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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

La última concubina (51 page)

BOOK: La última concubina
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—Es hora de marchar —dijo sonriendo—. Cojan sus sombreros de viaje y átenselos bien.

Tuvieron que abrirse paso por marañas de alta hierba, maleza y matas de campanillas para llegar al portal de la residencia. Los cuclillos cantaban por encima de la incesante estridencia de las cigarras. El amable anciano que había dejado salir a las mujeres el día que fueron al monte Ueno estaba montando guardia, con un palo en la mano. Inclinó la cabeza y sonrió.

Junto a las puertas había un aparato extrañísimo. Sachi se paró y se quedó mirándolo, perpleja. Había visto esos artilugios en los grabados de los extranjeros de Yokohama, pero nunca había pensado que llegaría a ver uno de verdad.

Sintió un miedo supersticioso. Hasta ese día, por esas puertas sólo habían pasado palanquines y caballos, y ahora aparecía aquel aparato extranjero. Eso marcaba el final de algo, algo que era importante para ella.

Parecía un palanquín gigantesco sobre ruedas, o un carro de bueyes como los que utilizaban los campesinos. Dentro había un baúl cubierto con una tela áspera que Sachi nunca había visto antes. Era inmenso. Hasta los caballos que piafaban y resoplaban —unas bestias enormes con largas crines y reluciente pelaje— eran más grandes de lo normal. Sentado en la parte delantera, sujetando las riendas, había otro extranjero de cara peluda. Él también se descubrió y saludó con una cabezada.

También había una compañía de guardias armados con espadas y bastones; eran los mismos hombres que los habían acompañado cuando viajaron con Edwards por el Nakasendo. Los hombres rozaron el suelo con sus sandalias de paja, miraron a Sachi y luego se miraron unos a otros, intercambiando miradas de complicidad. Ella los miró también; le habría gustado saber a quién pertenecían, bajo qué órdenes estaban. Pero ellos desviaron rápidamente la mirada, y sus emblemas no revelaban nada. Sachi tendría que ser muy precavida con lo que decía mientras ellos pudieran oírla.

Taki y Haru estaban de pie a cierta distancia, chillando de emoción.

—Dozo —dijo Edwards—. Por favor, señoras. Siéntense.

—¿No es peligroso? —preguntó Taki, acobardada.

¡Taki, que siempre era tan valiente!

Sachi puso un pie en el peldaño. Estaba a punto de subir cuando Edwards le cogió la mano. Ella se sobresaltó al notar el roce de la áspera mano de Edwards. Antes de que pudiera retirar la mano, él ya la había levantado y la había subido al coche. Sachi lo miró, desconcertada. ¡Un hombre que se comportaba como un criado!

La joven se sentía muy rara allí sentada, con las piernas colgando en lugar de dobladas bajo el cuerpo. Edwards ayudó también a Haru y a Taki a subir al carruaje, y ellas se apretujaron al lado de Sachi. El carruaje se meció un poco. No era tan estable como un palanquín.

El otro extranjero —Sachi supuso que debía de ser una especie de mozo— dio un grito y agitó las riendas. Se pusieron en marcha con una sacudida; Edwards cabalgaba a su lado, y los guardias corrían detrás, a escasa distancia. Con grandes sacudidas y traqueteos, cruzaron el puente y doblaron la esquina hacia la calle que discurría junto al foso. La calle, de tierra, no estaba hecha para las ruedas de los coches, sino para los pies de los palanquineros.

La ciudad pasaba a una velocidad asombrosa. Taki y Haru se agarraron una a otra, chillando. Sachi hizo todo lo que pudo para permanecer digna y serena, como correspondía a una dama de la corte del shogun, aunque jamás había viajado a aquella velocidad. Los mensajeros, esa clase de personas, podían ir deprisa; quizá los soldados, pero no las damas, y menos aún las damas del shogun, y mucho menos la concubina del shogun.

Pero cuando llevaban un rato dando brincos, Sachi no pudo contener la risa. Cada vez que tomaban una curva, por pequeña que fuera, salía despedida hacia uno u otro lado. Al final se agarró con todas sus fuerzas a Taki y a Haru. Contemplaba el mundo desde su elevada posición, y el viento susurraba entre su cabello. Pensó que los pájaros debían de sentir algo parecido al volar. Más allá de las anchas espaldas del extranjero que iba sentado en la parte delantera, veía las cabezas de los caballos y sus agitadas crines, y oía el golpeteo de sus cascos. Se había puesto un gran sombrero plano de paja para protegerse la cara del sol, y había atado los cordones, dándoles varias vueltas, alrededor de su moño. El sombrero aleteaba de forma alarmante, amenazando con salir volando. Sachi se lo sujetó con una mano.

Entonces se fijó en lo que estaba viendo y dio un grito ahogado de espanto. Al otro lado del agua, el gran muro del foso pasaba a toda velocidad. Había partes que se habían derrumbado por completo, bloques de granito sobresalían del agua, y unas andrajosas figuras que parecían parias se ocultaban en las sombras. Hasta había una desvencijada cabaña en uno de los portales. La calzada, que siempre había estado perfectamente barrida y rastrillada, tenía baches y estaba cubierta de malas hierbas.

