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Authors: Mark Twain

Tags: #Aventuras

Las aventuras de Tom Sawyer (2 page)

Siguió una pausa embarazosa. Después prosiguió Tom:

—Y tú, ¿cómo te llamas?

—¿Y a ti que te importa?

—Pues si me da la gana vas a ver si me importa.

—¿Pues por qué no te atreves?

—Como hables mucho lo vas a ver.

—¡Mucho…, mucho…, mucho!

—Tú te crees muy gracioso; pero con una mano atada atrás te podría dar una tunda si quisiera.

—¿A que no me la das…?

—¡Vaya un sombrero!

—Pues atrévete a tocármelo.

—Lo que eres tú es un mentiroso.

—Más lo eres tú.

—Como me digas esas cosas agarro una piedra y te la estrello en la cabeza.

—¡A que no!

—Lo que tú tienes es miedo.

—Más tienes tú.

Otra pausa, y más miradas, y más vueltas alrededor. Después empezaron a empujarse hombro con hombro.

—Vete de aquí —dijo Tom.

—Vete tú —contestó el otro.

—No quiero.

—Pues yo tampoco.

Y así siguieron, cada uno apoyado en una pierna como en un puntal, y los dos empujando con toda su alma y lanzándose furibundas miradas. Pero ninguno sacaba ventaja. Después de forcejear hasta que ambos se pusieron encendidos y arrebatados los dos cedieron en el empuje, con desconfiada cautela, y Tom dijo:

—Tú eres un miedoso y un cobarde. Voy a decírselo a mi hermano grande, que te puede deshacer con el dedo meñique.

—¡Pues sí que me importa tu hermano! Tengo yo uno mayor que el tuyo y que si lo coge lo tira por encima de esa cerca. (Ambos hermanos eran imaginarios).

—Eso es mentira.

—¡Porque tú lo digas!

Tom hizo una raya en el polvo con el dedo gordo del pie y dijo:

—Atrévete a pasar de aquí y soy capaz de pegarte hasta que no te puedas tener. El que se atreva se la gana.

El recién venido traspasó en seguida la raya y dijo:

Ya está: a ver si haces lo que dices.

—No me vengas con ésas; ándate con ojo.

—Bueno, pues ¡a que no lo haces!

—¡A que sí! Por dos centavos lo haría.

El recién venido sacó dos centavos del bolsillo y se los alargó burlonamente.

Tom los tiró contra el suelo.

En el mismo instante rodaron los dos chicos, revolcándose en la tierra, agarrados como dos gatos, y durante un minuto forcejearon asiéndose del pelo y de las ropas, se golpearon y arañaron las narices, y se cubrieron de polvo y de gloria. Cuando la confusión tomó forma, a través de la polvareda de la batalla apareció Tom sentado a horcajadas sobre el forastero y moliéndolo a puñetazos.

—¡Date por vencido!

El forastero no hacía sino luchar para libertarse. Estaba llorando, sobre todo de rabia.

—¡Date por vencido! —y siguió el machacamiento.

Al fin el forastero balbuceó un «me doy», y Tom le dejó levantarse y dijo:

—Eso, para que aprendas. Otra vez ten ojo con quién te metes.

El vencido se marchó sacudiéndose el polvo de la ropa, entre hipos y sollozos, y de cuando en cuando se volvía moviendo la cabeza y amenazando a Tom con lo que le iba a hacer «la primera vez que lo sorprendiera». A lo cual Tom respondió con mofa, y se echó a andar con orgulloso continente. Pero tan pronto como volvió la espalda, su contrario cogió una piedra y se la arrojó, dándole en mitad de la espalda, y en seguida volvió grupas y corrió como un antílope. Tom persiguió al traidor hasta su casa, y supo así dónde vivía. Tomó posiciones por algún tiempo junto a la puerta del jardín y desafió a su enemigo a salir a campo abierto; pero el enemigo se contentó con sacarle la lengua y hacerle muecas detrás de la vidriera. Al fin apareció la madre del forastero, y llamó a Tom malo, tunante y ordinario, ordenándole que se largase de allí. Tom se fue, pero no sin prometer antes que aquel chico se las había de pagar.

