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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

La Rosa de Asturias (23 page)

BOOK: La Rosa de Asturias
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—¡Eh, venid y mirad! —exclamó Maite, llamando a las demás.

—¿Qué ocurre? —Una de las muchachas se acercó a ella con aire aburrido y, tras echar un vistazo a los jóvenes que se aporreaban, gritó—: ¡El miserable de Eneko está pegando a mi hermano! ¡Ojalá lo devore un oso!

Entonces las otras también se apretujaron junto a la celosía y apartaron a Maite. Aunque empezaron animando a sus allegados soltando gritos agudos, no tardaron en empezar a insultarse entre ellas y enseguida llegaron a las manos.

Maite disimuló una sonrisa, se acercó a la puerta y la aporreó. Una criada se asomó y al ver a las muchachas pegándose y chillando, retrocedió y llamó al eunuco. Maite esperó junto a la puerta hasta que el guardia apareció y, suplicando a las chicas que dejaran de pelear, intervino en la refriega. Como no pudo con ellas, ordenó a la criada que lo ayudara; esta se acercó, cogió a una de las muchachas del brazo y procuró apartarla de su adversaria.

Cuando la criada y el eunuco se vieron envueltos en el tumulto, viendo que nadie le prestaba atención, Maite se escurrió por la puerta abierta. De camino, la estricta separación entre las dependencias de las mujeres y las otras habitaciones supuso una ventaja, porque no se encontró con ningún varón. Solo una vez tuvo que evitar a un grupo de criadas que ascendían las escaleras a toda prisa para ayudar al eunuco, cuyos gritos hacían pensar que se había convertido en víctima de las rehenes.

Maite echó a correr hacia los dormitorios de las criadas y, además de otras ropas, se apoderó de una capa larga y resistente. Cuando abandonó el harén llevando una cesta que contenía sus propias ropas, todos la tomarían por una criada del palacio que había salido a cumplir con una tarea.

Satisfecha con su propia astucia, Maite abandonó la ciudad sin que los guardias de la puerta la detuvieran. Cuando alcanzó un bosquecillo volvió a cambiarse, enrolló la capa para usarla como manta y, vestida con sus ropas habituales, emprendió camino al escondite donde había dejado a Ermengilda.

5

«La comitiva parece un gusano acorazado —pensó Konrad—, un dragón que se arrastra imparablemente a través del territorio.» Aunque solo se trataba de la vanguardia de la leva de Neustria comandada por Roland, no alcanzaba a concebir que alguien osara a resistirse a semejante ejército; en todo caso, las gentes cuyas regiones atravesaba no hubiesen sido capaces de hacerlo. Quienes siempre se habían sublevado contra los reyes francos eran los gascones, y los duques Waifar y Hunold habían pagado por ello con la vida. Si bien Carlos nombró duque de Aquitania a Lupus, el sobrino de Hunold, también redujo su poder de modo considerable al permitir que los condes franceses administraran las marcas del territorio.

A pesar del trato humillante recibido por parte de Eward y su séquito, Konrad se enorgullecía de pertenecer a los caballeros armados del rey Carlos. Ni siquiera su padre había logrado incorporarse al núcleo del ejército franco. Arnulf de Birkenhof solo participó en las campañas militares del rey como jefe de su leva y, más adelante, como lugarteniente del conde de la marca. Sin embargo, él, Konrad, podía cabalgar junto al prefecto de la marca de Cenomania.

Dirigió la mirada hacia delante, hacia Roland, que montaba en un magnífico alazán. Por lo visto, al prefecto le agradaba el rojo: de sus hombros ondeaba una capa de ese color, la túnica que asomaba bajo la cota de malla era de una tonalidad ligeramente más oscura, y a su lado un jinete portaba el emblema de Roland, que consistía en un único estandarte de color escarlata acabado en tres puntas. En su mayoría, los señores de la nobleza apreciaban el rojo y Konrad sospechó que mediante su atuendo, Roland quería demostrar a Eward quién era el comandante, puesto que Eward no desaprovechaba ninguna oportunidad para referirse a sus orígenes más aristocráticos. Ahora también cabalgaba a su lado, empecinado en impedir que el conde se le adelantara.

Hasta ese momento, Konrad no había intercambiado una palabra con su comandante más directo, y como Hildiger y los demás escoltas de Eward se consideraban demasiado importantes como para darle conversación, no encontró ningún interlocutor durante la cabalgata. De noche, cuando los hombres se reunían en torno a una hoguera, en general solo podía hablar con Rado y con un muchacho llamado Just, que se había pegado a su escudero como un gato vagabundo.

