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Authors: Carlo Collodi

Tags: #Clásico, Cuento, Ensayo

Las aventuras de Pinocho (4 page)

—¡Papá, sálvame! ¡No quiero morir, no quiero morir!…

XI

Comefuego estornuda y perdona a Pinocho, quien, después, salva de la muerte a su amigo Arlequín.

E
L TITIRITERO COMEFUEGO (éste era su nombre) parecía un hombre horrendo, sobre todo con aquella barba negra que, a modo de delantal, le cubría todo el pecho y las piernas; pero, en el fondo, no era mala persona. La prueba es que, cuando vio delante de sí a aquel pobre Pinocho, que se debatía desesperadamente, gritando: «¡No quiero morir, no quiero morir!», empezó a conmoverse y a apiadarse de él y, tras haber resistido un poco, no pudo más y dejó escapar un sonoro estornudo.

Ante aquel estornudo, Arlequín, que hasta entonces había estado afligido y doliente como un sauce llorón, alegró la cara e, inclinándose sobre Pinocho, le susurró bajito:

—Buenas noticias, hermano. El titiritero ha estornudado y eso es señal de que ha tenido compasión de ti; ya estás a salvo.

Mientras todos los hombres, cuando se apiadan de alguien, lloran o por lo menos fingen secarse los ojos, Comefuego, en cambio, cada vez que se enternecía de verdad le daba por estornudar. Era un modo como otro cualquiera de dar a entender la sensibilidad de su corazón.

Después de que hubo estornudado, el titiritero, haciéndose el mal genio, gritó a Pinocho:

—¡Deja de llorar! Tus lamentos me han producido un cosquilleo aquí, en el estómago… Siento una congoja que casi, casi… ¡atchís, atchís! —Y estornudó otras dos veces.

—¡Salud! —dijo Pinocho.

—¡Gracias! ¿Viven tu padre y tu madre? —le preguntó Comefuego.

—Mi padre, sí; a mi madre no la he conocido.

—¡Hay que ver qué pena tendría tu anciano padre si yo ahora te hiciera arrojar a estos carbones ardientes! ¡Pobre viejo, lo compadezco!… ¡Atchís. atchís, atchís! —y estornudó otras tres veces.

—¡Salud! —dijo Pinocho.

—¡Gracias! También hay que compadecerme a mí, porque, como vez, no me queda leña para acabar de asar ese cordero; ¡y tú, la verdad, me habrías venido muy bien! Pero ya me he apiadado de ti y hay que tener paciencia. En tu lugar, echaré al fuego a alguno de los muñecos de mi compañía… ¡Eh, gendarmes!

Ante esta orden, aparecieron dos gendarmes de madera, muy altos y muy secos, con tricornio en la cabeza y sable desenvainado en la mano.

El titiritero les dijo con voz ronca:

—Detengan a ese Arlequín, átenlo bien y échenlo al fuego para que se queme. ¡Quiero que mi cordero se ase a la perfección!

¡Figúrense al pobre Arlequín! Fue tan grande su espanto que se le doblaron las piernas y cayó al suelo de bruces.

Pinocho, ante aquel espectáculo desgarrador, se echó a los pies del titiritero y, llorando a lágrima viva y mojándole todos los pelos de la larguísima barba, empezó a decir con voz suplicante:

—¡Piedad, señor Comefuego!…

—¡Aquí no hay señores! —replicó con dureza el titiritero.

—¡Piedad, caballero!…

—¡Aquí no hay caballeros!

—¡Piedad, comendador!…

—¡Aquí no hay comendadores!

—¡Piedad, Excelencia!…

Al oírse llamar Excelencia, al titiritero se le iluminó la cara y, convirtiéndose de golpe en un ser más humano y tratable, le dijo a Pinocho:

—Bueno, ¿qué quieres de mí?

—¡Le pido que perdone al pobre Arlequín!

—No hay perdón que valga. Si te he perdonado a ti, es preciso que lo eche a él al fuego, porque quiero que mi cordero esté bien asado.