Llegó muy tarde a casa aquella noche, y al encaramarse cautelosamente a la ventana cayó en una emboscada preparada por su tía, la cual, al ver el estado en que traía las ropas, se afirmó en la resolución de convertir el asueto del sábado en cautividad y trabajos forzados.

Capítulo II

Llegó la mañana del sábado y el mundo estival apareció luminoso y fresco y rebosante de vida. En cada corazón resonaba un canto; y si el corazón era joven, la música subía hasta los labios. Todas las caras parecían alegres, y los cuerpos, anhelosos de movimiento. Las acacias estaban en flor y su fragancia saturaba el aire.

El monte de Cardiff, al otro lado del pueblo, y alzándose por encima de él, estaba todo cubierto de verde vegetación y lo bastante alejado para parecer una deliciosa tierra prometida que invitaba al reposo y al ensueño.

Tom apareció en la calle con un cubo de lechada y una brocha atada en la punta de una pértiga. Echó una mirada a la cerca, y la Naturaleza perdió toda alegría y una aplanadora tristeza descendió sobre su espíritu. ¡Treinta varas de valla de nueve pies de altura! Le pareció que la vida era vana y sin objeto y la existencia una pesadumbre. Lanzando un suspiro, mojó la brocha y la pasó a lo largo del tablón más alto; repitió la operación; la volvió a repetir, comparó la insignificante franja enjalbegada con el vasto continente de cerca sin encalar, y se sentó sobre el boj, descorazonado Jim, salió a la puerta haciendo cabriolas, con un balde de cinc y cantando
Las muchachas de Búffalo
. Acarrear agua desde la fuente del pueblo había sido siempre a los ojos de Tom una cosa aborrecible; pero entonces no le pareció así. Se acordó de que no faltaba allí compañía. Allí había siempre muchachos de ambos sexos, blancos, mulatos y negros, esperando vez; y entretanto, holgazaneaban, hacían cambios, reñían, se pegaban y bromeaban. Y se acordó de que, aunque la fuente sólo distaba ciento cincuenta varas, Jim jamás estaba de vuelta con un balde de agua en menos de una hora; y aun entonces era porque alguno había tenido que ir en su busca. Tom le dijo:

—Oye, Jim: yo iré a traer el agua si tú encalas un pedazo.

Jim sacudió la cabeza y contestó:

—No puedo, amo Tom. El ama vieja me ha dicho que tengo que traer el agua y no entretenerme con nadie. Ha dicho que se figuraba que el amo Tom me pediría que encalase, y que lo que tenía que hacer yo era andar listo y no ocuparme más que de lo mío…, que ella se ocuparía del encalado.

—No te importe lo que haya dicho, Jim. Siempre dice lo mismo. Déjame el balde, y no tardo ni un minuto. Ya verás cómo no se entera.

—No me atrevo, amo Tom… El ama me va a cortar el pescuezo. ¡De veras que sí!

—¿Ella…? Nunca pega a nadie. Da capirotazos con el dedal, y eso ¿a quién le importa? Amenaza mucho, pero aunque hable no hace daño, a menos que se ponga a llorar. Jim, te daré una canica. Te daré una de las blancas.

Jim empezó a vacilar.

—Una blanca, Jim; y es de primera.

—¡Anda! ¡De ésas se ven pocas! Pero tengo un miedo muy grande del ama vieja.

Pero Jim era de débil carne mortal. La tentación era demasiado fuerte. Puso el cubo en el suelo y cogió la canica. Un instante después iba volando calle abajo con el cubo en la mano y un gran escozor en las posaderas. Tom enjalbegaba con furia, y la tía Polly se retiraba del campo de batalla con una zapatilla en la mano y el brillo de la victoria en los ojos.

