Read La voluntad del dios errante Online

Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La voluntad del dios errante (10 page)

Esta única hija, solía decir Jaafar con tristeza, le ocasionaba más problemas que ninguno de sus hijos. Inteligente y de gran carácter, e incluso más hábil todavía en la magia que su madre, Zohra había tenido la desgracia de perder a ésta a la edad de doce años. Fátima habría podido enseñarle a su hija a utilizar aquella inteligencia para el bien de su gente, a emplear su magia con el fin de ayudarlos a sobrevivir en su difícil medio de vida. Sin embargo, sin la guía de su madre, Zohra utilizaba sus dotes para hacer su capricho.

Los hombres de su tribu eran responsables de las ovejas: las conducían de un pasto a otro y las protegían de todo predador. Las mujeres eran responsables del campamento, y utilizaban su magia en asuntos domésticos, desde la construcción de las yurtas hasta la preparación de la comida y el cuidado de los enfermos. Zohra encontraba aburrido el trabajo de las mujeres y sofocante el confinamiento del serrallo. Vestida con las ropas desechadas de su hermano mayor, constantemente se escapaba del harén, prefiriendo jugar a los rudos deportes de los muchachos. Las esposas de Jaafar no se atrevían a reprender a la joven, ya que el padre de Zohra, afligido por la muerte de su esposa favorita, no podía ver infeliz a la hija que tanto se le parecía.

—Se le pasará cuando crezca —solía decir con cariño cuando sus esposas acudían a él con rumores de que habían visto a Zohra corriendo entre las colinas con los perros pastores, con la piel de su cara y brazos tan bronceada como la de un muchacho.

Pasó el tiempo, y Zohra ya no pudo vestirse con la ropa usada de su hermano mayor, pero no abandonó su naturaleza rebelde. Sus hermanos, ya hombres crecidos, con sus propias esposas, estaban ahora escandalizados por su comportamiento tan poco femenino y trataron de persuadir a Jaafar para que ejerciera un mayor control sobre su hija. El propio Jaafar comenzó a pensar con inquietud que, en alguna parte a lo largo de su educación, había cometido un error, pero no se le ocurría cómo podría corregirlo. (Sus hijos le habían sugerido una sonora tunda. La única vez que Jaafar había intentado pegar a Zohra, ¡ella le había arrebatado el bastón de las manos y lo había amenazado con golpearle a él!)

Cuando Zohra tenía dieciséis años, el jeque mandó correr la voz entre los hranas de que estaba interesado en que su hija contrajera matrimonio. Esta noticia precipitó una repentina oleada de bodas en la tribu, pues todos los jóvenes casaderos se apresuraron a casarse con alguna otra… ¡con cualquier otra! Aquellos que se quedaron sin novias, desaparecieron entre las colinas, prefiriendo vivir entre las ovejas. No volvieron hasta que supieron que Zohra había prometido en público a
hazrat
Akhran que ningún hombre la poseería jamás.

Con sus habituales lamentaciones —de que estaba maldito—, Jaafar abandonó toda esperanza de hacer cambiar a su hija y se retiró a su tienda. Zohra, triunfante, continuó vagando por las colinas ataviada como un hombre joven, con el largo cabello enredado y agitado por el viento, la piel profundamente bronceada por el sol y su cuerpo creciendo en fuerza y agilidad. Tenía veintidós años y podía jactarse con orgullo de que ningún hombre había puesto una mano sobre ella.

Entonces su mundo se derrumbó. El dios Errante la abandonó, arrojándola a los brazos de su enemigo como si no fuera más que una esclava. Como era natural, se había negado a casarse con Khardan, y habría echado a correr de casa en el mismo instante en que oyó la noticia si Fedj no se hubiese encargado de vigilarla día y noche.

