Read La tierra olvidada por el tiempo Online
Authors: Edgar Rice Burroughs
Tags: #Aventuras, Fantástico
Continuamos nuestro camino durante tres días, hasta que llegamos al anochecer a las afueras de una aldea de chozas de caña. So-ta dijo que entraría sola; no debían verme si no pretendía quedarme, ya que estaba prohibido que nadie regresara y viviera después de haber avanzado hasta tan lejos. Así que me dejó. Era una buena muchacha y una camarada fiel y fuerte, más parecida a un hombre que a una mujer. A su modo simple y bárbaro, era a la vez refinada y casta. Había sido la esposa de To-jo. Entre los kro-lu encontraría otro compañero a la usanza del extraño mundo de Caspak; pero me dijo muy claramente que cuando yo regresara dejaría a su compañero y se iría conmigo, pues me prefería a todos los demás. ¡Me estaba convirtiendo en un donjuán después de toda una vida de timidez!
La dejé en las afueras de la aldea sin llegar a ver el tipo de gente que la habitaba, y en la creciente oscuridad me encaminé hacia el sur. Al tercer día me desvié al oeste para evitar el país de los band-lu, ya que no quería encontrarme con To-jo.
Al sexto día llegué a los acantilados de los sto-lu, y mi corazón latió con fuerza cuando me aproximaba, pues aquí estaba Lys. Pronto la tendría de nuevo entre mis brazos; pronto sus cálidos labios se fundirían con los míos. Estaba convencido de que ella estaría a salvo entre el pueblo del hacha, y ya imaginaba la alegría y la luz del amor en sus ojos cuando me viera una vez más al salir del último macizo de árboles y casi echaba a correr hacia los acantilados.
Eran las últimas horas de la mañana. Las mujeres debían de haber regresado de la charca. Sin embargo, al acercarme, no vi ningún rastro de vida.
«Se habrán quedado más tiempo», pensé. Pero cuando me acerqué a la base de los acantilados vi algo que echó por tierra mis esperanzas y mi felicidad. Disgregadas por el suelo había una docena de mudas y horribles sugerencias de lo que había tenido lugar durante mi ausencia: huesos mondados de carne, los huesos de criaturas parecidas a hombres, los huesos de muchos miembros de la tribu de sto-lu. En ninguna caverna había rastros de vida.
Examiné con atención los espectrales restos, temiendo en cada instante de encontrar el brillante cráneo que destrozara mi felicidad de por vida. Pero aunque busqué diligentemente, recogiendo todos y cada uno de los veintitantos cráneos, no encontré ninguno que perteneciera a una criatura que no pareciera un simio. La esperanza, entonces, aún vivía. Durante otros tres días busqué a los hombres del hacha de Caspak al norte y al sur, al este y al oeste, pero no encontré ni rastro de ellos. Ahora llovía casi todo el tiempo, y el clima era casi frío.
Por fin renuncié a la búsqueda y partí hacia Fuerte Dinosaurio. Durante una semana (una semana llena de los terrores y peligros de un mundo primigenio) continué en la dirección que consideraba era el sur. El sol no brilló nunca; la lluvia apenas dejó de caer. Las bestias que me encontré eran menores en número pero infinitamente más terribles de temperamento; sin embargo, continué mi camino hasta que comprendí que estaba perdido sin esperanza, que un año de luz no podría indicarme mi paradero, y todo el tiempo me sentía abrumado por el terrible conocimiento de que nunca podría encontrar a Lys. Entonces me encontré con otra tumba, la tumba de William James, con su burda lápida y sus letras garabateadas indicando que había muerto el 13 de septiembre, víctima de un tigre de dientes de sable.