Pero la energía de Tom duró poco. Empezó a pensar en todas las diversiones que había planeado para aquel día, y sus penas se exacerbaron. Muy pronto los chicos que tenían asueto pasarían retozando, camino de tentadoras excursiones, y se reirían de él porque tenía que trabajar…; y esta idea le encendía la sangre como un fuego. Sacó todas sus mundanales riquezas y les pasó revista: pedazos de juguetes, tabas y desperdicios heterogéneos; lo bastante quizá para lograr un cambio de tareas, pero no lo suficiente para poderlo trocar por media hora de libertad completa. Se volvió, pues, a guardar en el bolsillo sus escasos recursos, y abandonó la idea de intentar el soborno de los muchachos. En aquel tenebroso y desesperado momento sintió una inspiración. Nada menos que una soberbia magnífica inspiración. Cogió la brocha y se puso tranquilamente a trabajar. Ben Rogers apareció a la vista en aquel instante: de entre todos los chicos, era de aquél precisamente de quien más había temido las burlas. Ben venía dando saltos y cabriolas, señal evidente de que tenía el corazón libre de pesadumbres y grandes esperanzas de divertirse. Estaba comiéndose una manzana, y de cuando en cuando lanzaba un prolongado y melodioso alarido, seguido de un bronco y profundo «tilín, tilín, tilón; tilín, tilón», porque, venía imitando a un vapor del Misisipí. Al acercarse acortó la marcha, enfiló hacia el medio de la calle, se inclinó hacia estribor y tomó la vuelta de la esquina pesadamente y con gran aparato y solemnidad, porque estaba representando al
Gran Misuri y se
consideraba a sí mismo con nueve pies de calado. Era buque, capitán y campana de las máquinas, todo en una pieza; y así es que tenía que imaginarse de pie en su propio puente, dando órdenes y ejecutándolas.

—¡Para! ¡Tilín, tilín, tilín!
(La arrancada iba disminuyendo y el barco se acercaba lentamente a la acera)
. ¡Máquina atrás! ¡Tilínlinlin!
(Con los brazos rígidos, pegados a los costados)
. ¡Atrás la de estribor! ¡Tilínlinlin! ¡Chuchuchu…!
(Entretanto el brazo derecho describía grandes círculos porque representaba una rueda de cuarenta pies de diámetro)
. ¡Atrás la de babor! ¡Tilín tilín, tilín…!
(El brazo izquierdo empezó a voltear)
. ¡Avante la de babor! ¡Alto la de estribor! ¡Despacio a babor! ¡Listo con la amarra! ¡Alto! ¡Tilín, tilín, tilín! ¡Chistsss…!
(Imitando las llaves de escape)
.

Tom siguió encalando, sin hacer caso del vapor. Ben se le quedó mirando un momento y dijo:

—¡Je, Je! Las estás pagando, ¿eh?

Se quedó sin respuesta. Tom examinó su último toque con mirada de artista; después dio otro ligero brochazo y examinó, como antes, el resultado. Ben atracó a su costado. A Tom se le hacía la boca agua pensando en la manzana; pero no cejó en su trabajo.

—¡Hola, compadre! —le dijo Ben—. Te hacen trabajar, ¿eh?

—¡Ah!, ¿eres tú, Ben? No te había visto.

—Oye, me voy a nadar. ¿No te gustaría venir? Pero, claro, te gustará más trabajar. Claro que te gustará.

Tom se le quedó mirando un instante y dijo:

—¿A qué llamas tú trabajo?

—¡Qué! ¿No es eso trabajo?

Tom reanudó su blanqueo y le contestó, distraídamente:

—Bueno; puede ser que lo sea y puede que no. Lo único que sé es que le gusta a Tom Sawyer.

—¡Vamos! ¿Me vas a hacer creer que a ti te gusta?

La brocha continuó moviéndose.

—¿Gustar? No sé por qué no va a gustarme. ¿Es que le dejan a un chico blanquear una cerca todos los días?

