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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

Las alas de la esfinge (6 page)

—¿Cuál?

—Después te la digo.

El golpe del avistamiento de Picarella quería darlo cuando Catarella le devolviera la fotografía y en presencia también de Fazio.

—Ya has visto en Retelibera que le he pedido a Zito que…

—Sí, ya lo he visto.

—Después de la transmisión llamó un tal Graceffa, que vendrá este mediodía. Y llamó también una tal señora…

Sonó el teléfono.


Dottore
, la señora que se llama Annunziata y no Appuntata está aquí.

—Pásamela.


Dottore
, no me he explicado bien. Está aquí personalmente.

—Pues entonces acompáñala al despacho del
dottor
Augello.

Mimì lo miró con expresión inquisitiva.

—Atiéndela tú, Mimì. Es una que vio la transmisión y a lo mejor puede ayudarnos a identificar a la chica.

—Pero ¿tú adónde vas?

—Voy a ver a Pasquano.

* * *

—Mire que esta mañana me echan humo los cojones —fue la amable advertencia inicial del médico.

Montalbano no se impresionó y contestó en el mismo tono. Pasquano sólo se volvía tratable si uno sabía plantarle cara.

—¿Pues sabe usted lo que parecen los míos? Exactamente lo mismo que una locomotora de vapor.

—¿Qué demonios quiere?

Había dicho demonios. Ni coño ni puñetas, lo cual significaba que estaba auténticamente furioso.

—¿Qué ocurre, doctor?

—Pues que ayer por la tarde, en el Círculo, me encontré con una escalera servida.

—Qué bien, ¿no?

—No; porque un cabrón también tenía una escalera. Real y servida. ¿Me explico?

—Pues me parece estupendo, doctor. ¿Había relanzado?

—¿Usted no lo habría hecho?

—Yo no juego. Pero ya verá como esta tarde lo compensa.

—¿Ha venido para consolarme?

—He venido para…

—… ¿para hablar de la vida de los flamencos?

—No; en todo caso de los lepidópteros.

—¿Se refiere a la chica de la mariposa?

—Me refiero.

—Pues verá, seguramente no había cumplido los treinta. Unos veinticinco años. La mataron de un solo tiro en la cara, disparado a menos de diez metros de distancia.

—¿Un buen tirador?

—Muy bueno o con muy buena suerte.

—Los de la Científica dicen que era un arma de gran calibre.

—No hace falta toda esa ciencia de la Científica. Basta con ver los estragos que ha provocado. La bala rozó el hueso maxilar izquierdo y, simplemente por ponerle un ejemplo, le arrancó la mitad de los dientes superiores, que no he encontrado en el cadáver.

—¿Cuándo la mataron?

—El homicidio se produjo seguramente la noche del sábado. Después, la noche del domingo, el asesino se deshizo del cadáver arrojándolo al vertedero.

Todo coincidía.

—Pero ¿por qué lo guardó todo el domingo?

—La cuestión no me corresponde a mí, le corresponde a usted.

—Dígame, doctor, ¿ha conseguido establecer si la chica mantuvo relaciones sexuales antes de ser asesinada?

—Si las hubiera mantenido, ya se lo habría dicho. Y se lo habría dicho sobre todo al fiscal Tommaseo, para hacerlo inmensamente feliz.

—¿Se prostituía?

—Eso también lo descartaría.

—¿Por qué?

—Porque sí.

—¿Qué estaba haciendo según usted en el momento que le pegaron el tiro?

—Pregúnteselo a la adivina de la mesita de tres patas.

—Me explicaré mejor. ¿Estaba de pie? ¿Tumbada? ¿Sentada?

—Seguramente de pie. Y quien le disparó se encontraba a su espalda.

—¿Cómo a su espalda? ¿No le disparó de frente?

—En mi opinión, la chica se volvió a mirar en el preciso instante en que el asesino estaba apretando el gatillo. A lo mejor el asesino la llamó, ella se giró y recibió el disparo.

Montalbano lo pensó un poco.

—Dese prisa con sus elucubraciones —dijo el médico—. No tengo tiempo que perder.

—¿No cabe que la chica estuviera huyendo?

—Eso es muy probable.

—¿Quizá de un intento de violación?

—Para esa hipótesis, pídale consuelo al fiscal Tommaseo.

Aquella mañana Pasquano estaba francamente grosero.

—¿En los dedos había señales de anillos?

—Llevaba uno en el meñique izquierdo, no en el anular. Por consiguiente, no estaba casada. O se había casado por otro rito. O puede que estuviera casada pero no llevara alianza.

—¿
Piercings
?

—Ninguno.

—¿Las mordeduras en el muslo?

—Ah, ¿eso? Ratas del tamaño de cachorros de perro.

—¿Es todo lo que puede decirme, doctor?

—No.

—Doctor, mire que yo tampoco tengo demasiado tiempo para perder.

—He encontrado dos cosas.

—¿Piensa decírmelas a plazos mensuales?

—Dos trocitos de lana negra en el interior de la cabeza.

