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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

La última concubina (26 page)

BOOK: La última concubina
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—¿Yu-chan? —Oyó su propia voz temblando en el silencio.

Fue de puntillas hacia la habitación más alejada. Las persianas estaban abiertas. A través de las puertas de papel vio que la habitación estaba inundada de luz. Unas cortinas de seda, blancas como la nieve recién caída, ondeaban en el umbral.

Volvió a mirar. Había una mancha roja en las cortinas. En medio de la habitación había una figura vestida de blanco. La madre de Yuki estaba medio arrodillada y medio tumbada boca abajo. Su negro cabello, suelto, estaba esparcido por el suelo, y junto a él, Sachi vio una daga manchada de sangre en el suelo.

Yuki estaba abrazada a su madre, aferrada a ella como si no pensara soltarla nunca. Reinaba un silencio sepulcral. Un olor empalagoso impregnaba la atmósfera.

Pese a su entrenamiento de samurái, Sachi sintió una sacudida de horror, como si le hubiera caído un rayo. Tragó saliva y giró la cabeza; cerró los ojos y respiró hondo.

Imaginó a la madre de Yuki barriendo aquella habitación hasta dejarla inmaculada, limpiando meticulosamente el altar, extendiendo la seda sobre el tatami y rezando por última vez. Debía de haber serenado su mente, debía de haber envuelto el puño de la daga, con mucho cuidado, con un trozo de papel; debía de haberse arrodillado y haberse atado los tobillos para asegurarse de que conservaría la dignidad incluso después de muerta. Se habría clavado la daga en el cuello con precisión y economía de movimientos, con modestia y en silencio, sin alborotos, con una especie de sereno júbilo. Era un suicidio de libro, una muerte de la que estar orgullosa.

Sachi sintió una profunda admiración, casi envidia. Sabía, porque era una samurái, que debía estar preparada para morir en cualquier momento. Conocía el procedimiento. Confiaba en que, cuando llegara su hora, también ella pudiera morir así.

Sin embargo, al ver aquel cuerpo sin vida sintió un horror que ningún razonamiento podía paliar. Ver a aquella mujer dulce y encantadora reducida a una masa inerte le produjo náuseas.

Se fijó en un daguerrotipo que había en el altar, a uno de los lados de la habitación. En el palacio había algunos retratos, pero no esperaba ver uno en un sitio tan destartalado y remoto como aquél. Era una imagen de dos personas: un hombre y una mujer de pie, lado a lado, muy erguidos, mirando al frente con fijeza. La mujer era la madre de Yuki. Miró al hombre. ¡No podía ser! ¿Era... Shinzaemon? Llevaba la cabeza afeitada y el cabello untado con aceite y recogido en un moño, a la moda de los samuráis, pero Sachi reconoció los marcados pómulos, los fieros ojos y el cuadrado mentón. Sorprendida, se acercó a mirar. Pero no, no era Shinzaemon, aunque el hombre del retrato se parecía mucho a él.

Junto al retrato había dos rollos de papel atados con cintas. Uno estaba dirigido a tío Sato, y el otro, a Yuki. Sachi los cogió, y la nota para Yuki se abrió. Era muy breve.

«Hija mía —había escrito su madre—, debes ser valiente. Cuando seas mayor lo entenderás. No puedo soportar la vergüenza de la muerte de tu padre. Me corresponde estar a su lado. Sé una verdadera samurái y lleva el apellido Miyabe con orgullo.»

Despacio, arrastrando los pies, volvieron a la mansión de los Sato. Iban cubiertas de polvo, telarañas, sangre y mugre. Shinzaemon las esperaba en el vestíbulo. Estaba cabizbajo, con los anchos hombros caídos, y tenía los ojos sin brillo.

Al verlas se enderezó. Miró a la niña y dijo:

—Lo siento.