Creo que entonces estuve a punto de tirar la toalla. Nunca en mi vida me he sentido más indefenso, más solo, más falto de esperanza. Estaba perdido. No podía encontrar a mis amigos. Ni siquiera sabía si continuaban con vida. De hecho, no era capaz de creer que estuvieran vivos. Estaba seguro de que Lys había muerto. Yo mismo quería morir, y sin embargo me aferraba a la vida, aunque se había vuelto algo desesperanzado e inútil. Me aferraba a la vida porque algún antiguo y reptilesco antepasado mío se había aferrado a la vida y me transmitió a lo largo de las eras el motivo más poderoso que guiaba su diminuto cerebro: el motivo de la autoconservación.
Por fin llegué a la gran barrera de acantilados. Y después de tres días de loco esfuerzo, de maniático esfuerzo, los escalé. Construí burdas escalas; introduje palos en estrechas fisuras; tallé asideros con mi largo cuchillo, pero por fin los escalé. Cerca de la cima me encontré con una gran caverna. Es el refugio de una poderosa criatura alada del Triásico… o más bien lo era. Ahora es mía. Maté a la criatura y me apoderé de su nido. Llegué a la cima y contemplé el amplio gris terrible del Pacífico en invierno. Hacía frío aquí arriba. Hace frío hoy. Sin embargo, sigo sentado, oteando, oteando en busca de lo que sé que nunca vendrá: una vela.
U
na vez al día desciendo a la base del acantilado y cazo, y lleno mi estómago de agua de un manantial fresco. Tengo tres odres que lleno de agua y me llevo a la caverna para pasar las largas noches. He fabricado una lanza y un arco y flechas, para poder conservar mis municiones, que empiezan a escasear. Mis ropas están reducidas a harapos. Mañana las cambiaré por una piel de leopardo que he curtido y cosido para formar un atuendo fuerte y cálido. Hace frío aquí arriba. Tengo una hoguera encendida y me siento junto a ella mientras escribo; pero aquí estoy a salvo. Ninguna otra criatura viviente se aventura a subir a la helada cumbre de la barrera de acantilados. Estoy a salvo, y estoy solo con mis penas y mis alegrías recordadas… pero sin esperanza. Se dice que la esperanza brota eterna en el pecho humano. Pero no hay ninguna en el mío.
Casi he terminado. Doblaré estas páginas y las meteré dentro del termo. Lo taparé y aseguraré el cierre, y luego lo lanzaré al mar todo lo que permitan mis fuerzas. El viento sopla mar adentro, la marea está cambiando, quizás se lo lleve una de esas numerosas corrientes oceánicas que barren perpetuamente de polo a polo y de continente a continente, para ser depositado por fin en alguna orilla habitada. ¡Si el destino es amable y esto sucede, entonces, por el amor de Dios, vengan a por mí!
* * *
Hace una semana que escribí el párrafo anterior, con el que creí terminar el registro por escrito de mi vida en Caprona. Había hecho una pausa para poner una nueva punta a mi pluma y agitar la burda tinta (que fabrico moliendo una variedad negra de baya y mezclándola con agua) antes de estamparle mi firma, cuando desde el valle de abajo llegó levemente un sonido inconfundible que me hizo ponerme en pie, temblando de nerviosismo, para asomarse ansiosamente a mi mareante alféizar. ¡Pueden suponer lo lleno de significado que me resultó ese sonido cuando les diga que era el estampido de un arma de fuego! Por un instante mi mirada atravesó el paisaje que tenía a mis pies hasta que por fin capté cuatro figuras cerca de la base del acantilado… una figura humana acorralada por tres hyaenodons, esos feroces perros salvajes sedientos de sangre del Eoceno. Una cuarta bestia yacía muerta o moribunda no muy lejos.
No podía estar seguro, pues me encontraba muy alto, pero sin embargo temblé como una hoja ante la creencia intuitiva de que era Lys, y mi juicio sirvió para confirmar mi salvaje deseo, pues quien quiera que fuese iba armado sólo con una pistola, y así iba armada Lys. La primera oleada de súbita alegría que me invadió fue corta ante la rápida convicción de que quien combatía abajo estaba ya condenado. Sólo la suerte debía de haber permitido que aquel primer disparo abatiera a una de las salvajes criaturas, pues incluso un arma tan pesada como mi pistola es completamente inadecuada incluso contra los carnívoros inferiores de Caspak. ¡Dentro de un instante los tres perros salvajes atacarían! Un disparo inútil no haría más que aumentar la furia del que llegara a alcanzar. Y entonces los tres se abatirían sobre la figura humana y la despedazarían.
