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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La voz de las espadas (80 page)

—Basta, basta, me urgh...

—¿Te qué? —inquirió el Sabueso bajando la vista para mirarle.

—Urgh... —volvió a decir. Su semblante expresaba una profunda sorpresa y se había llevado una mano al cuello. Un chorro de sangre brotaba entre sus dedos y se escurría por la pechera de su cota de mallas.

Dow se acercó chapoteando, se detuvo y miró hacia abajo.

—Bueno, asunto concluido —dijo.

—¿Qué os había dicho? —gritó Tresárboles mientras se acercaba corriendo.

—¿Eh? —inquirió el Sabueso. Luego miró su cuchillo. Estaba lleno de sangre—. Ah —sólo entonces se dio cuenta de que había sido él quien le había rebanado el pescuezo a Malasangre.

—¡Podíamos haberle interrogado! —dijo Tresárboles—. ¡Podía haber llevado un mensaje a Calder para decirle quién había hecho esto y por qué!

—¡Despierta, jefe! —masculló Tul Duru, que ya se había puesto a limpiar su espada—. A nadie le importan ya los viejos códigos.

Y, además, dentro de nada los tendremos aquí. Cuanto menos sepan de nosotros, mejor.

Dow dio una palmada al Sabueso en la espalda.

—Has hecho bien. La cabeza de este cabrón nos servirá de mensaje. —El Sabueso no estaba muy seguro de que le agradara recibir la aprobación de Dow, pero ya era demasiado tarde. Dow tuvo que emplear dos tajos para cortar la cabeza de Malasangre. Una vez que la tuvo separada del tronco, la cogió por los cabellos y cargó con ella con la misma indiferencia y despreocupación que si se tratara de una bolsa de nabos. Agarró una de las lanzas que flotaban en el arroyo y se fue a buscar un lugar que fuera de su agrado.

—Ya nada es como antes —mascullaba Tresárboles avanzando por la orilla en dirección al puente, donde Hosco estaba registrando a los cadáveres.

Mientras le seguía, el Sabueso vio cómo Dow clavaba la cabeza de Malasangre en la lanza, la hincaba en tierra por la empuñadura y luego daba un paso atrás y se ponía de jarras para admirar su obra. La ladeó un poco hacia la derecha y luego otro poco hacia la izquierda hasta que consiguió que quedara perfectamente recta. Acto seguido, se dio la vuelta y miró al Sabueso con una sonrisa de oreja a oreja.

—Así está bien —dijo.

—¿Y ahora qué, jefe? —inquirió Tul— ¿Ahora qué?

Tresárboles estaba agachado a la orilla del arroyo lavándose la sangre de las manos.

—¿Qué hacemos? —preguntó también Dow.

El viejo se levantó lentamente, se secó las manos en la zamarra y se tomó un tiempo para pensarlo.

—Al Sur. Enterraremos a Forley por el camino. Nos van a perseguir, así que cogeremos estos caballos. Luego, al Sur. Tul, será mejor que desenganches al del carro, es el único que puede cargar contigo.

—¿Al Sur? —preguntó desconcertado Cabeza de Trueno—. ¿Adonde del Sur?

—A Angland.

—¿Angland? ¿Para qué? ¿No es ahí donde están en guerra? —preguntó el Sabueso, haciéndose eco de lo que todos pensaban.

—Claro que sí, por eso mismo se me ha ocurrido la idea de ir ahí.

Dow frunció el ceño.

—¿Por qué nosotros? ¿Qué tenemos nosotros contra la Unión?

—No seas idiota —repuso Tresárboles—, mi idea es que luchemos del lado de la Unión.

—¿Del lado de la Unión? —inquirió Tul retorciendo los labios—. ¿Con esos afeminados? ¡Ésa no es nuestra guerra, jefe!

—De ahora en adelante cualquier guerra contra Bethod es mi guerra. Quiero ver el final de ese hijo de puta —ahora que lo pensaba, el Sabueso nunca había visto a Tresárboles cambiar de idea. Nunca jamás—. ¿Quién está conmigo? —preguntó.

Todos lo estaban. Por supuesto.

