Read La Tierra permanece Online

Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

La Tierra permanece (26 page)

Ish saltó del jeep y se desperezó. Tenía las piernas entumecidas, y los tumbos le habían dejado dolorida la espalda enferma.

—Bueno —dijo, con orgullo en la voz—, ¿qué te parece, Mary?

Mary era hija suya, pero no se parecía a él ni a Em, y su estupidez lo irritaba a menudo.

—Muy bien —respondió ella con su habitual falta de entusiasmo.

—¿Dónde es la corrida? —preguntó Ish.

—Cerca del nogal grande.

Se oyeron unos gritos lejanos. Alguien, sin duda, había esquivado una embestida del toro.

—Y bueno, iré a admirar el deporte nacional —dijo Ish, aunque sabía que era una ironía malgastada.

—Sí —dijo Mary, y con el niño en brazos se volvió hacia su casa.

Ish descendió la loma y atravesó un prado que en otro tiempo había sido el patio de alguien. ¡El deporte nacional! Su entrada triunfal había sido un fracaso, y no podía dejar de sentir cierta amargura. Otro grito indicó que alguien acababa de escapar apenas a los cuernos del toro.

El juego era peligroso, aunque nadie había muerto todavía, ni había sido herido de gravedad. Ish lo desaprobaba, pero no se atrevía a oponerse. Los muchachos tenían exceso de energías y quizá sentían la necesidad del peligro. La existencia era en San Lupo demasiado serena y monótona. Recordó a Mary. ¿Cómo no volverse insensible en aquellas condiciones? Los niños atravesaban las calles sin temor a los autos, y habían desaparecido también muchos otros peligros de la vida cotidiana; los resfriados, por ejemplo, y las bombas atómicas. Naturalmente, como gente que vivía al aire libre, y usaba hachas y cuchillos, conocían las magulladuras y heridas. Mary se había quemado una vez las manos, y un día un niño de tres años se había caído del muelle, ahogándose casi.

Ish llegó a un espacio que en otro tiempo había sido un parque, cerca de la roca que servía de calendario. El toro estaba en el centro de un prado que apenas merecía ese nombre. La hierba, de treinta centímetros de altura, no conocía otros jardineros que los ciervos y las vacas.

Harry, el hijo de Molly, de quince años, era el torero. Lo secundaba Walt, que “jugaba en la retaguardia”, término deportivo heredado de los viejos días. Ish no era un experto, pero le bastó una mirada para saber que el toro no era peligroso. Era un Hereford de raza casi pura, rojo, y con manchas blancas en la frente. Estos toros vivían en libertad desde hacía varias generaciones y eran ahora de patas más largas, más delgados, y de cuernos más grandes. En ese momento el juego languidecía un poco. El toro, fatigado, miraba indeciso a Harry, que lo provocaba sin éxito.

Los espectadores, la Tribu casi completa, incluso Jean y su bebé, estaban sentados a orillas del claro. Los árboles los protegerían del toro, si el animal decidía dejar el césped. En caso de necesidad se soltarían los perros y Jack tenía un fusil en las rodillas.

De pronto, el toro volvió a la vida y embistió pesadamente con bastante fuerza como para derribar a veinte muchachos. Pero Harry saltó a un costado y el toro se detuvo, desconcertado.

Una niña —Betty, la hija de Jean— se incorporó y gritó que ahora era su turno. Parecía una pequeña salvaje, con las faldas recogidas sobre los muslos, las largas piernas bronceadas. Harry cedió su lugar a su hermanastra. El toro estaba fatigado y la niña no corría peligro. Ayudada por Walt, Betty provocó algunas embestidas que esquivó fácilmente. Y entonces un niño gritó con todas sus fuerzas:

—¡Yo ahora!

Era Joey. Ish frunció el ceño, pero sabía que no necesitaría ejercer su autoridad. Joey sólo tenía nueve años, y las leyes del juego le prohibían intervenir. Los niños mayores se impusieron amablemente, pero con firmeza.

