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Authors: Graham Joyce

Tags: #Intriga

La tierra silenciada (3 page)

—No habrá alguien… en fin, ya me entiendes… enterrado en la nieve, ¿no?

Jake se tiró del lóbulo de la oreja.

—Sé realista. Si lo hay, está muerto. Ya llevamos aquí casi dos horas.

—Tendríamos que asegurarnos —insistió Zoe—. Si existe una remota posibilidad, debemos ayudar. Debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance.

Jake asintió.

—De acuerdo. De acuerdo. Verás, esto es lo que me propongo. Me pondré esos esquís. Es un ascenso corto. Subiré con el telearrastre hasta lo alto. Si el operario está por allí, si ha salido por alguna tarea de mantenimiento, no andará lejos del recorrido del telearrastre.

—¿Crees que es una pérdida de tiempo?

—No nos quedaremos tranquilos si no lo intentamos. Podría estar herido en algún sitio.

Zoe se quitó el gorro de lana de color azul lavanda y volvió a ponérselo.

—Vale. Te acompaño.

—No. Estás agotada. Y yo, con los esquís, iré más deprisa.

—Quiero ir.

—Zoe, te lo diré claramente: se te ve fatal. Tú también tienes los ojos rojos. No quería alarmarte. Quizá haya sido por la presión de la nieve. Pero te noto alterada. Solo quiero marcharme de aquí con la tranquilidad de que no hay nadie caído en la pista. Si está bajo la nieve, no habrá nada que hacer. ¿Conforme?

Zoe parpadeó. Se conocían de sobra. Los dos poseían un firme sentido de lo que era correcto hacer, y sabía que él lo haría.

Jake llevaba un pequeño destornillador en la riñonera para ajustar las fijaciones de los esquís y, valiéndose de él, adaptaba ya a sus propias botas los esquís que acababa de encontrar.

Jake pulsó varios interruptores hasta que la maquinaria arrancó de nuevo y la polea de acero empezó a girar sobre ellos. Zoe se acercó a la glisera, donde estaban aparcadas las perchas, separó una de ellas y aguardó a que Jake, ya con los esquís, se colocara en posición. Le entregó la percha, y él la cogió sin pronunciar palabra. De pronto Zoe no quería que se marchara. Aun así, se quedó observando mientras el arrastre solitario tiraba de él pendiente arriba y se perdía de vista. Seguía nevando. Volvió a entrar en la cabina.

Pese a que dentro la temperatura era agradable, ella temblaba. Cerró los ojos, pero la asaltaron violentas imágenes del súbito impacto del alud, como serpientes sibilantes. Se le encogió el estómago.

Enseguida se arrepintió de haber dejado marchar a Jake. Pensó que fácilmente podía producirse otro alud. Se puso en pie y miró por la ventana sucia de la cabina. Luego volvió a sentarse.

Jake llevaba ya mucho tiempo fuera. Zoe estaba acalorada. Se tocó la frente, preguntándose si tenía fiebre. Se le escapó un sollozo, totalmente inesperado. Se levantó y se acercó de nuevo a la ventana, pero solo vio la vasta blancura de la montaña y los árboles colmados de nieve. Aguzó el oído. No oyó nada. Fuera, el mundo estaba sumido en el silencio. La cabina se le antojó minúscula y vulnerable.

Casi se había adormilado cuando una sombra gris se perfiló al otro lado de la ventana. Era Jake, que sacaba los pies de las fijaciones. Entró al calor de la cabina y, mientras se sacudía la nieve de las botas con fuertes pisadas, movió la cabeza en un gesto de negación.

—¿No has visto nada?

—He mirado bien alrededor de todas las pilonas. Si hay alguien, está enterrado bajo la nieve a mucha profundidad.

—Da repelús solo pensarlo. —Zoe se echó a llorar.

Jake la rodeó con el brazo y la besó.

—Calla —dijo—. Calla. No sabes si hay alguien ahí fuera. Era únicamente una posibilidad remota.