—¡En ese caso —gritó altivamente Pinocho, levantándose y tirando su gorro de miga de pan—, en ese caso, ya sé cuál es mi deber! ¡Adelante, señores gendarmes! Atenme y arrójenme a las llamas. ¡No, no es justo que el pobre Arlequín, mi buen amigo, tenga que morir por mí!…

Estas palabras, pronunciadas con voz sonora y acento heroico, hicieron llorar a todos los muñecos que presenciaban la escena. Los mismos gendarmes, aunque eran de madera, lloraban como corderitos.

Comefuego al principio se quedó tan duro e inmóvil como un pedazo de hielo, pero, poco a poco, también él empezó a conmoverse y a estornudar. Estornudó cuatro o cinco veces, abrió afectuosamente los brazos y le dijo a Pinocho:

—¡Eres un buen chico! Ven aquí y dame un beso.

Pinocho corrió hacia él y, trepando como una ardilla por la barba del titiritero, le dio un magnífico beso en la punta de la nariz.

—Entonces, ¿me concede el perdón? —preguntó el pobre Arlequín, con un hilo de voz que apenas se oía.

—¡Concedido! —respondió Comefuego. Luego añadió, mien- tras suspiraba y movía la cabeza—: ¡Paciencia! Esta noche me resignaré a comer el cordero medio cocido; pero ¡ay de aquel a quien le toque la próxima vez!…

Ante la noticia de la obtención del perdón, todos los muñecos corrieron al escenario y encendieron las luces y los focos como para una función de gala, y empezaron a saltar y a bailar. Era ya de madrugada y continuaban bailando.

XII

El titiritero Comefuego le regala a Pinocho cinco monedas de oro, para que se las lleve a papá Geppetto. Pinocho se deja embaucar por la Zorra y el Gato y se va con ellos.

A
L DÍA SIGUIENTE, Comefuego llamó aparte a Pinocho y le preguntó:

—¿Cómo se llama tu padre?

—Geppetto.

—¿Qué oficio tiene?

—El de pobre.

—¿Gana mucho?

—Gana lo necesario para no tener nunca un céntimo en el bolsillo. Imagínese que, para comprarme el silabario de la escuela, tuvo que vender la única casaca que tenía: una casaca que, entre piezas y remiendos, estaba hecha una lástima.

—¡Pobre diablo! Me da pena. Ahí tienes cinco monedas de oro. Ve corriendo a llevárselas y salúdalo de mi parte.

Pinocho, fácil es imaginárselo, agradeció mil veces al titiritero; abrazó uno por uno a todos los muñecos de la compañía, incluidos los gendarmes, y se puso en camino para volver a su casa, loco de alegría.

Pero aún no había andado medio kilómetro cuando se encontró en el camino una Zorra, coja de un pie, y un Gato, ciego de los dos ojos, que iban de aquí para allá, ayudándose mutuamente como dos buenos compañeros de desgracia. La Zorra, que era coja, caminaba apoyándose en el Gato, y el Gato, que era ciego, se dejaba guiar por la zorra.

—Buenos días, Pinocho —dijo la Zorra, saludándolo cortésmente.

—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó el muñeco.

—Conozco muy bien a tu papá.

—¿Dónde lo has visto?

—Lo he visto ayer, en la puerta de su casa.

—¿Qué hacía?

—Estaba en mangas de camisa y temblaba de frío.

—¡Pobre papá! Pero, si Dios quiere, de hoy en adelante ya no temblará…

—¿Por qué?

—Porque me he convertido en un gran señor.

—¿Un gran señor tú? —dijo la Zorra y empezó a reírse con una risa descarada y burlona; y el Gato se reía también, pero, para no dejarlo ver, se peinaba los bigotes con las patas delanteras.

—¡No hay por qué reírse! —gritó Pinocho, enojado— siento mucho que se les haga agua la boca, pero éstas, para que se enteren, son cinco hermosas monedas de oro. Y sacó las monedas que Comefuego le había regalado.