Pasaron a toda velocidad al lado de un puente.

—Taki —gritó Sachi por encima del traqueteo y el estruendo, con el viento zumbando en sus oídos—. Mira. Mira ahí detrás.

Acababan de pasar el puente frente a la Puerta de las Damas del Shogun, donde había estado con Shinzaemon al caer la noche, bajo la luna; donde se despidieron.

Habían pasado sesenta y seis días desde entonces, sesenta y seis largos y espantosos días. Era muy duro esperar sin recibir ningún mensaje, sin ninguna señal de que Shinzaemon pensaba en ella o de que estaba siquiera vivo. Intentó imaginar su cara tal como la había visto esa noche, pero ya no podía verla. Sólo quedaba una sombra.

Rememoró los momentos de intimidad: cuando estaban juntos en la montaña, cuando se despidieron en el puente. Aunque Shinzaemon regresara, a lo más que podían aspirar era a seguir viéndose en secreto, persiguiendo una pasión prohibida. Sachi sabía muy bien que un futuro juntos estaba descartado. No podían casarse. La gente no decidía con quién se casaba; el mundo no funcionaba así.

Día tras día, Sachi se había aferrado al recuerdo de Shinzaemon. Ahora se preguntaba si él sentiría lo mismo por ella. En realidad, ¿qué había pasado entre ellos dos?, tenía que preguntarse para ser sincera. No había habido más que unas pocas miradas, y un momento en que ambos se habían dejado llevar por una absurda pasión. Cuanto más lo pensaba, más ridículos parecían sus sentimientos. Pero, aun así, no podía dejar de añorar a Shinzaemon.

Hizo un esfuerzo y volvió al presente.

Iban por la misma calle que Sachi tomaba cuando iba a rezar ante la tumba de Su Majestad. En aquel tiempo, viajaba en una larga procesión de palanquines, de los que el suyo era el más magnífico, acompañada de guardias, sirvientas, porteadores y damas de honor. Recordó que de vez en cuando levantaba las persianas de bambú para ver las murallas del castillo al otro lado del foso. Después de salir de las proximidades de la fortaleza, se alejaron del foso y entraron en uno de los barrios de daimios, donde había unas grandes residencias cercadas por muros.

Lo que veían ahora al pasar eran muros y portales derrumbados. Habían arrancado hasta la última escama de pan de oro, hasta el último emblema de cobre y adorno de bronce que indicaba la grandeza y la riqueza de aquellos señores. Sólo quedaban los esqueletos de los palacios. A través de los agujeros de las paredes, Sachi vio edificios en ruinas, cubiertos de malas hierbas, de los que asomaban vigas calcinadas; parecían madrigueras de zorros y tejones en lugar de viviendas de seres humanos.

De vez en cuando se cruzaban con grupos de hombres de aspecto siniestro que holgazaneaban en la calle o estaban agachados bajo la sombra de un árbol. En una ocasión, Edwards blandió su pistola. Pero siguieron su camino sin incidentes.

Al final vieron un bullicioso camino. Era reconfortante verse rodeado de gente después de pasar por las desiertas calles de los barrios de los daimios.

—Es la ruta Tokaido —gritó Edwards para hacerse oír por encima del chacoloteo de los caballos y de la algarabía.

Era el camino que conducía a Kano y a Kioto, que estaban a varios días de viaje. La calzada estaba abarrotada de gente que avanzaba pesadamente, empujando carros donde llevaban futones, comida, baúles de kimonos, cofres, platos y cacharros.

Redujeron el paso, bordeando un carro que se había volcado, esparciendo su carga por la calle y cayendo a la alcantarilla. Una mujer, muy joven, miró fijamente a Sachi con gesto inexpresivo. Llevaba a un niño atado a la espalda y a otro colgado de la manga, e iba escarbando por el suelo, recogiendo los kimonos que se habían caído de sus envoltorios y que estaban arrugados en el terreno. Llevaba la ropa sucia y harapienta, y tenía una mueca de miedo y espanto en los labios. Pero bajo esa máscara, tenía un rostro pálido y aristocrático. Quizá fuera la doncella de la mansión de un daimio, o incluso una doncella del palacio de las mujeres. Quizá fuera una samurái cuyo esposo había peleado en la colina, y que no había regresado a su casa.

Sachi reparó en que no había casi ningún hombre joven entre el gentío. Familias de mujeres, niños y ancianos avanzaban con el semblante pálido y vacío. Por lo visto, la población estaba abandonando la asolada ciudad.

En el camino había muchas tiendas y posadas; algunas estaban cerradas, pero en las que estaban abiertas ofrecían té, alojamiento o víveres. Entonces pasaron al lado de un espacio despejado entre las tiendas. Detrás de los edificios brillaba una masa de agua de un azul destellante, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Sachi nunca había visto una extensión de agua mayor que la del río Kiso. Escudriñó la lejanía tratando de ver la orilla opuesta, pero no vio el perfil borroso de las montañas cubiertas de pinos. No había orilla opuesta. El agua se extendía, reluciente, hasta desaparecer en el cielo.