Llovía. Una lluvia fina que lo impregnaba todo de humedad. Suave como el beso de una doncella, como suele decirse, aunque el Sabueso ya no recordaba a qué sabía eso. Lluvia. En cierto modo parecía apropiado para la ocasión. Dow acabó con el montón de tierra, se sorbió la nariz e hincó la pala junto a la tumba. Estaba alejada del camino. Muy alejada. No querían que la encontraran y desenterraran a Forley. Se distribuyeron a su alrededor, los cinco que quedaban, y bajaron la vista. Hacía mucho que no enterraban a uno de los suyos. Los Shanka, por supuesto, habían acabado con Logen hacía no tanto, pero no habían encontrado su cadáver. Puede que sólo faltara un miembro del grupo, pero el Sabueso tenía la impresión de que habían perdido mucho más que eso.

Tresárboles frunció el ceño y se tomó un tiempo para pensar lo que iba a decir. Era una suerte que, como jefe, fuera a él a quien correspondiera encontrar las palabras, porque el Sabueso estaba seguro de que a él no se le habría ocurrido nada. Al cabo de un minuto, Tresárboles comenzó a hablar con la misma parsimonia con que se extingue la luz en el ocaso.

—Éste de aquí era un tipo flojo. El más flojo, sin duda. Por eso le llamábamos así. Resulta extraño llamar a un hombre El Flojo, ¿no? Fue el peor guerrero que uno podría imaginar, se sometió a Nuevededos. Un guerrero flojo, es cierto, pero con un corazón muy fuerte.

—Así es —asintió Hosco.

—Un corazón muy fuerte —apostilló Tul Duru.

—El más fuerte —masculló el Sabueso. La verdad es que tenía un nudo en la garganta.

Tresárboles asintió.

—Hay que tener agallas para enfrentarse a la muerte como lo hizo él. Para caminar de frente hacia ella, sin soltar ni una queja. Para ir a su encuentro. Y no lo hizo por él, sino por otros a los que ni siquiera conocía —Tresárboles apretó los dientes y permaneció un rato en silencio con la vista clavada en la tierra. Todos le imitaron—. Es todo lo que tengo que decir. De vuelta al barro, Forley. La tierra es ahora más rica y nosotros mucho más pobres.

Dow se arrodilló y posó una mano en la tierra húmeda.

—De vuelta al barro. —Por un instante al Sabueso le pareció que una lágrima caía de su nariz, pero lo más probable es que fuera una gota de lluvia. Al fin y al cabo, se trataba de Dow el Negro. Luego se levantó y se alejó cabizbajo; los otros le siguieron uno por uno en dirección a los caballos.

—Adiós, pues, Forley —dijo el Sabueso—. Se acabó el miedo.

A partir de ahora, supuso, él pasaba a ser el cobarde del grupo.

Desconsuelo

Jezal arrugó el ceño. Ardee se lo estaba tomando con mucha calma. No era normal. Quedaran donde quedaran, siempre estaba allí cuando ella llegaba. No le hacía ninguna gracia tenerla que esperar. Bastante humillante resultaba ya tener que esperar sus misivas. Estar ahí de pie como un idiota le hacía sentirse aún más esclavizado de lo que ya estaba.

Alzó la vista con gesto ceñudo. Como si no quisiera desentonar con su estado de ánimo, el cielo llevaba un rato soltando gotas de lluvia. De cuando en cuando le alcanzaba una y sentía un alfilerazo en la cara. Miraba las ondas que producían las gotas en la superficie gris del lago, las vetas pálidas que formaban sobre el fondo verde de los árboles y el gris de los edificios. También hacían que la silueta de la Casa del Creador apareciera borrosa. Al fijarse en aquel edificio su ceño se acentuó.

A esas alturas ya no sabía qué pensar. Todo lo ocurrido le parecía una pesadilla febril, y, como si de una pesadilla se tratase, había decidido borrarlo de su mente y hacer como si nunca hubiera sucedido. Tal vez podría haberlo conseguido si no fuera porque cada vez que ponía un pie en la calle aquel maldito lugar aparecía en su campo visual recordándole que, bajo la aparente tranquilidad de la superficie, el mundo era un hervidero lleno de misterios incomprensibles.