—No, Joey —dijo Bob, de dieciséis años—, eres muy pequeño. Espera un par de años.

—Soy tan bueno como Walt —protestó Joey.

Ish creyó adivinar que Joey había practicado por su cuenta, en secreto, con algún toro bonachón, y quizás ayudado por Josie, su hermana gemela, y su devota esclava. Ish se estremeció ante la idea de que Joey pudiese sufrir un accidente... Joey, entre todos los niños... Después de algunas débiles protestas, el chico cedió.

El toro, gordo, había combatido bastante. Se contentaba con rascar la tierra mientras Betty bailaba a su alrededor. La corrida había terminado y los espectadores empezaron a dispersarse. Los muchachos llamaron a Betty y Walt. El toro, aliviado sin duda, quedó solo en el claro.

Ish fue a inspeccionar el trabajo del día. El pozo sólo tenía unos pocos centímetros. Palas y picos yacían alrededor. La indolencia de los trabajadores y la atracción de la corrida había terminado con las buenas intenciones. Ish miró el agujero y sonrió con una mueca.

Sin embargo, habían llevado a las casas agua suficiente para atender a las necesidades inmediatas. Em había preparado para la cena un sabroso asado de ternera. Por desgracia, el Napa Gamay, de veinticinco años atrás, si uno podía creer en la etiqueta, se había avinagrado.

4

Ish decidió que los muchachos saldrían cuatro días más tarde. Había aquí otra diferencia con los viejos tiempos. Antes todo era tan complicado, que un viaje largo exigía muchos preparativos. Ahora se decidía algo y se hacía. Por otra parte, la estación era favorable, y las postergaciones podían enfriar el entusiasmo que despertaba la expedición.

Mientras llegaba el día de la partida, trabajó con los muchachos. Les enseñó a conducir. Volvió con ellos al garaje y les mostró cómo debían cambiar algunas piezas, como la bomba de aceite y las bujías.

—Si os encontráis en dificultades —aconsejó— mejor será deteneros en un garaje y tratar de poner en marcha otro auto. Perderéis menos tiempo.

Luego, planeó, entusiasmado, el itinerario. En las estaciones de gasolina encontró unos mapas camineros amarillentos y descoloridos. Los estudió atentamente y, ayudado por sus conocimientos geográficos, trató de imaginar los cambios que las inundaciones, los vientos y el rápido crecimiento de los árboles podían haber provocado en los caminos.

—Primero iréis hacia el sur, hacia Los Ángeles —concluyó—. Era un gran centro poblado en los viejos días. Es posible que encontréis allí sobrevivientes, quizá hasta alguna comunidad. —Siguió con la mirada las líneas rojas—. Probad ante todo la ruta 99. Creo que podréis pasar. Si tropezáis con obstáculos en las montañas, volved hacia Bakersfield, tomad la 466, y cruzad el desfiladero de Tehachapi.

Se interrumpió. Sintió que la nostalgia le cerraba la garganta y le humedecía los ojos. ¡Aquellos nombres evocaban tantos recuerdos! Burbank, Hollywood, Pasadena... Antes ciudades vivas y prósperas que él había conocido. Ahora los coyotes perseguían a las liebres en los parques y jardines devastados. Sin embargo, los nombres estaban aún allí, en los mapas, en grandes letras negras.

Se dominó, pues los dos muchachos lo miraban estupefactos.

—Perfecto —dijo rápidamente—. Desde Los Ángeles, o desde Barstow, si no podéis llegar a Los Ángeles, tomad la 66. Yo tomé ese camino. Atravesaréis fácilmente el desierto. No olvidéis las provisiones de agua. Si el puente del Colorado existe aún, tanto mejor. Si no, volved hacia el norte y probad la ruta que atraviesa la presa de Boulder. Seguramente la encontraréis intacta.