—Ya lo sé. Déjame llorar. Lloro por nosotros. Podríamos haber sido nosotros. Lloro de alivio. —Se sorbió la nariz y se la limpió con el dorso del guante.

—Verás —dijo Jake después de estrecharla entre sus brazos por un momento—, he tenido otra de mis brillantes ideas. Podemos bajar los dos con los esquís. Hay una forma.

—¿Con un solo par de esquís?

—Tú te subes detrás y te agarras a mi cintura. Bajaremos en zigzag, con diagonales muy lentas. Quizá nos caigamos alguna que otra vez, pero será mejor que caminar por la nieve. En algunos sitios te llega hasta las ingles, en serio.

Así lo hicieron. Avanzaron muy despacio, pero no les costó demasiado y consiguieron descender. No había nadie en la ladera, en ningún punto del camino, y saltaba a la vista que las autoridades habían evacuado y cerrado las pistas por el riesgo de aludes.

Vieron el hotel justo enfrente. A pesar de que solo pasaba un poco de las doce del mediodía, todas las luces estaban encendidas. Ofrecía un aspecto acogedor, y atrayente, y seguro.

—Voy a darme un baño caliente —anunció Zoe.

—Sí, apestas.

—Gracias. Y me quedaré un rato en la sauna, porque estoy muerta de frío. Pero no te dejo entrar conmigo.

—Y tomaremos una copa de vino. Tinto.

—Y un filete. Poco hecho.

—Rezumando sangre. Y con mostaza.

—Y un helado.

—¿Cómo? ¿Además del filete?

—Y vaciaremos el bar.

—Bueno. Déjame quitarme los esquís. Desde aquí podemos seguir a pie.

2

El hotel Varka se hallaba enclavado en la falda de la montaña, a cierta distancia del centro del pueblo, Saint-Bernard-en-Haut, pero cerca de las pistas para principiantes. En los anuncios presumía de estar «a pie de pista», lo cual era cierto si desplazarse unos doscientos metros por el lecho del valle arrastrando los esquís podía considerarse esquiar. El hotel ofrecía un servicio de cuatro estrellas, dos bares (uno con piano), un restaurante, spa con sauna, transporte a las pistas de la zona y wifi. Salía más caro de lo que en condiciones normales podían permitirse los Bennett, pero esas eran unas vacaciones especiales. Como hacía varios años que no esquiaban —y era en las pistas de Chamonix donde se habían conocido y enamorado—, habían decidido premiarse con unas vacaciones de más nivel.

Sin el menor respeto por la idea de vacaciones especiales, el alud, con sus feroces dientes blancos, había intentado morderles los tobillos en su segundo día allí.

Se accedía a la recepción del hotel por una puerta de cristal electrónica, que cuando se acercaron emitió un zumbido y se abrió con torturante lentitud. Dominaba el vestíbulo un árbol de Navidad gigantesco, quizá excesivo. Tenía una hermosa iluminación, con delicadas luces azules que titilaban entre las ramas como duendecillos allí suspendidos. Zoe y Jake fueron derechos a la recepción, deseosos de informar a alguien de su odisea, pero en ese momento no había nadie. Se encaminaron, pues, hacia el ascensor y subieron a la tercera planta, donde tenían la habitación.

Zoe abrió de inmediato los grifos para darse un baño de agua caliente y, mientras se llenaba la bañera, se quitó el traje de esquí. Jake se dejó caer en la cama, con los brazos por encima de la cabeza. Zoe se arrodilló a su lado, vestida aún con su ropa interior térmica.

—¿Te encuentras bien?

—Pues sí, la verdad —contestó él—. Me encuentro bien.

—Habrá que conseguir un colirio. Pareces un zombi. Tendría que verte un médico.

—No necesito a ningún médico. Tú también tienes los ojos rojos y eres quien ha acabado enterrada. Es a ti a quien tiene que verte un médico para asegurarnos de que no estás… ¿cómo se dice? En estado de shock.