Yuki lo miró. Le temblaba la barbilla y tenía los ojos llenos de lágrimas, pero su rostro parecía de piedra. Sachi se percató de que la pequeña estaba haciendo todo lo posible para no mostrar su debilidad y no llorar, a pesar de todo.

Sachi nunca había visto a Shinzaemon comportarse con tanta amabilidad. Le habría gustado cogerle una mano y decirle: «No es culpa tuya. Hiciste cuanto pudiste.»

Sus miradas se encontraron. Él era tan valiente, tan fuerte. Si había alguien que sabía qué hacer, era él. Sachi tendría que depositar en él su fe.

—Todo ha terminado —dijo Shinzaemon—. Los sureños se han puesto en marcha, y el daimio de Kano está decidido a demostrarles su lealtad. Como damas de la corte del shogun, corréis un grave peligro. Nosotros también. Nos vamos inmediatamente.

—Tengo que preparar el funeral de mi madre —dijo Yuki con frenesí. Eran las primeras palabras que pronunciaba desde que habían vuelto de la casa de su familia—. Debo ocuparme de sus cenizas y rezar por su espíritu. Soy la única superviviente de la casa de Miyabe. —Miró alrededor, como si hubiera olvidado algo. Tenía el ceño fruncido y los ojos rojos e hinchados. De pronto le cambió la expresión, y sus facciones se relajaron—. Tengo que vengar a mi padre —dijo con firmeza.

—Si te quedas aquí, te matarán —dijo Shinzaemon—. La casa de Miyabe ya no existe. Terminó cuando arrestaron a tu padre. Ya no hay casa, ni estipendio, ni nada. Prometí a tu padre que me encargaría de ti. Debes venir con nosotros.

II

Partieron al despuntar el alba. La noche anterior se habían despedido y habían dado las gracias, y era más seguro emprender el viaje sin mucha ceremonia. Todos sabían que las posibilidades de que volvieran a encontrarse en esa vida eran escasas.

Al cerrar la puerta por última vez, Sachi sintió una punzada de tristeza. Si bien la habitación que habían ocupado en la casa de tía Sato era pequeña y fría, había sido para ellas una especie de hogar.

Soplaba la fría brisa del amanecer. Las mujeres se ciñeron las prendas de abrigo. Iban vestidas de la forma más discreta posible, con sencillas ropas de chonin. Se habían calado bien los sombreros de viaje de paja para esconder su pálido cutis y sus facciones aristocráticas. Sólo se llevaron unas pocas mudas de ropa y una túnica cada una para venderlas si necesitaban dinero. Sachi también se había llevado el misterioso michiyuki de brocado. Pusieron sus alabardas en unas cajas. Los hombres iban a caballo, con sus dos espadas en el cinto. Pero no llevaban emblema. No había nada que indicara a qué clan pertenecían ni a quién eran leales.

El plan consistía en evitar la ruta Tokaido, la ruta principal para llegar a Edo. Los sureños enviarían sus ejércitos por ese camino y estaría lleno de soldados. Los hombres decidieron ir por caminos secundarios, más tranquilos, hasta que se hubieran alejado de Kano, y entonces conectar con la ruta Nakasendo. Era un camino mucho más largo que atravesaba terreno montañoso muy escarpado, pero habría menos posibilidades de encontrarse con tropas sureñas. Todos los integrantes del grupo sabían que iban a pasar por territorio hostil, y que se meterían en la boca del dragón. Algunos de los dominios por los que tenían que pasar eran presuntamente amigos, pero ya nadie podía estar seguro de en qué bando estaba cada cual. Los clanes cambiaban de filiación con la misma facilidad con que cambiaba el tiempo.

