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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La voz de las espadas (15 page)

BOOK: La voz de las espadas
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Hacía mucho que Logen había abandonado cualquier intento de mantenerse seco; el agua le chorreaba por el pelo y la cara, le goteaba desde la nariz, desde los dedos, desde la barbilla. Estar mojado, agotado y hambriento ya formaba parte de su vida. Aunque, bien pensado, casi siempre había sido igual. Cerró los ojos, sintió el repiqueteo de la lluvia en su piel, oyó el ruido del agua que lamía los cantos de la orilla. Luego se arrodilló junto al lago, quitó el tapón de su petaca, la sumergió y se entretuvo viendo cómo estallaban las burbujas mientras se iba llenando.

Malacus Quai salió de la maleza dando tumbos y resollando. Se dejó caer de rodillas, gateó hasta las raíces de un árbol, soltó una tos y lanzó un esputo sobre los guijarros del suelo. Ahora su tos sonaba bastante peor. Le brotaba directamente de las entrañas y hacía retemblar toda su caja torácica. Estaba más pálido aún que cuando se encontraron por primera vez y mucho más flaco. También Logen estaba más flaco. Corrían tiempos de vacas flacas, de eso no cabía duda. Se acercó al demacrado aprendiz y se puso en cuclillas.

—Deme un momento —Quai cerró sus ojos rehundidos y echó la cabeza hacia atrás—. Sólo un momento —su boca colgaba inerte y sus tendones se destacaban en la piel de su esquelético cuello. Su aspecto era ya el de un cadáver.

—No descanses demasiado; puede que no vuelvas a levantarte.

Logen le tendió la petaca. Quai ni siquiera alzó el brazo para cogerla, así que Logen tuvo que ponérsela en los labios e inclinarla un poco. El aprendiz echó un trago con una mueca de dolor, tosió de nuevo y, luego, su cabeza se desplomó.

—¿Tienes idea de dónde estamos? —preguntó Logen.

El aprendiz levantó la cabeza y, al ver el agua, parpadeó como si no se hubiera fijado en ella hasta entonces.

—Esto debe ser el extremo norte del lago... debería de haber una senda en alguna parte —su voz se redujo a un susurro—. En el extremo sur hay un camino señalado con dos monolitos —soltó una violenta tos y tragó saliva—. Siga el camino, cruce un puente y ya habrá llegado.

Los ojos de Logen recorrieron la playa hasta alcanzar los árboles chorreantes de agua.

—¿A qué distancia está? —no hubo respuesta. Agarró el esquelético hombro del enfermo y lo sacudió. Los párpados de Quai temblaron, levantó sus ojos empañados y trató de enfocar la vista—, ¿a qué distancia?

—Sesenta kilómetros.

Logen se pasó la lengua por los dientes. Quai no estaba en condiciones de hacer sesenta kilómetros a pie. Ya sería una suerte si lograba dar cuarenta pasos por su cuenta. Lo sabía muy bien, se le veía en los ojos. No tardaría en morir. Logen calculó que, como mucho, aguantaría dos días. Había visto a hombres más fuertes morir de fiebres.

Sesenta kilómetros. Logen lo consideró detenidamente mientras se frotaba la barbilla con el pulgar. Sesenta kilómetros.

—Mierda —susurró.

Se acercó el petate arrastrándolo por el suelo y lo abrió. Aun les quedaba algo de comida, pero no mucha. Unas cuantas tiras correosas de cecina y un trozo mohoso de pan negro. Echó un vistazo al lago; cuánta calma. Al menos, de momento no parecía que fueran a quedarse sin agua para beber. Sacó su pesado puchero y lo depositó sobre los cantos del suelo. Llevaban mucho tiempo juntos, pero ya no había nada que cocinar. No se le puede coger cariño a las cosas, no si uno vive a la intemperie. Arrojó la cuerda entre la maleza y se cargó al hombro el macuto aligerado.