Ante el simpático sonido de las monedas, la Zorra, en un ademán involuntario, alargó la pata que parecía encogida, y el Gato abrió los ojos de par en par, como dos linternas verdes; pero los cerró inmediatamente y Pinocho no se dio cuenta de nada.

—Y ahora —preguntó la Zorra—, ¿qué vas a hacer con esas monedas?

—Ante todo —contestó el muñeco—, voy a comprarle a mi papá una bonita casaca nueva, toda de oro y plata, con botones de brillantes. Y luego compraré un silabario para mí.

—¿Para tí?

—Claro; voy a ir a la escuela y a estudiar de veras.

—Mírame —dijo la Zorra—: por el tonto vicio de estudiar, perdí una pata.

—Mírame —dijo el Gato: por el tonto vicio de estudiar, perdí la vista de los dos ojos.

En ese momento, un Mirlo blanco posado en el cercado del camino se puso a cantar y dijo:

—Pinocho, no hagas caso de los consejos de las malas compañías. ¡Te arrepentirás si lo haces!

¡Pobre Mirlo, nunca lo hubiera dicho! El Gato, dando un gran salto, se abalanzó sobre él y sin darle tiempo siquiera a decir «¡ay!» se lo comió de un bocado, con plumas y todo.

Tan pronto como se lo hubo comido se limpió la boca, cerró otra vez los ojos y continuó haciéndose el ciego, como antes.

—¡Pobre Mirlo! —dijo Pinocho al Gato—. ¿Por qué lo trataste tan mal?

—Lo hice para darle una lección. Así aprenderá a no meter la nariz en las conversaciones de los demás.

Habían hecho ya más de la mitad del camino cuando la Zorra, deteniéndose de improviso, le dijo al muñeco:

—¿Quieres doblar tus monedas de oro?

—¿Qué?

—¿Quieres convertir tus cinco miserables monedas en cien, mil, dos mil?

—¡Ojalá! ¿De qué manera?

—La manera es facilísima. En vez de volverte a tu casa, tendrías que venir con nosotros.

—¿Adónde me quieren llevar?

—Al país de los Badulaques.

Pinocho lo pensó un poco, y luego dijo resueltamente:

—No, no quiero ir. Ahora estoy cerca de casa y quiero llegar a casa, pues mi padre me espera. ¡Pobre viejo, quién sabe cuánto ha suspirado ayer al ver que no volvía! Desde luego que he sido un mal hijo, y el Grillo-parlante tenía razón cuando decía: «Los niños desobedientes no conseguirán nada bueno en este mundo». Yo lo he experimentado a mi costa, por que me han pasado muchas desgracias y aun ayer por la noche, en casa de Comefuego, he corrido peligro… ¡Brr! ¡Sólo de pensarlo se me pone la carne de gallina!

—Así que —dijo la Zorra—, ¿de verdad quieres irte a casa? ¡Andate, entonces, y peor para ti!

—¡Peor para ti! —repitió el Gato.

—Piénsalo bien, Pinocho, porque estás dándole una patada a la fortuna.

—¡A la fortuna! —repitió el Gato.

—Tus cinco monedas, de hoy a mañana, se hubieran convertido en dos mil.

—¡Dos mil! —repitió el Gato.

—Pero, ¿cómo es posible que se conviertan en tantas? —preguntó Pinocho, quedándose con la boca abierta por el estupor.

—Ahora mismo te lo explico —dijo la Zorra—. Has de saber que, en el país de los Badulaques, hay un campo bendito, llamado el Campo de los Milagros. Tú haces en ese campo un hoyito y metes dentro, por ejemplo, una moneda de oro. Recubres el hoyo con un poco de tierra, lo riegas con dos baldes de agua de la fuente, echas encima un puñado de sal y por la noche te vas tranquilamente a la cama. Durante la noche, la moneda germina y florece y a la mañana siguiente, cuando te levantas, regresas al campo y, ¿qué es lo que encuentras? Encuentras un árbol cargado de monedas de oro, tantas como granos puede tener una espiga en el mes de enero.