Cuando el ejército se detuvo, Konrad salió de su ensimismamiento.

—¿Qué sucede? —preguntó a Philibert de Roisel, que montaba a su lado.

—Hay unas personas que quieren algo de nosotros; al parecer no son gascones, sino vascones de allende la frontera.

Aunque el joven guerrero no era uno de los amigos íntimos de Eward, hasta ese momento había ignorado a Konrad al igual que los demás miembros de la escolta. Sin embargo, a medida que se acercaban a la frontera de las tierras bajo dominio franco, parecía haberse vuelto un poco más afable, como si recordara que pronto ambos se enfrentarían a un enemigo común.

Konrad se elevó apoyado en los estribos para ver qué ocurría, pero solo cuando un hueco se abrió entre los caballos cada vez más inquietos vio a un joven ataviado con una túnica de color verde que se dirigía al prefecto gesticulando acaloradamente. Durante un rato, Roland parecía dispuesto a desenvainar la espada y derribarlo, pero en un momento determinado soltó la empuñadura del arma y dirigió unas palabras al desconocido, que asintió con la cabeza.

En ese punto Roland se dirigió a Eward. Al principio este hizo un gesto negativo, pero luego habló con Hildiger y con otro jinete, que asintió de mala gana y se acercó a Konrad.

—¡Reúnete con Eward! —le espetó, tratándolo como si fuera un escudero.

Konrad procuró pasar por alto la ofensa y se preguntó qué querrían de él.

Al parecer, la curiosidad de Philibert de Roisel superaba sus prejuicios, puesto que siguió al muchacho hasta la vanguardia pese a los comentarios malévolos de sus camaradas.

—¡Tengo mucha curiosidad por saber qué querrá el conde Eward de ti! —dijo.

Por toda respuesta Konrad se limitó a azuzar a su corcel hasta alcanzar el grupo que rodeaba a su comandante. Solo entonces notó la sonrisa irónica de Roland, pero parecía dirigida a Eward y no a él.

El semblante del hermanastro de Carlos expresaba su contrariedad.

—Ese —dijo, señalando al vascón— afirma que la sobrina del rey Silo, a quien debo desposar por orden del rey Carlos, fue raptada mientras viajaba de su tierra natal a Franconia. Eso…

—Eso es cierto, por desgracia —lo interrumpió Roland—. Yo también he recibido esa noticia.

—Es posible que sea verdad, pero ese bellaco afirma que sabe dónde se encuentra la astur. ¡Quizá solo esté diciendo tonterías! A lo mejor vio a una vieja de esas que juntan hierbas curativas y que fue capturada por sus pastores en las montañas. ¡Y ahora tiene el descaro de pedir una recompensa para llevarnos junto a esa supuesta Ermengilda!

Konrad, que no comprendía qué relación guardaba todo ese asunto con él, dirigió una mirada inquisitiva a Roland, pero este no le prestó atención.

—Dado que se trata de la Rosa de Asturias y de la prometida del señor Eward, dejaré que sea él quien tome la decisión.

—Deberíamos darle una buena lección a ese individuo, o ahorcarlo de inmediato —refunfuñó Eward.

El vascón retrocedió abruptamente y se llevó la mano al mango de un cuchillo de un solo filo que llevaba en el cinto. Luego lanzó una mirada ofendida a Roland.

—No miento. La muchacha es Ermengilda. ¡La propia Maite la llevó a mi aldea!

Konrad no entendió las palabras pronunciadas en el dialecto del sur de la Galia, pero Philibert las tradujo en voz baja, provocando la ira de Hildiger, quien le lanzó una mirada amenazante antes de volverse hacia Eward.

—Considero que ya hemos perdido demasiado tiempo con este asunto ridículo. Si nos demoramos aún más, no alcanzaremos la ciudad en la que pretendemos acampar esta noche. Bastará con que dos o tres hombres se encarguen de ese individuo y de la mujer. ¡Que recompensen al salvaje de las montañas y a la bruja de las hierbas con una buena tunda! ¿O acaso alguno de vosotros cree que un rústico pastor sabe dónde se encuentra una dama de alcurnia como Ermengilda? ¡Puede que la sobrina del rey Silos ya haya sido vendida a los sarracenos hace tiempo y que ahora yazga bajo un infiel!

A juzgar por el tono de Hildiger, Ermengilda se merecía semejante destino, y Eward soltó una carcajada, como si se tratara de una buena chanza; a excepción de Philibert, los demás también rieron.