Los ojos de Quai habían vuelto a cerrarse y apenas si respiraba. Logen aún recordaba la primera vez que tuvo que abandonar a alguien, la recordaba como si fuera ayer. Era extraño, el nombre del muchacho se le había borrado de la mente, pero su cara no la había olvidado.

Los Shanka le habían arrancado un trozo de muslo. Un buen trozo. No paraba de gemir mientras proseguían la marcha; no podía andar. La herida empeoraba y, de todos modos, se estaba muriendo. Había que abandonarlo. Nadie le echó la culpa a Logen. El muchacho era demasiado joven, nunca debería haberles acompañado. Era un simple caso de mala suerte, podía haberle ocurrido a cualquiera. Sus gritos les siguieron mientras la banda, apesadumbrada, silenciosa, cabizbaja, desaparecía por la ladera de la siguiente colina. Incluso cuando ya se encontraban bastante lejos, Logen creía seguir oyendo sus gritos. Aún los seguía oyendo.

En las guerras era distinto. Constantemente había hombres que se desgajaban de la columna en las largas marchas de los meses fríos. Primero iban a parar a la cola, luego se rezagaban y al final acababan en el suelo. Los hombres ateridos de frío, los enfermos, los heridos. Logen se estremeció y encorvó los hombros. Al principio tratas de prestarles auxilio. Luego te limitas a dar gracias por no ser uno de ellos. Finalmente, pasas por encima de los cadáveres sin prestarles atención. Se acaba aprendiendo a distinguir a los que no se volverán a levantar. Miró a Malacus Quai. Una muerte más en medio de aquellas tierras salvajes no tenía nada de particular. Al fin y al cabo, hay que ser realista.

El aprendiz despertó sobresaltado de su dormitar y trató de incorporarse. Las manos le temblaban. Levantó la cabeza y miró a Logen con un brillo febril en los ojos.

—No me puedo levantar —masculló.

—Lo sé. Me sorprende que hayas llegado tan lejos —aquello ya no tenía sentido. Logen sabía el camino. Si conseguía dar con la senda, podía llegar a recorrer veinte kilómetros al día.

—Si me deja algo de comida... tal vez... cuando haya llegado a la biblioteca, alguien podría...

—No —dijo Logen, encajando las mandíbulas—. Necesito la comida.

Quai hizo un ruido extraño, mitad tos, mitad sollozo.

Logen se agachó, posó su hombro derecho en el estómago de Quai y le rodeó la espalda con un brazo.

—No puedo cargar contigo sesenta kilómetros sin ella —y, dicho aquello, se echó al aprendiz al hombro y se irguió. Luego, manteniendo sujeto a Quai con la zamarra, comenzó a andar por la orilla clavando sus botas en los húmedos guijarros del suelo. El aprendiz ni siquiera se movía, colgaba como un saco de trapos viejos, con sus brazos inertes golpeando por detrás las piernas de Logen.

Tras recorrer unos treinta pasos, Logen se dio media vuelta y echó la vista atrás. El puchero yacía abandonado junto al lago y ya empezaba a llenarse de agua de lluvia. Habían vivido muchas cosas juntos aquel puchero y él.

—Adiós, viejo amigo.

El puchero no le respondió.

Logen depositó suavemente su tembloroso fardo a un lado del camino y estiró su espalda entumecida, luego se rascó el mugriento vendaje de su brazo y echó un trago de agua de la petaca. Lo único que había pasado por sus labios agrietados ese día era agua, y el hambre le roía las tripas. Al menos había dejado de llover. Hay que aprender a valorar las pequeñas cosas de la vida, como disponer de un par de botas secas. Hay que valorar esas pequeñas cosas cuando no se tiene nada más.

Logen lanzó un escupitajo y se frotó los dedos para tratar de reanimarlos un poco. Había dado con el lugar, de eso no cabía duda. Junto al camino se alzaban dos vetustos y agujereados monolitos salpicados de manchas de musgo en la base y de líquenes grises en la parte superior. Estaban cubiertos de unas inscripciones borrosas, renglones de letras de una escritura que Logen no comprendía ni lograba reconocer. Había algo en su aspecto que resultaba intimidatorio, y, más que dar la bienvenida, parecían lanzar una advertencia.