—Así que —dijo Pinocho, cada vez más aturdido—, si yo enterrara en ese campo mis cinco monedas, ¿cuántas encontraría a la mañana siguiente?

—Es una cuenta muy fácil —contestó la Zorra—; una cuenta que se puede hacer con los dedos de la mano. Calcula que cada moneda te dé un racimo de quinientas monedas; multiplica quinientos por cinco y, a la mañana siguiente, te embolsas dos mil quinientas monedas contantes y sonantes

—¡Oh, qué estupendo! —gritó Pinocho, bailando de alegría—. Apenas recoja esas monedas, me guardaré dos mil para mí y les daré a ustedes quinientas, como regalo.

—¡Un regalo para nosotros! —gritó la Zorra, muy desdeñosa, haciéndose la ofendida—. ¡Dios te libre!

—¡Dios te libre! —repitió el Gato.

—Nosotros —continuó la Zorra— no trabajamos por el vil interés; trabajamos únicamente para enriquecer a los demás.

—¡A los demás! —repitió el Gato.

«¡Qué buenas personas!», pensó para sí Pinocho; en el acto se olvidó de su padre, de la casaca nueva, del silabario y de todos los buenos propósitos que había hecho, y dijo a la Zorra y al Gato:

—Vámonos. Voy con ustedes.

XIII

La hostería del Camarón Rojo.

D
ESPUÉS DE MUCHO caminar llegaron por fin, al caer la noche, muertos de cansancio, a la hostería del Camarón Rojo.

—Detengámonos aquí —dijo la Zorra— a comer un bocado y descansar unas horas. Saldremos a medianoche para estar mañana, de madrugada, en el Campo de los Milagros.

Entraron en la posada y se sentaron ante una mesa; pero ninguno de los tres tenía apetito.

El pobre Gato, que se sentía gravemente indispuesto del estómago, sólo pudo comer treinta y cinco salmonetes con salsa de tomate y cuatro raciones de callos a la parmesana. Y como los callos no le parecían bastante sazonados, pidió tres veces mantequilla y queso rallado.

La Zorra hubiera picado con gusto algo; pero el médico le había prescrito una grandísima dieta y tuvo que contentarse con una simple liebre y con un ligerísimo guiso de pollos cebados. Después de la liebre se hizo servir, como aperitivo, un guisado de perdices, conejos y ranas, y ya no quiso más. La comida le daba tales náuseas, según ella, que no podía llevarse nada a la boca.

Quien comió menos de todos fue Pinocho. Pidió una nuez y un cachito de pan y los dejó en el plato.

El pobre niño, con el pensamiento fijo en el Campo de los Milagros, había sufrido una indigestión anticipada de monedas de oro. Cuando acabaron de cenar, la Zorra le dijo al posadero:

—Dénos dos buenas habitaciones, una para el señor Pinocho y otra para mí y mi compañero. Antes de partir, dormiremos un cor to tiempo. Pero no olvide que a medianoche deben despertarnos para continuar nuestro viaje.

—Sí, señores —respondió el posadero, y guiñó un ojo a la Zorra y al Gato, como diciendo: «¡He comprendido al vuelo! ¡Entendido!»

Tan pronto como Pinocho se metió en la cama quedó dormido de golpe y empezó a soñar. En su sueño, le parecía que estaba en medio de un campo y este campo estaba lleno de arbolitos cargados de racimos, y estos racimos estaban cargados de monedas de oro; bamboleándose a impulsos del viento, hacían zin, zin, zin, como si quisieran decir: «Quien nos quiera, que venga a sacarnos». Pero cuando Pinocho estaba en lo mejor, es decir, cuando alargó la mano para agarrar a puñados todas aquellas monedas y metérselas en el bolsillo, lo despertaron de repente tres violentísimos golpes dados en la puerta de la habitación.

Era el posadero, que venía a decirle que ya habían dado las doce.

—¿Mis compañeros están listos? —preguntó el muñeco.

—Más que listos. Se han marchado hace dos horas.

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