—¿Y eso qué significa?

—¿Usted qué cree? ¿Que eran trocitos de lana congénitos?

—¿Quiere decir quizá que la bala traspasó algo de lana antes de penetrar en la carne?

—Suprima el quizá.

—Quizá llevaba un jersey de lana de cuello alto.

—Aquí el quizá está indicado.

—¿Y la segunda?

—La segunda es que debajo de las uñas de ambas manos he encontrado un poco de purpurina.

—¡¿Purpurina?!

—Por el amor de Dios, no repita lo que digo porque ya me está atacando los nervios. Purpurina, sí señor. ¿No sabe lo que es?

—¿No es el polvillo que se utiliza para dorar?

—Aprobado por unanimidad, y quítese ya de en medio.

—Una última pregunta. ¿Sufría alguna enfermedad?

—La habían operado de apendicitis.

—No; quiero decir alguna enfermedad que la obligara a tomar medicamentos.

—Entiendo. Usted cree poder llegar a identificarla recorriendo las farmacias de Montelusa y Vigàta. Lamento decepcionarlo: la chica estaba sana. Vaya si lo estaba.

—¿Qué pretende decir?

—Que tenía un cuerpo de atleta.

—¿O de bailarina?

—¿Por qué no? Y ahora, ¿cómo tengo que decirle que se quite de en medio, joder?

—Le agradezco su exquisita amabilidad, doctor. Le deseo un
full
servido.

—¿Contra un póquer de ases? Usted es un grandísimo cabrón.

Cinco

Mientras bajaba a Vigàta, Montalbano pensó que un jersey grueso de cuello alto no podía haber sido traspasado por una bala que entrara por encima del hueso de la mandíbula. La trayectoria no lo permitía, era como si la bala, tras haber rozado la parte superior del cuello, subiese repentinamente un escalón.

Podía tratarse, eso sí, de una bufanda negra que la chica llevara cubriéndose la boca, tal como se hace ciertos días de frío. En ese caso, algún hilo de lana podía haber ido a parar al interior de la herida.

Pero la hipótesis no encajaba porque no era la época adecuada para llevar bufandas de lana. Aunque a lo mejor la chica se la había puesto para una ocasión especial. ¿Y cuáles son las ocasiones especiales en que uno se pone una bufanda de lana? No supo responder.

Y además, ¿dónde puede uno mancharse de purpurina?

¿Y por qué la chica tenía la purpurina debajo de las uñas y no en la yema de los dedos, tal como habría sido lógico?

Un poco antes de llegar a Vigàta, se desencadenó el diluvio que el pescador había previsto la víspera. Del aparcamiento a la entrada de la comisaría, Montalbano se empapó.

—Está aquí el señor Beniamino Graceffa —le advirtió Galluzzo mientras el comisario se sacudía el agua de la ropa.

—Dame tiempo para que me seque la cabeza y después lo haces pasar.

En su despacho abrió un clasificador donde guardaba una toalla, se la pasó por el cabello y se peinó. Pero el agua que se le había colado entre la piel y la camisa le molestaba. Entonces se quitó la camisa y se secó la espalda. Pero en cuanto volvió a ponerse la prenda mojada, la molestia se intensificó.

Empezó a soltar maldiciones. Se quitó de nuevo la camisa y la sacudió cual bandera ondeando al viento.

Mimì Augello entró justo en aquel instante.

—¿Te estás entrenando para una corrida?

—No me hagas caso. ¿Qué te ha dicho la señora Annunziata?

—Chorradas.

—¿O sea?

—Tiene miedo de que también maten a su hija Michela, que es una chica de dieciocho años. Me ha enseñado una fotografía. Puedes creerme, Salvo: una verdadera joya.

—¿Por qué tiene miedo de que la maten?

—Porque Michela también lleva una mariposa tatuada.

—¿Como la de la asesinada?

—No; me la ha descrito y no se parece en nada. Además, Michela la lleva tatuada en la teta izquierda.

—¿Y tú qué le has dicho?

—En primer lugar, que si tuvieran que matar a todas las chicas que llevan una mariposa tatuada, sería una auténtica «catombe», como dice Catarella. En segundo lugar, que mande venir aquí a su hija para que yo pueda examinar meticulosamente el tatuaje.

—Pero ¿te has vuelto loco?

—¡Era una broma, Salvo! ¿Sabes una cosa?, antes eras un hombre con sentido del humor.

—Tú, cuando hay una mujer por medio, nunca se sabe si bromeas o no.

—¿Sabes qué te digo? Mejor me voy. Hasta luego, nos vemos esta tarde.

Apareció en la puerta un septuagenario redondo y bajito, con una cara tan colorada como un tomate maduro y unos ojillos astutos escondidos entre pliegues de grasa.

—¿Da usted su permiso?

—Pase.

El hombre entró y Montalbano le indicó que se sentara.

—Me llamo Beniamino Graceffa. —Se sentó en el borde de una silla—. Estoy jubilado —añadió sin que el comisario le hubiera hecho ninguna pregunta—. Tengo setenta y dos años. —Lanzó un suspiro—. Y soy viudo desde hace diez años.