—Maldito sea, y maldito sea también el demente de Bayaz —masculló.

Contempló con gesto ceñudo los prados encharcados. La lluvia mantenía a la gente alejada del parque; hacía mucho tiempo que no lo veía así de vacío. Dos tipos de aspecto tristón se sentaban apáticamente en los bancos, recreándose en sus pequeñas tragedias privadas, y en los senderos se veían también algunos paseantes que caminaban con paso apresurado dirigiéndose a saber dónde. Uno que iba embutido en un largo abrigo avanzaba hacia él.

El ceño de Jezal se desvaneció. Era ella, seguro. Llevaba el rostro completamente arrebujado en la capucha. Cierto que hacía un poco de frío, pero aquello parecía un tanto teatral. Nunca había pensado que fuera una de esas personas que se echan para atrás porque caigan cuatro gotas. Pero se sentía contento de verla. Ridículamente contento. Sonrió y avanzó rápidamente hacia ella. Cuando se encontraban a sólo dos pasos, Ardee se quitó la capucha.

A Jezal se le cortó el aliento de la impresión. ¡Tenía un moratón enorme en la mejilla, alrededor de un ojo, en la comisura del labio! Durante unos instantes se quedó inmóvil, embargado del estúpido deseo de ser él y no ella quien se hubiera hecho eso. Seguro que le habría dolido menos. Jezal se dio cuenta de que tenía una mano apretada contra la boca y que la estaba mirando con los ojos desorbitados, como una niñita que acabara de descubrir una araña en el baño, pero no podía hacer nada para evitarlo.

Ardee se limitó a ponerle mala cara.

—¿Qué pasa? ¿Es que nunca has visto un moratón?

—Bueno, sí, pero... ¿estás bien?

—Pues claro que sí —Ardee le rodeó y comenzó a andar por el sendero. Jezal tuvo que avivar el paso para cogerla—. No es nada. Una caída tonta. Soy una torpe. Siempre lo he sido. Desde que era pequeña —dijo en un tono que a Jezal le sonó excesivamente amargo.

—¿Puedo hacer algo?

—¿Qué quieres hacer? ¿Curármelo con un beso? —De haber estado a solas, no le habría importado nada intentarlo, pero de todos modos el semblante ceñudo de Ardee dejaba bien a las claras lo que pensaba de aquello. Era raro: el moratón debería haberle dado un poco de asco, pero no era así. En absoluto. Lo que sentía más bien era un incontenible deseo de rodearla con sus brazos, de acariciarle el pelo, de susurrarle al oído palabras de consuelo. Patético. Si lo intentaba, lo más probable es que le soltara un bofetón. Y seguramente se lo tendría bien merecido. No necesitaba su ayuda. Además, maldita sea, no podía tocarla. Por donde estaban ahora había más gente. Ojos por todas partes. Nunca se sabe quién puede estar mirando. La idea hizo que se pusiera un poco nervioso.

—Ardee... ¿no es esto un poco arriesgado? No sé, imagínate que tu hermano...

Ardee soltó un resoplido:

—Olvídate de él. No hará nada. Le he dicho que no meta las narices en mis asuntos —Jezal no pudo reprimir una sonrisa. Se imaginaba la escena y debía de haber sido muy divertida—. Además, según he oído, partís hacia Angland con la siguiente marea y no estaba dispuesta a permitir que te fueras sin despedirte, ¿sabes?

—¡Yo jamás haría eso! —dijo horrorizado. El simple hecho de oírla pronunciar la palabra despedida le hacía daño—. ¡Antes hubiera dejado que se fueran sin mí!

—Ja.

Caminaron un rato en silencio, bordeando el lago, con los ojos clavados en la gravilla del sendero. Aquello no se parecía demasiado a la despedida agridulce que él se había imaginado. Pasaron por entre los troncos de unos sauces que esparcían sus ramas sobre las aguas. Era un lugar bastante apartado y a salvo de miradas indiscretas. No era probable que fuera a encontrar otro sitio mejor para soltar lo que tenía que decir. Miró de reojo a Ardee y respiró hondo.