—¿Y qué van a hacerme? ¿Un tratamiento psicológico? ¿Cogerme de la mano? Estoy bien, no necesito a ningún médico. Me ha caído encima un poco de nieve y he salido. Eso es todo. ¿Y tú cómo te encuentras?

—Yo bien. Lo único distinto es que ahora estoy de un cachondo absurdo. Toca esto.

—Quita. Primero déjame darme un baño.

—¿Esto será como cuando la gente se pone cachonda en los funerales? ¿Será acaso por el silbido de la guadaña? ¿Eso lo pone a uno en celo? Ven aquí,
ma biche
.

—Quita, Jake, me muero de frío. Tú también debes de estar helado. Primero déjame darme un baño.

Jake cogió de pronto el auricular del teléfono.

—Voy a contarle a algún mamón lo que nos ha pasado.

—¿Y qué crees que harán? ¡Ni se te ocurra llamar a un médico para mí! Vamos, vente a la bañera conmigo. No quiero a ningún médico iluminándome los ojos con una linterna. Vamos. Después podrás hacer lo que quieras conmigo.

Así que Jake se quitó el traje de esquí y se apretujó con Zoe en el agua caliente de la bañera, gimiendo y suspirando. Permanecieron sentados cara a cara en medio del vapor, abrazándose las rodillas, dejando que el calor penetrara en sus cuerpos y disipara el frío.

Siguieron allí un rato en silencio. Con la cabeza apoyada en la rodilla de Zoe, Jake pareció adormecerse. Finalmente el agua empezó a enfriarse, y ella lo obligó a moverse, salió de la bañera y se envolvió en una toalla. Pensando que quizá como mínimo debía informar a alguien de su salvación, Zoe llamó a recepción. El teléfono sonó y sonó, pero nadie atendió la llamada. Se secó, se vistió y, dejando a Jake en remojo, bajó en el ascensor.

La recepción continuaba vacía. En el mostrador había una campanilla antigua, de esas que uno golpea con la palma de la mano, pero en esta ocasión no acudió nadie cuando Zoe la hizo sonar. Se inclinó sobre el mostrador y escrutó la oficina situada detrás de la recepción, y aunque todo estaba en orden, no vio a nadie. Sintió cierta inquietud.

Su primera reacción había sido intentar entrar en calor y cuidar de Jake, olvidando que su propia experiencia había sido peor que la de él. Si bien Jake también se había visto arrollado por el alud y depositado en la pendiente de la montaña, no había quedado enterrado vivo. Las imágenes de ese momento volvían a reproducirse en su cabeza por segunda vez desde que Jake la había sacado de la nieve. Le temblaban las manos. Entró de nuevo en el ascensor y regresó a la habitación.

Jake se había quedado dormido en la bañera de nuevo. Lo contempló desde el umbral de la puerta, y él pareció percibir su presencia. Abrió los ojos.

—No hay nadie.

—¿Dónde?

—En recepción. Acabo de bajar. No hay nadie.

—Bueno, a estas horas suele haber poca actividad en el hotel, ¿no? Todos los huéspedes están fuera.

—¿Y el personal?

—Habrán salido a fumar un cigarrillo.

Zoe no parecía muy convencida.

—Pero el hecho es que no están fuera, ¿verdad?

—¿Quiénes?

—Los huéspedes. No están todos fuera, ¿verdad que no? Las pistas están cerradas.

—Bueno, quizá el alud ha sido peor de lo que pensábamos. Quizá todo el mundo está en lo alto de la montaña. Ayudando.

—¿Tú crees? ¿En serio crees que ha sido un alud tan grande?

—Para nosotros lo ha sido. En fin, no tengo ni idea. A lo mejor a nosotros nos ha sorprendido solo una pequeña porción del alud principal. ¿Qué podemos hacer? —Jake salió de la bañera y cogió una toalla—. No nos queda más remedio que esperar a que vuelvan.

Zoe atravesó la habitación, se sentó en la cama y empezó a retorcerse los dedos.