Montalbano lo dejó hablar.

—No tengo hijos.

El comisario le dirigió una mirada de ánimo.

—Me atiende Cuncetta, la hija de mi hermana Carmela.

Pausa.

—Anoche vi la televisión.

Pausa larga. El comisario pensó que, a lo mejor, ahora le tocaba a él.

—¿Ha reconocido el tatuaje?

—Exactamente el mismo.

—¿Y dónde lo vio?

Los ojillos de Beniamino Graceffa brillaron de emoción. Se lamió los labios con la punta de la lengua.

—¿Y dónde iba a verlo, comisario? —Esbozó una sonrisita y añadió—: Detrás del hombro de una chica.

—¿Estaba en el mismo sitio? ¿Cerca del omóplato izquierdo?

—Justo en el mismo sitio.

—¿Y dónde estaba la chica cuando usted vio el tatuaje?

—La cosa es muy delicada.

—Ya me lo ha dicho, señor Graceffa.

—Ahora me explico. Hace unos cinco meses, mi sobrina Cuncetta me dijo que no podría atenderme durante cierto período de tiempo porque tenía que irse a Catania a hacer una suplencia.

—¿Y entonces?

—Entonces mi hermana Carmela, que tiene miedo de dejarme solo porque ya he sufrido dos infartos, me buscó una chica, una… ¿Cómo se llama ahora?

—Una cuidadora.

—Eso. La verdad es que mi hermana habría querido una persona mayor, pero no la encontró. Y por eso me llevó a casa a esa chica rusa que se llamaba Katia.

—¿Muy joven?

—Veintitrés años.

—¿Guapa?

Beniamino Graceffa se acercó el pulgar, el índice y el dedo corazón a la altura de los labios y emitió el ruido de un beso. Ya estaba todo dicho.

—¿Dormía en su casa?

—Pues claro. —El hombre hizo una pausa y miró alrededor.

—Esté tranquilo, aquí estamos sólo usted y yo —aseguró Montalbano.

Graceffa se inclinó hacia el comisario.

—Todavía soy un hombre.

—Lo felicito. ¿Intenta decirme que tuvo una relación con aquella chica?

Graceffa lo miró con expresión desolada.

—Pero qué dice, comisario. ¡No fue posible!

—¿Por qué?

—Comisario, yo, una noche en que ya no podía más, entré en su habitación, pero no hubo manera, no conseguí convencerla, ni siquiera diciéndole que estaba dispuesto a pagar mucho.

—¿Y entonces qué hizo?

—¡Comisario, yo soy un caballero de los de antes! ¿Qué tenía que hacer? Lo dejé correr.

—Pero entonces, ¿cómo pudo verle el tatuaje?

—Comisario, ¿puedo hablarle de hombre a hombre?

—Por supuesto.

—La mariposa la vi tres o cuatro veces mientras Katia se bañaba.

—A ver si lo entiendo. ¿Usted estaba con la chica mientras ella se bañaba?

—No, señor comisario. Ella estaba sola en el cuarto de baño; yo, en cambio, estaba fuera.

—Pero ¿cómo podía…?

—Miraba.

—¿Desde dónde?

—A través del agujero.

—¿El de la llave?

—No, señor, desde el agujero de la cerradura no podía verse nada porque muchas veces estaba puesta la llave.

—¿Entonces?

—Un día que Katia había salido a hacer la compra, tomé el taladro y ensanché un agujero que ya había en la puerta.

Justo un caballero como los de antes.

—¿Y la chica no se dio cuenta?

—La puerta es muy vieja.

—¿Esa Katia era rubia o morena?

—Negra como la tinta.

—En cambio, la joven asesinada era rubia.

—Mejor así. Me alegro de que no haya sido ella. Porque uno se encariña con una chica así.

—¿Cuánto tiempo estuvo en su casa?

—Un mes y veinticuatro días y medio.

Seguramente había contado incluso los minutos.

—¿Por qué se fue?

Graceffa lanzó un suspiro.

—Regresó mi sobrina Cuncetta.

—¿Sabe cuánto tiempo llevaba en Italia?

—Más de un año.

—¿A qué se dedicaba antes de ir a su casa?

—Había trabajado como bailarina en clubes de Salerno y Grosseto.

—¿De dónde procedía?

—¿Quiere saber el pueblo ruso? Me lo dijo, pero lo he olvidado. Si me vuelve a la memoria, lo llamo.

—Pero ¿no ganaba más como bailarina en los clubes?

—A mí me dijo que, como cuidadora, ganaba una miseria.

—¿No le explicó por qué había dejado de trabajar como bailarina?

—Una vez me contó que no lo había hecho voluntariamente y que era mejor que pasara un tiempo al margen de todo eso.

—¿Hablaba bien el italiano?

—Suficiente.

—Durante el período en que estuvo en su casa, ¿recibió visitas?

—Jamás.

—¿Tenía un día libre?

—El jueves. Pero volvía a las diez de la noche.

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