Y entonces vino la tormenta que aterrorizó a su padre y al resto de los cobardes y apocados de su tribu. Jaafar decretó que se casaría con Khardan y se mantuvo firme en ello: los
'efreets
lo habían asustado más que su hija. Dejando los rebaños con unos pocos guardianes en las colinas, el resto de la tribu hrana emprendió el largo viaje hasta el Tel, en medio del desierto, teniendo que arrastrar a la princesa a cada paso que avanzaban.

Con estos pensamientos y recuerdos en su mente, Zohra se detuvo de nuevo, a mitad de camino de la tienda nupcial. Esta vez su escapada había estado muy a punto detener éxito. ¿Por qué no intentarlo otra vez? Lo más probable era que Fedj estuviera ocupado vigilando a los hombres…

Zohra miró la tienda nupcial y, mordiéndose el labio, suspiró. Las palabras de Fedj resonaron en su cabeza.
Si no regresas con tu gente, ellos y tal vez todos los pueblos del desierto estarán condenados
. Aunque algunas veces la princesa consideraba a su gente tan estúpida como las ovejas que cuidaban, en realidad amaba apasionadamente a su tribu. Ella no lo entendía. Parecía absurdo. ¿Cómo podían hallarse en semejante peligro? Pero, si así era, ¡no sería ella quien hiciera descender la ira del dios sobre su gente!

Zohra se sintió satisfecha de sí misma; estaba haciendo un noble sacrificio y ¡por Sul, los hranas jamás podrían olvidarlo!

Deslizándose por entre la adormecida guardia, la princesa se arrastró bajo la abertura que había entre la pared de la tienda y el suelo de fieltro. Las solapas de la entrada estaban bajadas. Fuera, se podía oír la bulliciosa procesión del novio atravesando el campamento; cada vez se oía más y más cerca. Zohra se quitó con presteza el caftán y los pantalones, los escondió debajo de un cojín y se envolvió en un vestido nupcial de seda. Después se adornó con joyas y, sentándose delante de su espejo, comenzó a cepillar su larguísimo pelo negro que, una vez suelto, le caía hasta la cintura.

Ser primera esposa…, esposa del califa…

Zohra sonrió ante la idea.

Iba a hacer que ese Khardan deseara no haber nacido…

Capítulo 6

El desierto dormía bajo la luz de la luna, languideciendo como una mujer en los brazos de su amante. Khardan respiró profundamente, inhalando con disfrute el aire perfumado con el humo de enebro ardiendo, carnes asadas y la sutil y misteriosa fragancia del propio desierto.

Entonces le vino a la mente una historia acerca de un nómada que se había hecho tan rico que se fue a vivir a la ciudad. Allí el nómada construyó un espléndido palacio, encargándose de que cada habitación tuviese el perfume de miles de flores machacadas y mezcladas con el barro de sus paredes. Un visitante que recorrió una habitación tras otra se quedó anonadado por los perfumes de rosas, orquídeas y flor de azahar. Por fin, sin embargo, el visitante llegó a una última habitación que no tenía puertas ni ventanas pero estaba abierta al aire libre.

—Ésta —dijo con orgullo el nómada— es
mi
habitación —y respiró profundamente con gran satisfacción.

El visitante olfateó con curiosidad.

—Pero, no huelo a nada —dijo desconcertado.

—El aroma del desierto —respondió el nómada con añoranza.

Y el desierto poseía en verdad una fragancia; un perfume limpio y penetrante que era el olor del viento, del sol, de la arena y del cielo. Khardan respiró una y otra vez.

Era joven y estaba lleno de vitalidad. Era su noche de bodas. Dentro le estaba aguardando una virgen de veintidós años que, aun con fama de impetuosa, tenía también fama de ser extremadamente bella. La idea era para él más embriagante que el
qumiz
.

El califa no había visto aún a Zohra, ni ninguno de los hombres de su tribu. Pero él sabía cómo era. O, al menos, suponía que lo sabía. Cuando Majiid había dado a conocer su voluntad de que su hijo se casara con la princesa de los hranas, Khardan había enviado en secreto a Pukah, su djinn, a investigar.

