo así si quieres. No puedo obligarte a perdonarme por lo que quizá volviera a hacer si me hallara de nuevo en las mismas circunstancias. Pero no nos peleemos, por una vez hagamos ambos un esfuerzo. En un día puede suceder de todo, nunca es tarde, créeme.

Julia apartó la mirada. Su mano rozaba la de Anthony; éste vaciló un instante, pero renunció, cruzó el vestíbulo y se detuvo ante los ascensores.

—Temo no poder hacerte compañía esta noche —le declaró—. No te enfades conmigo, estoy cansado. Lo más juicioso sería no malgastar mi batería, la necesitaré mañana; nunca hubiera imaginado que se pudiera decir esta frase en sentido literal.

—Ve a descansar. Yo también estoy agotada, cenaré en mi habitación. Nos vemos mañana para el desayuno, lo tomaré contigo si quieres.

—Muy bien —dijo Anthony sonriendo.

El ascensor los condujo hacia sus respectivas plantas, y Julia se apeó la primera. Cuando las puertas se cerraron, se despidió de su padre con la mano y permaneció en el rellano, mirando los numeritos rojos que desfilaban por la pantalla encima de su cabeza.

De regreso en su habitación, se preparó un baño bien caliente, vertió en el agua el contenido de dos frasquitos de aceites esenciales que adornaban el borde de la bañera y volvió sobre sus pasos para encargarle al servicio de habitaciones un cuenco de cereales y un plato de fruta variada. Aprovechó para encender el televisor de plasma que colgaba de la pared, justo enfrente de la cama, donde dejó su bolso y sus cosas antes de volver al cuarto de baño.

Knapp se examinó largo rato en el espejo. Se ajustó el nudo de la corbata y se echó una última ojeada antes de salir del cuarto de baño. A las ocho en punto, en el palacio de la Fotografía, el ministro de Cultura inauguraría la exposición que él mismo había concebido y organizado. La sobrecarga de trabajo que había implicado ese proyecto había sido considerable, pero era muy importante, capital para no estancarse en su carrera. Si la velada resultaba un éxito, si sus colegas de la prensa escrita alababan en las ediciones del día siguiente el fruto de sus esfuerzos, ya no tardaría en instalarse en el gran despacho de cristal situado en la entrada de la sala de redacción. Knapp consultó el reloj en la pared del edificio, iba con un cuarto de hora de adelanto, por lo que tenía tiempo de sobra de cruzar andando la Pariserplatz y situarse al pie de la escalera, sobre la alfombra roja, para recibir al ministro y a las cámaras de televisión.

Adam hizo una bola con la hoja de celofán que envolvía su sandwich y apuntó para encestar en la papelera colgada de una farola del parque. Erró el tiro y se levantó para recoger el envoltorio grasiento. En cuanto se acercó al césped, una ardilla levantó la cabeza y se irguió sobre las patas traseras.

—Lo siento, amiga —dijo Adam—, no tengo avellanas en el bolsillo, y Julia no está en la ciudad. Nos ha dejado plantados a los dos.

El animalillo lo miró sacudiendo suavemente la cabeza con cada palabra.

—No creo que a las ardillas os guste el embutido —dijo lanzándole un trozo de jamón que asomaba entre las dos rebanadas de pan.

El roedor rechazó lo que se le ofrecía y trepó por el tronco de un árbol. Una joven que estaba haciendo
footing
se detuvo junto a Adam.

—¿Habla con las ardillas? Yo también, me encanta cuando acuden y agitan la carita a un lado y a otro.

—Ya lo sé, las mujeres las encuentran irresistibles, y eso que son primas hermanas de las ratas —masculló Adam.

Tiró el sandwich a la papelera y se alejó con las manos en los bolsillos.