Les enseñó a leer los mapas por si debían cambiar de itinerario. Pero sin duda les bastaría con apartar de cuando en cuando un árbol caído, o trabajar con pico y pala una hora o dos para quitar algún montón de tierra. Al fin y al cabo, veintiún años de abandono no bastaban para que desapareciesen las carreteras.

—Tendréis algunas dificultades en Arizona —continuó Ish—. En las montañas. Pero...

—¿Arizona? ¿Qué es eso?

Era Bob quien hacía la pregunta, bastante natural. Ish no supo qué decir. ¿Qué había sido Arizona? ¿Un territorio, una entidad, una abstracción? ¿Cómo explicar en pocas palabras lo que era «un Estado»? ¿Y cómo explicar lo que era Arizona ahora?

—Oh —dijo al fin—, Arizona es el nombre de esta región de aquí abajo, del otro lado del río. —Se le ocurrió algo—. Mirad aquí en el mapa. Este territorio rodeado de una raya amarilla.

—Ah —dijo Bob—. Hay una cerca alrededor.

—Bueno, me parece que no.

—Es cierto. No tienen necesidad de cerca, pues está el río.

Inútil insistir, pensó Ish. Cree que Arizona es una especie de patio grande.

Evitó desde entonces referirse a los Estados y se contentó con mencionar las ciudades. Una ciudad, para los muchachos, era una confusión de calles bordeadas de casas en ruinas. Vivían en una ciudad y podían imaginar otras, con comunidades similares a la Tribu.

El itinerario de Ish pasaba por Denver, Omaha, Chicago. Quería saber qué había ocurrido en las grandes ciudades. Llegarían allá en primavera. Les aconsejó que fueran en seguida a Washington y Nueva York por la carretera que pareciese más transitable.

—Podréis franquear las montañas por el paso de Pennsylvania. Es difícil que una carretera tan ancha haya quedado obstruida o que se hayan cerrado los túneles.

Ellos mismos podían elegir por dónde volver. Para ese entonces conocerían mejor que él el estado de los caminos. Les aconsejaba, sin embargo, que intentasen viajar por el sur. Quizás habría allí gentes que habían escapado al invierno.

Todos los días hacían un paseo en jeep, y después de algunas pruebas, consiguieron unos neumáticos que parecían bastante resistentes.

Al cuarto día, partieron, con el jeep cargado de acumuladores, neumáticos y piezas de repuesto. Los muchachos desbordaban de alegría; las madres no podían contener las lágrimas ante la perspectiva de una separación tan larga; Ish, muy nervioso, no ocultaba que su deseo hubiera sido acompañar a los viajeros.

Las fronteras eran líneas de demarcación tan duras, tan inflexibles como las cercas. Eran también obra del hombre, abstracciones que se hacían reales. Atravesabais una frontera y cambiaba la superficie del suelo. Una nueva vibración os decía que habíais dejado la suave carretera de Delaware por la más áspera de Maryland. Los neumáticos entonaban otra canción.
FRONTERA DEL ESTADO,
señalaba el pilón.
ENTRADA A NEBRASKA. VELOCIDAD MÁXIMA 90 KILÓMETROS.
Los reglamentos mismos eran distintos, y uno apretaba con más fuerza el acelerador.

A ambos lados de una frontera nacional, agitadas por los mismos vientos, flotaban banderas de colores diferentes. Os sometíais a las formalidades de la aduana y del servicio de inmigración y erais de pronto un extraño, un desconocido. Notabais que los policías llevaban otro uniforme. Cambiabais vuestro dinero, y los sellos que poníais en las cartas mostraban una cara distinta. Será mejor conducir prudentemente, pensabais. No tengamos dificultades con la policía. Curiosa historia. Atravesabais una línea invisible y os transformabais en otro hombre: un extranjero.

Pero las fronteras desaparecen más rápidamente que las cercas. Las líneas imaginarias no son atacadas lentamente por la herrumbre. El cambio es aquí muy rápido, y quizá menos desconcertante. Se dirá desde entonces, como en el principio de los siglos: «En el lugar donde los robles empiezan a clarear y crecen los pinos». Se dirá: «Allá abajo... no sé exactamente dónde, en las lomas arcillosas, donde crecen unos matorrales de salvia».