Jake apareció envuelto en la toalla. Su piel rosada despedía aún vapor por el calor de la bañera.

—Tendría que haber una norma que prohibiese a un hombre ver a su mujer tan obscenamente sexy —dijo—. Y más después de una experiencia al borde de la muerte.

Echó a un lado la toalla y tumbó a Zoe en la cama a la vez que le levantaba las piernas. Ella soltó un chillido, y cuando él se abalanzó encima, se resistió. Jake hizo una mueca de dolor.

—¡Mis costillas!

—Te lo tienes bien merecido.

—¡Hemos estado a punto de morir! Los dos hemos estado a punto de morir. Quiero sentirme encima de ti. Como ese alud.

—Ven aquí.

—Empiezo a tener hambre. ¿Dónde está ese filete rezumando sangre? Pidámoslo al servicio de habitaciones, da igual lo que cueste. —Jake examinó la carta—. ¿Qué te apetece?

—Un filete poco hecho, sí. Vino tinto. Cualquiera cosa mala para la salud.

Jake marcó el número del servicio de habitaciones. Como no respondieron, llamó a recepción. Nadie descolgó el teléfono.

—¡Qué raro!

—Ya te lo he dicho, no hay nadie. No me escuchas.

Jake permaneció al aparato un rato más. Finalmente, con un suave chasquido, dejó el auricular en la horquilla.

—Vamos a vestirnos. Podemos comer algo en el restaurante.

De camino al restaurante, Zoe tuvo un ataque de risa. Aunque se llevó la mano a la boca, se le escapó un ronquido porcino. Jake se detuvo en el pasillo y la miró. Ante su cómica expresión de desconcierto, Zoe sucumbió aún más al descontrol. Tal vez fuera la histeria posterior al roce con la muerte, pero algo la empujó a soltar una carcajada. No a sonreír o a dejar escapar una risita, sino a desternillarse. El deseo de reírse de nada era incontenible.

En la pared, cerca del ascensor, había una reproducción de un cuadro abstracto poco sugerente, y le dio ganas de reír. La absurda campanilla musical del ascensor al llegar a la tercera planta también le dio ganas de reír. Aquella decoración insípida resultaba un tanto ridícula por el vívido contraste con el lugar donde ella acababa de estar, cabeza abajo en medio de la nieve. Los espejos del ascensor le dieron ganas de reír. El cartel sobre el peso máximo permitido en el ascensor; la alfombra en el suelo; el botón de alarma. Todo se le antojaba irrisorio y le arrancaba carcajadas.

—¿Qué? —dijo Jake—. ¿Qué?

Zoe se dejó caer de espaldas contra el espejo del ascensor y, convulsionándose, sujetándose las costillas, soltó una gran risotada.

—En fin, me alegro de que lo encuentres tan gracioso —comentó Jake—. A mí me pasa lo mismo. Más o menos. Hemos estado a punto de morir. Eso es la mar de divertido. Estás como una cabra.

Casi para obligarla a callar, la comprimió contra la pared del ascensor y le metió la lengua en la boca. Ella sintió la descarga de sus propias convulsiones a través de Jake, como si fuera una fuente de energía eléctrica. Notó su erección. Acababan de follar y él ya quería más. También ella quería más.

El ascensor llegó a la recepción y las puertas se abrieron. Zoe lo apartó de un empujón, se sacudió el pelo y recobró la compostura antes de salir.

No tenía por qué haberse molestado. Seguía sin haber nadie.

Se acercaron al mostrador de recepción. Jake tocó la campanilla.

—¡Ha del castillo! —llamó a voz en cuello, dirigiendo una mueca burlona a Zoe.

—Probemos en el restaurante.

Pasaron por delante del atril de madera clara del portero, pulcro pero vacío, y atravesaron el vestíbulo hacia el restaurante del hotel. El comedor solía estar tranquilo durante el día, ya que la mayoría de los huéspedes solo cenaba allí, pero siempre había una o dos mesas ocupadas.

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