Llamaron a la puerta. Julia cogió la esponja y se limpió rápidamente la mascarilla que le cubría el rostro. Salió de la bañera y se puso el albornoz que colgaba de un gancho. Cruzó la habitación, abrió la puerta al camarero y le pidió que dejara la bandeja sobre la cama. Cogió un billete de su bolso y lo metió dentro de la nota, antes de firmarla y entregársela al joven. En cuanto éste se hubo marchado, Julia se instaló bajo las sábanas y se puso a picotear del cuenco de cereales. Mando en mano, zapeó por las cadenas de televisión, en busca de algún programa que no estuviera en alemán.

Tres cadenas españolas, una suiza y dos francesas más tarde, renunció a ver las imágenes de guerra que transmitía la CNN —demasiado violentas—, las de las cotizaciones de Bolsa que ofrecía Bloomberg —no le interesaban nada, era un desastre en matemáticas—, el concurso de la RAI —la presentadora era demasiado vulgar para su gusto—, y volvió a empezar desde el principio.

El cortejo llegó, precedido por dos agentes de policía en moto. Knapp se puso de puntillas. Su vecino trató de colarse, pero él contestó con un codazo para recuperar su puesto, su colega no tenía más que haber llegado antes. Justo en ese momento se detuvo ante sí la berlina negra. Un guardaespaldas abrió la puerta del coche, y el ministro se apeó, acogido por un enjambre de cámaras. Acompañado por el comisario de la exposición, Knapp dio un paso adelante y se inclinó para saludar al alto funcionario, antes de escoltarlo por la alfombra roja.

Julia consultaba la carta, pensativa. En el cuenco de cereales sólo quedaba una pasa, y, en el plato de frutas, dos pepitas. Le resultaba imposible decidirse, dudaba entre un
fondant
de chocolate, un
strudel,
tortitas y un sandwich club. Se examinó atentamente la tripa y las caderas y lanzó despedida la carta al otro extremo de la habitación. El noticiario terminaba con las imágenes súper glamurosas de una inauguración mundana. Hombres y mujeres, personas importantes vestidas de gala, recorrían la alfombra roja bajo el resplandor de los flashes. Un elegante vestido largo, lucido por una actriz o una cantante, probablemente berlinesa, llamó su atención. No le resultaba familiar ningún rostro entre todo ese elenco de personalidades, ¡salvo uno! Se puso en pie de un salto, tirando al suelo la bandeja, y se acercó a la pantalla de televisión. Estaba segura de haber reconocido al hombre que acababa de entrar en el edificio, sonriendo al objetivo que lo enfocaba. La cámara se alejó para ofrecer una perspectiva general de las columnas de la Puerta de Brandemburgo.

—¡Será cabrón! —exclamó Julia, precipitándose hacia el cuarto de baño.

El recepcionista del hotel le aseguró que la velada en cuestión sólo podía celebrarse en el Stiftung Brandenburger. El palacio formaba parte de las últimas novedades arquitectónicas de Berlín, y, en efecto, desde la escalinata se podía disfrutar de una vista perfecta sobre las columnas. La inauguración de la que le hablaba Julia sin duda sería la que organizaba el
Tagesspiegel.
La señorita Walsh no tenía por qué precipitarse de esa manera, la gran exposición de fotografía periodística permanecería hasta la fecha que conmemoraba la caída del Muro, por lo que aún quedaban cinco meses. Si la señorita Walsh así lo deseaba, podría desde luego conseguirle dos invitaciones antes del día siguiente a mediodía. Pero lo que Julia quería era la manera de conseguir inmediatamente un vestido de noche.

—¡Pero si ya son casi las nueve, señorita Walsh!

Julia abrió su bolso y vació el contenido sobre el mostrador, inspeccionándolo. Había dólares, euros, monedas diversas, encontró incluso un viejo marco alemán del que nunca se había separado. Se quitó el reloj y lo empujó todo con las dos manos hacia el empleado del hotel, como lo haría un jugador sobre el mantel verde de la fortuna.

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