Aquello puso la cosa bajo una nueva luz. Ben dejó de mordisquear la manzana. Tom, movió la brocha, coquetonamente, atrás y adelante; se retiró dos pasos para ver el efecto; añadió un toque allí y otro allá; juzgó otra vez el resultado. Y en tanto Ben no perdía de vista un solo movimiento, cada vez más y más interesado y absorto. Al fin dijo:

—Oye, Tom: déjame encalar un poco.

Tom reflexionó. Estaba a punto de acceder; pero cambió de propósito:

—No, no; eso no podría ser, Ben. Ya ves…, mi tía Polly es muy exigente para esta cerca porque está aquí, en mitad de la calle, ¿sabes? Pero si fuera la cerca trasera no me importaría, ni a ella tampoco. No sabes tú lo que le preocupa esta cerca; hay que hacerlo con la mar de cuidado; puede ser que no haya un chico entre mil, ni aun entre dos mil que pueda encalarla de la manera que hay que hacerlo.

—¡Qué…! ¿Lo dices de veras? Vamos, déjame que pruebe un poco; nada más que una miaja. Si tú fueras yo, te dejaría, Tom.

—De veras que quisiera dejarte, Ben; pero la tía Polly… Mira: Jim también quiso, y ella no le dejó. Sid también quiso, y no lo consintió. ¿Ves por qué no puedo dejarte? ¡Si tú fueras a encargarte de esta cerca y ocurriese algo…!

—Anda…, ya lo haré con cuidado. Déjame probar. Mira, te doy el corazón de la manzana.

—No puede ser. No, Ben; no me lo pidas; tengo miedo…

—¡Te la doy toda!

Tom le entregó la brocha, con desgano en el semblante y con entusiasmo en el corazón. Y mientras el ex vapor
Gran Misuri
trabajaba y sudaba al sol, el artista retirado se sentó allí, cerca, en una barrica, a la sombra, balanceando las piernas, se comió la manzana y planeó el degüello de los más inocentes. No escaseó el material: a cada momento aparecían muchachos; venían a burlarse, pero se quedaban a encalar. Para cuando Ben se rindió de cansancio, Tom había ya vendido el turno siguiente a Billy Fisher por una cometa en buen estado; cuando éste se quedó aniquilado, Johnny Miller compró el derecho por una rata muerta, con un bramante para hacerla girar; así siguió y siguió hora tras hora. Y cuando avanzó la tarde, Tom, que por la mañana había sido un chico en la miseria, nadaba materialmente en riquezas. Tenía, además de las cosas que he mencionado, doce tabas, parte de un cornetín, un trozo de vidrio azul de botella para mirar las cosas a través de él, un carrete, una llave incapaz de abrir nada, un pedazo de tiza, un tapón de cristal, un soldado de plomo, un par de renacuajos, seis cohetillos, un gatito tuerto, un tirador de puerta, un collar de perro (pero sin perro), el mango de un cuchillo y una falleba destrozada. Había, entretanto, pasado una tarde deliciosa, en la holganza, con abundante y grata compañía, y la cerca ¡tenía tres manos de cal! De no habérsele agotado la existencia de lechada, habría hecho declararse en quiebra a todos los chicos del lugar.

Tom se decía que, después de todo, el mundo no era un páramo. Había descubierto, sin darse cuenta, uno de los principios fundamentales de la conducta humana, a saber: que para que alguien, hombre o muchacho, anhele alguna cosa, sólo es necesario hacerla difícil de conseguir. Si hubiera sido un eximio y agudo filósofo, como el autor de este libro, hubiera comprendido entonces que el trabajo consiste en lo que estamos obligados a hacer, sea lo que sea, y que el juego consiste en aquello a lo que no se nos obliga. Y esto le ayudaría a entender por qué confeccionar flores artificiales o andar en el
treadmill
[1]
es trabajo, mientras que jugar a los bolos o escalar el MontBlanc no es más que divertimiento. Hay en Inglaterra caballeros opulentos que durante el verano guían las diligencias de cuatro caballos y hacen el servicio diario de veinte o treinta millas porque el hacerlo les cuesta mucho dinero; pero si se les ofreciera un salario por su tarea, eso la convertiría en trabajo, y entonces dimitirían.

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