—La Primera Ley...

—¿Cómo? —dijo sorprendido Logen. Desde que dejaron atrás el puchero, hacía ya dos días, Quai había permanecido en un estado de inquieta duermevela. Durante todo ese tiempo el puchero podría haber proferido unos sonidos más inteligibles que los suyos. Aquella mañana, cuando Logen se despertó, apenas respiraba. En un primer momento lo había dado por muerto, pero aquel muchacho se aferraba a la vida con las pocas fuerzas que le quedaban. No era de los que se rinden fácilmente, había que reconocerlo.

Logen se arrodilló y apartó los cabellos empapados que cubrían el rostro de Quai. De pronto, el aprendiz le agarró la muñeca y se incorporó.

—¡Está prohibido tocar el Otro Lado! —susurró con los ojos muy abiertos.

—¿Eh?

—Hablar con los demonios —susurró, aferrándose a la desgastada zamarra de Logen—. ¡Los seres del mundo subterráneo son todo mentiras! ¡No lo haga!

—No lo haré —masculló Logen, preguntándose si alguna vez había llegado a comprender las cosas de las que le hablaba el aprendiz—, si así te quedas más tranquilo, no lo haré.

Pero no pareció que Quai se quedara más tranquilo. Había vuelto a sumirse en una agitada duermevela. Logen se mordisqueó el labio. Confiaba en que el aprendiz volviera a despertarse, aunque no le parecía muy probable. Quizás el tal Bayaz pudiera hacer algo al respecto; después de todo, era el Primero de los Magos, conocedor de la gran sabiduría y todo eso. Logen volvió a echarse a Quai al hombro y, con paso vacilante, cruzó entre los dos vetustos monolitos.

El camino, resaltado en algunos trechos y otras veces excavado en el suelo pedregoso, se iba empinando a medida que ascendía por el roquedal que se extendía por encima del lago. Estaba en un estado de total abandono, sembrado de agujeros y comido de hierbajos. Daba constantes vueltas y revueltas, y Logen no tardó en empezar a jadear y a sudar, mientras las piernas comenzaban a arderle del esfuerzo. Su paso cada vez era más lento.

Estaba empezando a cansarse. No ya de la ascensión o de la agotadora caminata que se había dado aquel día con el moribundo aprendiz al hombro, ni de la caminata del día anterior o de la escaramuza en el bosque. Estaba empezando a cansarse de todo. De los Shanka, de las guerras, de toda su vida.

—No puedo estar siempre caminando, Malacus, no puedo pasarme todo el tiempo luchando ¿Cuánta mierda se supone que tiene que tragar un hombre? Necesito sentarme un rato. ¡En una silla decente, me cago en la puta! ¿Es mucho pedir? —en ese estado mental, maldiciendo y despotricando a cada paso y con la cabeza de Quai rebotándole contra el trasero, llegó al puente.

Era tan antiguo como el camino, una estructura sencilla y esbelta, comida por plantas trepadoras, que trazaba un arco de unas veinte zancadas sobre un precipicio de vértigo. Abajo, a lo lejos, saltando entre aristadas peñas, discurría impetuoso un torrente que llenaba el aire de ruido y de brillantes gotas de rocío. Al otro extremo, encajonado en una descomunal pared de roca, se alzaba un elevado muro, erigido con tal maestría que casi resultaba imposible distinguir donde terminaba la pared natural y donde empezaba la que era obra del hombre. En su centro se abría una puerta de una sola hoja, reforzada con unas planchas de cobre, que la humedad y el paso de los años habían recubierto de verdín.