Se dirigieron hacia el noreste de la ciudad, la dirección de donde provenían los espíritus malignos, donde estaban los terrenos de ejecuciones y la prisión. Shinzaemon y Toranosuké habían buscado porteadores, palanquineros y caballos de carga para los primeros ri, hasta que llegaran al siguiente pueblo de posta, y un par de literas cubiertas, que apenas merecían que las llamaran palanquines, para llevar a las mujeres. Eran unos vehículos endebles con delgadas paredes de paja entretejida y con cortinas de juncos que tapaban los agujeros cuadrados que servían de ventanas. Sachi y la pequeña Yuki se balanceaban en silencio, abrazadas. Iban como atontadas, oyendo el crujido de la vara y el chapoteo de las sandalias de paja de los palanquineros caminando por el barro. El viento silbaba al introducirse entre las paredes de paja y entre las capas de ropa acolchada de sus prendas de algodón.

Yuki levantó una de las cortinas y vio pasar la ciudad. Todavía no había salido el sol, pero las calles ya estaban muy concurridas. Al principio circularon entre los altos muros de tierra que bordeaban los sombreados callejones de los barrios de samuráis. Al cabo de un rato empezaron a filtrarse en la litera los acres olores a humo de leña y a comida. Oían cacareos de gallo y ladridos de perro. Cuando pasaron por el barrio de los artesanos, los oyeron tallar, labrar, cepillar y cincelar, y distinguieron el olor a laca caliente.

Entonces les llegó otro olor, que fue filtrándose lenta pero implacablemente, hasta envolverlo todo como la niebla. Era tan extraño y desagradable que Sachi retrocedió de miedo. Hacía muchos años que no lo olía, y sin embargo lo reconoció de inmediato. Era como si volviera a ser una niña y estuviera en su aldea jugando con los otros niños. Recordó que algunos eran más pequeños y estaban raquíticos y desnutridos; tenían la piel bronceada y siempre mugrienta. Sus raídas ropas y sus extraños y anchos sombreros estaban impregnados de ese mismo olor nauseabundo. Sachi oyó la voz de su madre resonando en sus oídos: «Ese olor... Hueles a ese olor. Has vuelto a jugar con los parias. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Son impuros. Sus padres conviven con los muertos. Las personas decentes no se acercan a ellos.» Ella también había aprendido a rehuir a los que realizaban los trabajos que la gente decente rechazaba: curtir pieles, deshacerse de las carcasas de los animales y ejecutar a los condenados.

Taki iba en la segunda litera. Seguro que alguien como ella, que había llevado siempre una vida tan protegida, nunca se había acercado a gente como aquélla. Sachi sabía que debía de estar horrorizada, muerta de miedo de contaminarse.

Yuki estaba apoyada en la pared de la litera. De pronto se enderezó y chilló:

—¡Alto! ¡Alto!

Al instante, Shinzaemon bramó: «¡Alto!» Los palanquineros bajaron la litera al suelo. Yuki ya estaba apeándose de ella.

Sachi se inclinó hacia delante, y luego se echó hacia atrás tapándose la cara con el velo. El hedor era insoportable. Olía a carne putrefacta, el olor del osario. A través de la puerta de la litera, abierta, vio un par de enormes puertas de madera. Clavadas en unas tablas sujetadas por unos postes había una hilera de extraños objetos redondos. Algunos tenían pelo, largo y enmarañado, como el de los fantasmas. Otros, aunque despeinados, todavía tenían el pelo recogido en un moño de samurái. Tenían los ojos cerrados y las mandíbulas flojas. Eran cabezas humanas. Un líquido oscuro goteaba todavía de alguno de los cuellos cortados.

Las caras eran de color gris y estaban inmóviles, como figuras de arcilla; pero, pese a estar muertos, aquellos cadáveres tenían nobleza. Bajo cada uno de ellos había una tabla de madera donde estaba inscrito su nombre, su edad, su lugar de nacimiento y su crimen. Ignorando las náuseas, Sachi intentó discernir cuál de ellos tenía algún parecido con el rostro que había visto en el daguerrotipo. ¡Qué vergüenza! Aquélla era una muerte terrible para un samurái.