¡Y tal vez fuera Lys! Mi corazón se quedó parado ante la idea, pero mi mente y mis músculos respondieron a la rápida decisión que me vi forzado a tomar. Había una sola esperanza, una sola oportunidad, y la aproveché. Me llevé el rifle a la cara y apunté con cuidado. Fue un disparo al azar, un disparo peligroso, pues a menos que uno esté acostumbrado, disparar desde una altura considerable resulta engañoso. Hay, sin embargo, algo en la puntería que está más allá de todas las leyes científicas. De ninguna otra forma puedo explicar mi tino en ese momento. Tres veces habló mi rifle… tres rápidas y cortas sílabas de muerte. No apunté conscientemente, ¡y sin embargo a cada disparo una bestia cayó muerta!
Desde mi saliente hasta la base del acantilado hay varias docenas de metros de peligrosa escalada; sin embargo me aventuro a decir que el primer simio de cuyas entrañas desciende mi linaje nunca podría haber igualado la velocidad con la que literalmente me descolgué por la cara de aquella irregular elevación. Los últimos treinta metros son una empinada acumulación de guijarros sueltos hasta la base del valle, y acababa de llegar allí cuando a mis oídos llegó un grito agónico:
—¡Bowen! ¡Bowen! ¡Rápido, mi amor, rápido!
Yo había estado demasiado ocupado con los peligros del descenso para mirar hacia el valle, pero aquel grito me dijo que era en efecto Lys, y que corría otra vez peligro, y mis ojos la buscaron a tiempo de ver cómo un bruto peludo y fornido la agarraba y echaba a correr hacia el bosque cercano. De roca en roca, como un ante, fui saltando hasta el valle, persiguiendo a Lys y su horrible secuestrador.
Era bastante más pesado que yo, y lastrado por la carga que llevaba pude alcanzarlo fácilmente. Por fin se volvió, rugiendo, para enfrentarse a mí. Era Kho de la tribu de Tsa, los hombres-hacha. Me reconoció, y con un gruñido hizo a Lys a un lado y me atacó.
—¡La ella es mía! -gritó-. ¡Yo mato! ¡Yo mato!
Yo había tenido que soltar mi rifle antes de comenzar el rápido descenso del acantilado, así que ahora solo iba armado con un cuchillo de caza que desenvainé mientras Kho saltaba hacia mí. Era una bestia poderosa, de potentes músculos, y la urgencia que ha hecho que los machos peleen desde el amanecer de la vida en la tierra lo llenaba de ansia de matanza y de sed de sangre; pero yo no me andaba a la zaga en cuestión de pasiones primigenias. Dos bestias abismales saltaron al cuello de la otra aquel día, bajo la sombra de los más antiguos acantilados de la tierra: el hombre de ahora y el hombre-cosa del entonces olvidado, imbuidos de la misma pasión inmortal que no ha cambiado a través de las épocas, periodos y eras del tiempo desde el principio, y que continuarán hasta el incalculable final… la mujer, el imperecedero Alfa y Omega de la vida.
Kho me atacó, buscando mi yugular con sus dientes. Pareció olvidar el hacha que colgaba de su cadera, junto a su taparrabos de piel de uro, como yo olvidé, de momento, el cuchillo que tenía en la mano. Y no dudo que Kho me habría derrotado fácilmente en un combate de esas características si la voz de Lys hubiera despertado dentro de mi cerebro momentáneamente revertido la habilidad y la astucia del hombre racional.
—¡Bowen! -exclamó-. ¡Tu cuchillo! ¡Tu cuchillo!