Merodeando en torno al campamento de los pastores, y completamente invisible, el djinn siguió durante días a una Zohra cubierta con velo hasta que, por fin, su paciencia se vio recompensada cuando la mujer, en uno de sus vagabundeos solitarios, decidió quitarse las ropas y bañarse en un arroyo de montaña. El djinn se pasó buena parte de la tarde observándola y después fue a ver, no a su amo, sino a Fedj, el djinn de Jaafar.

Pukah encontró a su colega descansando dentro de su anillo. Aunque algo más pequeño y apretado que la mayoría de las moradas de los djinn, el anillo se adaptaba a Fedj a la perfección. Él era un djinn ordenado; le gustaban las cosas dispuestas con pulcritud, cada una en su lugar apropiado. El anillo estaba suntuosamente decorado, pero no estaba abarrotado de muebles, como las viviendas de algunos otros inmortales. Una o dos sillas de madera labrada, un diván con cojines de seda por cama, un buen narguile en un rincón y varios tapices en las paredes doradas del anillo componían el aposento del djinn.


Salaam aleikum
, oh Gran Djinn —saludó Pukah adoptando el tono de obediencia debido a un inmortal mayor y de más alto rango—. ¿Puedo entrar?

Un djinn no puede cruzar el umbral de la morada de otro a menos que haya sido invitado.

—¿Qué quieres? —preguntó Fedj, mirando a Pukah con disgusto al tiempo que inhalaba el humo a través del agua de su narguile.

No sentía la menor simpatía ni confianza por el joven djinn, y aún las sentía menos cuando Pukah era respetuoso y cortés.

—Mi amo, el califa, me ha enviado en una misión —respondió humildemente Pukah—. Y, conociendo tu sabiduría, vengo en busca de consejo sobre cómo puedo llevar a cabo mi encargo, oh Inteligente Djinn.

Fedj frunció el entrecejo.

—Supongo que puedes entrar. Pero no te hagas la idea de que, porque nuestras tribus se estén uniendo, eso signifique que haya entre nosotros otra cosa que enemistad. Tu amo podría casarse con un millar de hijas del mío, que a mí lo mismo me daría que las hormigas se comiesen los ojos de su cabeza como si no. Y eso va también por los tuyos.

—Benditos sean tus ojos también, oh Fedj el Magnífico —dijo Pukah sentándose en un cojín con las piernas cruzadas.

—Y bien, ¿qué es lo que quieres? —preguntó Fedj mirando al djinn con cierto recelo, sin poder evitar un vago sentimiento de que lo acababan de insultar—. Sé breve. Hay un penetrante olor a caballo por aquí que me está empezando a dar náuseas.

—Mi amo me ha pedido que vea a su novia y me asegure de su belleza —dijo Pukah con calma, y con una expresión tan dulce como la leche de cabra.

Fedj se puso tenso. Muy despacio, fue bajando el tubo de inhalar desde su boca, arruinado ya el disfrute de su tranquila pipa.

—Bien, ¿y la has visto?

—Sí, oh Devoto Djinn —respondió Pukah.

—Entonces, vuelve a tu amo y dile que se va a casar con la más hermosa de las mujeres, y déjame en paz —dijo Fedj recostándose de espaldas entre sus cojines.

—Lo haría si pudiera, oh Incomparable —dijo con tristeza Pukah—. Como ya he dicho, he
visto
a la princesa…

—¿Y acaso no tiene los suaves y dulces ojos de la gacela? —preguntó Fedj.

Pukah sacudió la cabeza.

—Los ojos de un leopardo al acecho.

Fedj enrojeció de ira.

—¡Sus labios, rojos como la rosa!

—Rojos como la níspola —dijo Pukah arrugando la boca.

—Su pelo, negro como las plumas del avestruz…

—Como las plumas del buitre.

—Sus pechos, blancos como la nieve de las cumbres.

—Eso lo admitiré, pero —añadió Pukah—, después de verla del cuello para arriba, puede que mi amo nunca llegue tan abajo.