Aquella masa de agua estaba llena de embarcaciones de diversos tamaños y formas: barcos grandes, barcos pequeños, transbordadores y barcos con altos mástiles y grandes velas que colgaban, lánguidas, como aplastadas por el calor. Eclipsándolos a todos se erguía una inmensa embarcación negra, imponente como una montaña. Sacaba humo por unas altas chimeneas, y tenía unos mástiles que parecían troncos de árbol quemados y renegridos después de un incendio en el bosque. En la cubierta había gente que corría de un lado para otro, y en los costados, varios cañones. Otro barco idéntico navegaba un poco más alejado de la orilla.

Sachi sabía qué eran. Barcos, como los Barcos Negros que habían traído a los extranjeros. Ella los había visto representados en grabados, pero nunca había imaginado que pudieran ser tan inmensos. Parecían ciudades flotantes.

Taki y Haru tenían los ojos y la boca tan abiertos como ella. Se sonrieron unas a otras, nerviosas. Era un espectáculo emocionante. Sin embargo, también era inquietante, como el carruaje que había ido a recogerlas. Sachi nunca había imaginado que en el mundo pudiera haber cosas así.

—¿No saben qué es eso? Es la Bahía de Edo —dijo Edwards, sonriente, al ver las caras de perplejidad de las mujeres—. Ése es el Fujiyama, uno de los acorazados de su país. El barco que está detrás es de los nuestros.

La casa de Edwards estaba en lo alto de una colina con vistas a la bahía, rodeada de pinos. Sachi había imaginado que viviría en algún lugar extraordinario, pero era una casa normal y corriente, en los terrenos de un templo. El carruaje entró con gran estruendo en los jardines y se detuvo con una fuerte sacudida, levantando mucha grava. Edwards ayudó a bajar a Sachi, y ella lo agradeció. Le temblaban las piernas. Estaba un poco aturdida a causa del agitado trayecto, y cubierta de polvo. Se quedó quieta un momento, recomponiéndose, hasta notar que sus pies volvían a conectar con el suelo.

Estaba impaciente por ver a Tatsuemon; corrió hacia la puerta, pero entonces se paró, porque de pronto la asustó pensar que no sabía qué iba a encontrar allí.

La casa tenía un olor extraño a alcanfor, a enfermería. Tatsuemon estaba tumbado en un futón, recostado sobre unos cojines, y parecía terriblemente joven, delgado y vulnerable. Llevaba un gran vendaje blanco en la cabeza, y vendas en los brazos y las piernas. Uno de los brazos lo llevaba en cabestrillo, pero al menos lo conservaba, pensó Sachi. Tenía la cara, redonda y pequeña, pálida como la cera, y la frente perlada de sudor. Sus ojos parecían enormes sobre las descoloridas mejillas.

Una doncella que estaba sentada a su lado saludó con una inclinación de cabeza y se escabulló.

Tatsuemon miró a Sachi sin comprender; entonces la reconoció, y abrió mucho los ojos. Intentó incorporarse y consiguió dar una cabezada.

—Me alegro mucho de verte, Tatsu —dijo Sachi con voz queda.

—Lo siento, Señora —dijo él con voz ronca—. ¿Fuisteis...? ¿Fuisteis... vos? Edwards-dono dijo que fueron unas damas. Pero no sabía que...

—Fue Hermana Mayor quien te encontró —confirmó Sachi.

Haru había ocupado el lugar de la doncella y le estaba limpiando el sudor de la frente a Tatsuemon con un paño húmedo. Lo miró sonriendo.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Sachi.

Fue a cogerle una mano, pero no lo hizo. Tatsuemon ya no era el hermoso y atractivo joven que había conocido unos meses atrás. Había crecido. Tenía la frente y las mejillas agrietadas y curtidas por el sol, y cuando la miró, Sachi vio un vacío en sus ojos. Parecía que se estuviera distanciando, como si no pudiera impedir ver imágenes que habría preferido olvidar.

—Bien —contestó Tatsuemon con el tono cortado de un soldado. Parecía que no estuviera en aquella fresca habitación, sino en un campo de batalla humeante, bajo la lluvia, informando a su comandante—. Pronto podré levantarme. Tengo que... volver al frente.

Sachi se preguntó dónde habría estado, qué habría hecho, qué habría visto. La última vez que lo vio, Tatsuemon era sólo un muchacho que seguía obedientemente a Toranosuké, su atractivo e idealista amo. Desde que conociera a Shinzaemon, él sólo había hablado de la guerra, de la gloria de la guerra, de la gloria de la muerte. Sachi también se había dejado seducir por ella, se había dejado llevar por el fervor de Shinzaemon. Pero después había visto todos esos cadáveres. La guerra ya no parecía gloriosa, dijeran lo que dijesen los hombres. La guerra era una carnicería.

—Pero ¿qué hacíais allí? —preguntó Tatsuemon, como si acabara de reparar en lo extraño que era que esas mujeres que había visto por última vez en el lejano valle del Kiso estuvieran deambulando por un campo de batalla en Edo.

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