Mientras avanzaba con sumo cuidado por el escurridizo suelo de roca, Logen, por pura costumbre, se preguntó si sería posible tomar al asalto un lugar como ese. No, no era posible. Ni siquiera contando con un millar de hombres especialmente escogidos. El bordillo que había delante de la puerta era demasiado estrecho para levantar una escala o balancear un ariete. El muro tenía por lo menos diez zancadas de alto y la puerta daba la impresión de ser terriblemente sólida. Además, si a los defensores se les ocurría echar abajo el puente... Logen se asomó al borde y tragó saliva. Había un largo trecho hasta el fondo.

Respiró hondo y aporreó el húmedo cobre verdoso con el puño. Cuatro sonoros golpes. Así había llamado a las puertas de Carleon después de la batalla, y sus habitantes se habían apresurado a rendirse. Pero aquí nadie se apresuró a hacer nada.

Aguardó. Volvió a llamar. Aguardó. Se fue empapando más y más con el rocío del agua del río. Apretó los dientes. Alzó el brazo para llamar de nuevo. De pronto se abrió una estrecha rejilla y un par de ojos legañosos le miraron con frialdad tras unas gruesas barras.

—¿Quién es ahora? —soltó una voz bronca.

—Logen Nuevededos es mi nombre. Yo...

—No le conozco.

Desde luego, no era el tipo de recibimiento que Logen esperaba.

—Vengo a ver a Bayaz —no hubo respuesta—. El Primero de los...

—Sí. Está aquí —pero la puerta seguía sin abrirse—. No recibe visitas. Ya se lo dije al último mensajero.

—Yo no soy un mensajero. Traigo a Malacus Quai.

—¿Malaca qué?

—Quai, el aprendiz.

—¿Aprendiz?

—Está muy enfermo —dijo lentamente Logen—. Puede morir.

—¿Enfermo, dice? ¿Y que puede morir?

—Sí.

—Y cómo ha dicho usted que se llamaba...

—¡Abra la maldita puerta! —Logen, frustrado, lanzó un puñetazo contra la rejilla— Por favor.

—Aquí no puede entrar cualquiera. A ver, levante el brazo y enséñeme las manos.

—¿Cómo?

—Sus manos —Logen levantó las manos. Los ojos llorosos repasaron uno a uno los dedos—. Son nueve. Falta uno, ¿ve? —dijo arrimando el muñón a la rejilla.

—En efecto, son nueve. Haber empezado por ahí.

Se oyó un ruido de cerrojos y la puerta se abrió lentamente. Un hombre mayor, doblado por el peso de la armadura que llevaba puesta, le miraba suspicazmente desde el otro lado del umbral. En la mano sostenía una larga espada demasiado pesada para él. Pese a sus intentos de mantenerla recta, la punta bailoteaba en el aire.

Logen alzó los brazos.

—Me rindo.

No pareció que al anciano guardián le hiciera mucha gracia la broma. Dejó escapar un agrio gruñido mientras Logen pasaba junto a él, luego forcejeó con la puerta hasta cerrarla, corrió los cerrojos, se dio la vuelta y se puso a andar trabajosamente sin molestarse en dirigirle la palabra. Logen le siguió por un valle estrecho, flanqueado por unas extrañas casas, destartaladas y cubiertas de musgo, que se incrustaban en la empinada pared de roca fundiéndose casi con la ladera de la montaña.

Delante de uno de los portales, una mujer de semblante adusto que hilaba con una rueca frunció el ceño al ver pasar a Logen con el aprendiz inconsciente al hombro. Logen le dirigió una sonrisa. No podía decirse que fuera una belleza, pero había pasado mucho tiempo. La mujer se metió rápidamente en su casa y cerró la puerta de una patada, dejando fuera la rueca girando. Logen suspiró. La vieja magia seguía viva.

La siguiente casa era una panadería, rematada por una rechoncha chimenea que echaba humo. El aroma del pan horneado hizo retumbar el estómago vacío de Logen. Un poco más adelante, una pareja de chiquillos de cabellos oscuros reían y jugaban dando vueltas alrededor de un árbol achaparrado. A Logen le recordaron a sus hijos. No se les parecían en nada, pero estaba de un humor morboso.

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