Después de la partida de los muchachos, comenzó un largo período sin incidentes que se llamó el año bueno. Los días sucedían a los días, y las semanas a las semanas. Las lluvias se prolongaron. Fueron lluvias torrenciales, seguidas de días despejados, días en que las lejanas torres del Golden Gate se alzaban precisas y majestuosas contra el cielo azul.

Por las mañanas, Ish lograba que la gente trabajara en los pozos. En el primer ensayo, tropezaron pronto con una capa de roca. El segundo pozo fue más profundo, y encontraron un buen manantial. Revistieron con maderas las paredes del pozo e instalaron una bomba manual. Pero por ese entonces ya se habían acostumbrado a no usar los inodoros, así que renunciaron a hacerlos funcionar.

En esa época, los peces abundaban en la bahía, y se prefería la pesca al trabajo.

A la tarde, todos se reunían para cantar canciones, que Ish acompañaba al acordeón. Ish propuso que se organizara un coro. No faltaban las hermosas voces, y George era un buen bajo. Pero todos preferían el camino del menor esfuerzo.

Decididamente, la Tribu no gustaba mucho de la música, como Ish había comprobado hacía tiempo. Algunos años antes había puesto algunos discos de sinfonías en el fonógrafo. No se oía muy bien, pero se podían seguir los temas. Los niños permanecieron indiferentes. A veces, atraídos por la melodía, abandonaban los juegos o la escultura en madera y escuchaban con atención. Pero no tardaban en volver a sus ocupaciones. Bueno, ¿qué podía esperarse de unas pocas gentes comunes y sus descendientes? Estaban un poco por encima de lo común, se corregía, pero carecían de cultura musical. En los viejos días, diez norteamericanos de cada mil sabían apreciar realmente a Beethoven, y esos pocos, como los perros de pura raza, no habían sobrevivido al Gran Desastre.

Probó también con el jazz. El sonido de los saxofones atrajo otra vez a los niños, pero el interés no duró mucho. ¡El jazz hot! Sus intrincados ritmos no podían atraer a mentes simples, sino a oídos educados. Era como pedirles que admirasen a Picasso o Joyce.

En realidad —y había aquí algo alentador— los jóvenes detestaban el fonógrafo. Preferían cantar ellos mismos. El papel pasivo de oyentes les disgustaba.

Jamás, sin embargo, intentaban componer una melodía o unos versos. Ish, de cuando en cuando, inspirado por algún acontecimiento importante, improvisaba una estrofa, pero carecía de genio poético y sus extrañas tentativas no eran bien recibidas.

Cantaban, pues, a una sola voz. Preferían las melodías más simples:
Llévame otra vez a Virginia
, aunque nadie sabía qué era Virginia, o quién quería ir allí, o
Aleluya, soy un vagabundo
, sin preguntarse qué era un vagabundo. Cantaban también las quejas de Bárbara Allen, aunque ninguno de ellos sufriese penas de amor.

Ish pensaba constantemente en los dos muchachos del jeep. Los niños pedían
Mi hogar en la llanura
e Ish tocaba la melodía sintiendo un nudo en la garganta. Quizás en aquel mismo instante Dick y Bob erraban por aquellos sitios. ¿Qué ocurriría en las vastas llanuras? ¿Habría aún ciervos y antílopes? ¿Ganado? ¿Habrían vuelto los bisontes?

Other books

Touch of the Demon by Christina Phillips
Ace-High Flush by Patricia Green
Fairy Magic by Ella Summers
Burridge Unbound by Alan Cumyn
Jumper by Michele Bossley
Dance By Midnight by Phaedra Weldon
Twister by Chris Ryan
Starting Point by N.R. Walker
Being the Bad Boy's Victim by Monette, Claire


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024