—¿Y qué? —replicó Fedj—. Se le ha ordenado casarse con ella y así lo hará, aunque fuese más fea que una avutarda. ¿O acaso quiere enfrentarse con otra de las «advertencias» de
hazrat
Akhran?

—Mi amo posee el valor de diez mil hombres —retrucó Pukah con aire altanero—. Él se ofreció para desafiar al propio dios, en combate de a dos, pero su padre se lo prohibió y mi amo es un hijo muy obediente…

—¡Ya! —resopló Fedj.

—Pero, si yo regreso con un informe así…, bien —suspiró Pukah—, no puedo hacerme responsable de las consecuencias.

—Deja que ese cabeza caliente del califa luche con
hazrat
Akhran —dijo Fedj con una sonrisa burlona—. Yo me divertiré viendo a los
'efreets
arrancarle los brazos del cuerpo y restregarle la cara con los ensangrentados muñones.

—Ay, me temo que te perderías el espectáculo, oh Salado Djinn —dijo Pukah—. Dudo que pudiera verse mucho desde el fondo del mar de Kurdin…

Fedj clavó unos ceñudos ojos en el joven djinn, quien le devolvió una límpida e inocente mirada.

—¿Qué es lo que quieres?

—Volando con las alas del amor, regresaré a mi amo y le diré que su futura esposa es en verdad la más adorable de las mujeres, con ojos de gacela, labios de rosa, pechos de la más blanca nieve, muslos…

—¿Qué sabes tú de sus muslos? —rugió Fedj.

Pukah se inclinó hasta que su turbante tocó el suelo.

—Perdóname. Me estaba dejando llevar por mi arrebato ante la belleza de tu señora.

—Bien —continuó Fedj, mirando con recelo al djinn—. Le dirás eso a tu amo, ¿a cambio de qué?

—Tu agradecimiento es todo lo que deseo…

—Sí, y yo soy Sul. ¿Qué es lo que quieres?

—Si insistes en recompensarme de algún modo, sólo te pediré que me prometas hacerme un favor semejante al-gún día, oh Magnánimo —dijo Pukah con la nariz aplastada contra la alfombra.

—¡Antes me cortaría la lengua que hacer tal promesa a alguien como tú!

—Hazrat
Akhran podría tal vez ayudarte en eso —dijo Pukah con aire grave.

Recordando entonces la amenaza del dios si el djinn fracasaba en su tarea asignada, Fedj carraspeó.

—Muy bien —concedió conteniendo un momentáneo deseo de agarrar a Pukah y meterlo en su narguile—. Ahora, márchate.

—¿Accedes a hacerme un favor parecido algún día? —persistió Pukah, sabiendo que un «muy bien» no podía tomarse como una evidencia aceptable ante un tribunal superior de los djinn en caso de que Fedj tratase de escabullirse de su promesa.

—Accedo… a hacerte… un favor… —murmuró Fedj con acritud.

Pukah sonrió dulcemente. Poniéndose en pie, el joven djinn hizo gala de un gran respeto; con las manos unidas por delante de su frente, salió retrocediendo del anillo.

—¡Bilhana
! ¡Deseándote alegría!
¡Bilshija
! ¡Deseándote salud!

—¡Deseando que te devoren los demonios! —musitó Fedj, aunque esperó para decir esto a que Pukah hubiese desaparecido.

Irritado, el djinn buscó solaz en su pipa una vez más, aunque sólo para descubrir que el carbón vegetal se había apagado.

Bien, y volviendo al presente, en esta noche de luna, su noche de bodas, Khardan se aproximaba a la tienda nupcial con imágenes de la novia, tal como se la había descrito el efusivo Pukah, llenando su cabeza y haciéndole bullir la sangre.

Other books

True Beginnings by Willow Madison
The Woman Next Door by T. M. Wright
Rebecca by Ferguson, Jo Ann
Tales from the Nightside by Charles L. Grant
Wild Thing by Robin Kaye
Forbidden Fruit by Nika Michelle


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024