Fue suficiente. Eso me rescató del olvidado eón al que mi cerebro había huido y me convirtió de nuevo en un hombre moderno que luchaba contra un bruto torpe y sin habilidad. Mis mandíbulas dejaron de chasquear ante la peluda garganta que tenía delante, y mi cuchillo buscó y encontró un espacio entre dos costillas sobre el salvaje corazón.
Kho dejó escapar un alarido horripilante, se estremeció espasmódicamente y se desplomó.
Y Lys se arrojó a mis brazos. Todos los miedos y temores del pasado se borraron, y una vez más fui el más feliz de los hombres.
Con cierto recelo dirigí mis ojos poco después hacia el precario saliente que corría ante mi caverna, pues me parecía impropio esperar que una joven moderna se arriesgara a los peligros de aquella temible escalada. Le pregunté si creía que podría ser capaz de subir, y ella se me rió alegremente en la cara.
—¡Observa! -exclamó, y corrió ansiosamente hacia la base del acantilado.
Subió con la rapidez de una ardilla, de modo que tuve que esforzarme por seguirle el ritmo. Al principio me asustó, pero poco después me di cuenta de que subía con tanta seguridad como yo. Cuando finalmente llegamos a mi saliente y otra vez la tomé entre mis brazos, ella me hizo recordar que durante varias semanas había vivido como una cavernícola con la tribu de los hombres-hacha. Éstos habían sido expulsados de sus antiguas cavernas por otra tribu que había matado a muchos y se había llevado a la mitad de las mujeres, y los nuevos acantilados a los que huyeron resultaron ser más altos y más peligrosos, de modo que Lys se había convertido, por pura necesidad, en una escaladora hábil.
Me habló del deseo que Kho sentía hacia ella, ya que habían robado a todas sus hembras, y cómo la vida había sido una constante pesadilla de terror mientras buscaba noche y día cómo eludir al gran bruto. Durante un tiempo Nobs fue toda la protección que le hizo falta, pero un día el perro desapareció: no lo ha vuelto a ver desde entonces. Cree que lo mataron deliberadamente, y yo también, pues ambos estamos seguros de que nunca la habría abandonado.
Desaparecida su protección, Lys quedó a merced del hombre-hacha. No pasaron muchas horas antes de que la capturara en la base del acantilado, pero mientras la arrastraba triunfante hacia su cueva, ella consiguió soltarse y escapar.
—Me ha perseguido durante tres días -dijo ella-, a través de este mundo horrible. No sé cómo he llegado hasta aquí, ni cómo conseguí mantenerlo siempre a distancia. Sin embargo, lo conseguí, justo hasta que nos encontraste. El destino ha sido amable con nosotros, Bowen.
Asentí y la apreté contra mi pecho. Y entonces hablamos e hicimos planes mientras yo cocinaba en mi hoguera filetes de antílope, y llegamos a la conclusión de que no había ninguna esperanza de rescate, que ella y yo estábamos condenados a vivir y morir en Caprona. ¡Bueno, podría ser peor! Prefiero vivir siempre aquí con Lys que vivir en otro lugar sin ella. Y ella, querida muchacha, dice lo mismo de mí. Pero temo esta vida para ella. Es una vida dura, feroz, peligrosa, y siempre rezo para que nos rescaten… por su bien.
Esa noche las nubes se despejaron, y la luna brilló sobre nuestro pequeño saliente. Y allí, cogidos de la mano, volvimos el rostro hacia los cielos e hicimos nuestro juramento bajo los ojos de Dios. Ninguna agencia humana podría habernos casado más sagradamente de lo que lo hicimos. Somos marido mujer, y estamos contentos. Si Dios lo quiere, viviremos aquí nuestras vidas. Si desea lo contrario, entonces este manuscrito que ahora consigno a las inescrutables fuerzas del mar caerá en manos amigas. Sin embargo, no tenemos demasiada esperanza. Y por eso decimos adiós en éste, nuestro último mensaje al mundo más allá de la barrera de acantilados.