Yuki, con su pequeño kimono de niña y con sus dos coletas, y el corpulento y musculoso Shinzaemon, con su mata de cabello recogido en una cola de caballo, se quedaron plantados lado a lado, contemplando las cabezas.

Finalmente Yuki asintió y dijo:

—No se parece mucho a Padre.

Hubo un largo silencio.

—Un día os vengaré —añadió la niña.

Su aflautada voz era dulce pero feroz.

—Se nota que eres hija de un samurái —le dijo Shinzaemon—. Tu padre estaría orgulloso de ti.

III

No había tiempo que perder. Avanzaban en silencio; Yuki iba sentada con la vista al frente, y con el semblante tan inexpresivo como el de los desdichados que habían visto en las puertas de la cárcel. Sachi la abrazó; temía que la niña no volviera a hablar nunca.

Shinzaemon y Toranosuké cabalgaban juntos, hablando en voz baja. Sachi alcanzó a oír algunas palabras que arrastró el viento.

—Un control. Podrían ser sureños.

Sachi levantó la cortina y miró afuera. Iban balanceándose por una calle estrecha, bordeada por altos muros de tierra. Al final había una inmensa puerta de madera. Sachi bajó la cortina y permaneció callada, sin atreverse apenas a respirar. Sabía que tío Sato había conseguido salvoconductos —una tablilla para cada uno, con la firma y el sello de las autoridades de Kano—. Pero ¿estaría atendido el control por la vieja guardia, leal al shogun, o la habrían reemplazado los sureños? Si los guardias eran sureños, lo más probable era que los arrestaran y los escoltaran de nuevo hasta Kano. Sachi se dio cuenta, presa del pánico, de que podían acabar junto al padre de Yuki en las puertas de la prisión.

Se oyó crujir de pies sobre la grava cubierta de nieve helada, y entrechocar de espadas y rifles; los soldados habían rodeado las literas. Sachi oyó a Shinzaemon y a Toranosuké desmontando de sus monturas. A lo lejos se oía el golpeteo de cascos de caballos acercándose.

—¿Eres tú, Aoyama? ¿Va todo bien?

Shinzaemon conocía a los guardias. Eran camaradas. Sachi dio un suspiro de alivio.

—¡Vaya! ¡Pero si son Shin y Tora! ¿Adónde vais?

—Al interior —respondió Toranosuké con aire despreocupado.

—¿Viajáis con mujeres? Muy listos. Nadie sospechará que sois ronin si ven que lleváis mujeres. Entonces ¿no vais a Aizu?

—Tendréis que esperar un poco —gruñó otra voz—. Se acerca una milicia.

Un escuadrón de caballería pasó al trote por las grandes puertas de madera. Varios de los jinetes llevaban armadura completa, visible bajo las chaquetas de seda de llamativos colores. La luz invernal se reflejaba en las vainas de sus espadas, en sus pendones y en sus lanzas. Algunos llevaban yelmo con feroces cuernos, y tenían la cara tapada por unas máscaras de hierro con bigotes. Expulsaban pequeñas nubes de vaho, como si fueran dragones, y unos mechones de pelo blanco y negro les colgaban hasta la cintura. Eran como demonios de una pesadilla.

Eran soldados que se dirigían al frente. Pero ¿en qué bando estaban? Sachi supuso que debían estar escoltando a algún personaje noble y poderoso, pero no había palanquín, sólo un grupo de jinetes apiñados en el centro. La retaguardia la formaban una hilera de caballos de carga con enormes fardos y una tropa de jóvenes y desgarbados campesinos, de brazos musculosos y bronceados y de rostro curtido, armados con unos rifles que le recordaron el viejo mosquete que guardaba su padre para proteger la aldea de los bandidos.

—Shin. Tora —dijo uno de los soldados. Llevaba un reluciente peto, y tenía la mirada fogosa y las lisas mejillas de un adolescente. Al parecer, también eran amigos, hombres de Kano, y estaban en el bando del norte—. ¿Adónde vais? ¿No venís a Aizu?

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