—Ardee..., esto, no sé cuánto tiempo voy a estar fuera. En fin, pueden ser varios meses... —se mordió el labio superior. No le estaba saliendo tan bien como esperaba. Había ensayado aquel discurso frente al espejo lo menos veinte veces hasta dar con la expresión más idónea: seria, confiada, un punto halagadora. Ahora, en cambio, las palabras brotaban de sus labios confusas y atropelladas—. Confío que, bueno, que quizás, en fin, confío que me esperarás.

—Bueno, me imagino que seguiré por aquí. Tampoco tengo ningún otro sitio adonde ir. Pero yo que tú no me preocuparía, cuando estés en Angland tendrás muchas cosas en las que pensar: la guerra, el honor, la gloria, todo eso. Muy pronto me habrás olvidado.

—¡No! —gritó agarrándola del brazo—. ¡Jamás te olvidaré! —volvió a soltarla a toda prisa, temeroso de que alguien le hubiera visto. Al menos había conseguido que le mirara a la cara. Parecía algo sorprendida por la rotundidad de su negación, aunque no tanto como lo estaba él.

Jezal bajó la vista y se la quedó mirando con los ojos parpadeando. Una chica guapa, aunque demasiado morena, de tez demasiado bronceada y demasiado inteligente; su traje era bastante sencillo, no llevaba joyas y tenía media cara cruzada por un moratón enorme. Seguramente no habría dado lugar a muchos comentarios en el comedor de oficiales. ¿Cómo era posible entonces que a él le pareciera la mujer más hermosa del mundo? A su lado, la princesa Terez era como un perro sin lavar. Las palabras fluyeron lúcidas de su mente y habló sin pensar, mirándola directamente a los ojos. Puede que eso fuera lo que la gente llamaba sinceridad.

—Escucha, Ardee. Sé que piensas que soy un asno y, bueno, supongo que en realidad lo soy, pero te puedo asegurar que no tengo la intención de serlo durante el resto de mi vida. No sé por qué me miras siquiera y tampoco sé mucho de estas cosas, pero, en fin... pienso en ti a todas horas. Es en lo único que pienso —volvió a respirar hondo—. Creo que... —volvió a echar un vistazo para asegurarse de que no había nadie mirando— ¡Creo que te quiero!

Ardee soltó una carcajada.

—Desde luego que eres un asno —dijo. Desesperación. Jezal se hundió en la miseria. Era tal su decepción que apenas podía respirar. Su rostro se contrajo, dejó caer la cabeza y clavó la vista en el suelo. Tenía lágrimas en los ojos. Lágrimas de verdad. Lastimoso—. Pero te esperaré —júbilo. Rebosó en su pecho y brotó hacia fuera convertido en un sollozo infantil. Se sentía totalmente indefenso. Era absurdo que aquella chica tuviera semejante poder sobre él. Con unas pocas palabras podía hacerle pasar del más profundo desconsuelo a la felicidad más absoluta.

Ardee volvió a soltar una carcajada.

—Pero ¿tú te has visto, pedazo de idiota? —alzó un brazo y le quitó una lágrima de la mejilla con el pulgar—. Te esperaré —dijo con una sonrisa. Con una de esas torcidas sonrisas suyas.

La gente se había volatilizado, el parque, la ciudad, el mundo entero. Durante un buen rato, ni siquiera sabía cuánto, estuvo mirando a Ardee tratando de grabar en su mente todos los rasgos de su cara. Tenía la impresión de que el recuerdo de esa sonrisa le tendría que servir para sobrellevar muchas cosas.

Los muelles bullían con una actividad inusitada incluso para lo habitual allí. Los embarcaderos rebosaban de gente, el aire vibraba y reverberaba debido al estruendo. Una procesión constante de soldados y suministros ascendía por las escurridizas pasarelas que conducían a los barcos. Se izaban cajas, rodaban barriles, cientos de caballos, bestias de ojos desorbitados y bocas espumeantes, eran conducidos a los barcos a rastras, a empujones, a patadas. Los hombres gruñían y gemían mientras tiraban de sogas húmedas o cargaban maderos empapados, sudaban y gritaban bajo la lluvia incesante, andando a trompicones por las resbaladizas cubiertas, corriendo de acá para allá en medio de una confusión colosal.

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