A Konrad la actitud de los hombres le pareció indignante. Cuando miró a Roland, el prefecto hizo girar su corcel y siguió cabalgando, desentendiéndose de lo que ocurría con el vascón y sus afirmaciones. Sus hombres también se pusieron en marcha, apartando el caballo de Konrad así como los del conde Eward y Hildiger.

Konrad se tomó la ofensa con indiferencia, pero el conde se encolerizó.

—¡Esos perros lo pagarán caro!

Entonces vio a Konrad y le dirigió la palabra por primera vez.

—Acompañarás al vascón y te encargarás de la mujer, pero ni se te ocurra traerla al campamento si no estás completamente seguro de que se trata de Ermengilda de Asturias.

—Si por mí fuera, también podría dejarla en las montañas —murmuró Hildiger. Después contempló a Philibert de Roisel con una sonrisa malévola—. Dado que el memo del campesino desconoce las lenguas de esa región, deberías hacerlo acompañar por alguien que le sirva de traductor. Lo mejor será que envíes a Philibert, puesto que acaba de demostrar sus conocimientos.

Philibert de Roisel, que no estaba acostumbrado a recibir un trato desdeñoso por parte de Hildiger, consideraba que ponerse a las órdenes de un campesino era indignante, pero antes de que acertara a protestar, Eward asintió con gesto indiferente.

—Así se hará —dijo. Espoleó su caballo y pasó junto a los demás jinetes a galope tendido para dar alcance a Roland. Hildiger y sus escoltas lo siguieron sin dignarse mirar a Konrad ni a Philibert. Rado y Just se separaron del grupo de jinetes para reunirse con su señor, mientras los escuderos de Philibert empezaban a seguir a las mesnadas haciendo caso omiso de los gestos y gritos de su amo.

—¡Miserables bellacos! ¡Os vais a enterar! —rugió Philibert.

Entre tanto, Rado miró a Konrad con aire de curiosidad.

—¿Lo he comprendido bien? ¿Hemos de ir a las montañas en busca de una dama y llevarla junto al conde Eward?

Konrad asintió con expresión malhumorada y preguntó al vascón dónde se encontraba la muchacha. Este lo contempló con aire desconcertado porque no comprendía su idioma, mientras que Philibert luchaba con su orgullo, dudando entre ayudar a Konrad o dejar que se las arreglara él solo.

Antes de que el escolta de Eward alcanzara una decisión, Just se inmiscuyó. Además de las lenguas que se hablaban en el este y el oeste de Franconia, conocía algunas palabras del dialecto del lugar, así que tradujo la pregunta de Konrad tartamudeando y luego escuchó la respuesta del vascón.

—Dice llamarse Unai y es oriundo de una aldea situada al sur de los Pirineos. Una dama llamada Maite dejó a la princesa con su gente. La prisionera le suplicó que la ayudara a recuperar la libertad y le prometió una rica recompensa. Por eso se acercó a nosotros, pero ahora está ofendido debido al trato recibido por parte de nuestros jefes. Sin embargo, según afirma, con toda seguridad se trata de la dama que tan desesperadamente han buscado el conde Rodrigo de Asturias y los francos.

—Pues el conde Eward no parecía desesperado, precisamente —comentó Rado.

—El conde cree que el hombre le mintió. Como él siempre viste con los más ricos ropajes, es incapaz de imaginar que un hombre que lleva unos simples harapos de lana pueda ser el mensajero de una princesa.

Konrad contempló a Unai: a él también le parecía más un siervo que un guerrero, pero al recordar que su padre también enviaba criados como mensajeros, tomó una decisión e indicó al vascón que lo condujera con Ermengilda.

Mientras tanto, Philibert se había tragado su orgullo y tradujo sus palabras. Just se alegró, porque no comprendía el idioma hablado en el sur de la Galia tan bien como De Roisel y temía ser castigado si se equivocaba; no obstante, decidió prestar atención para aprenderlo mejor.

—Según Unai, la princesa Ermengilda se encuentra con unos pastores que les dieron albergue a ambos. ¡Hemos de cabalgar a través de las montañas durante tres jornadas para llegar hasta ellos! —La aventura empezaba a divertir a Philibert. No cabía duda de que sería más agradable recoger a una dama junto con un par de acompañantes que pasarse el día tragando el polvo que levantaban los caballeros de Roland.

A diferencia de Philibert, Konrad no se tomó el asunto a la ligera. Le fastidiaba que el primer encargo recibido fuera tan importante, y al considerar su situación deseó que la supuesta princesa resultara ser una sencilla pastora. De pronto se le ocurrió que podía ser una treta urdida por los enemigos del rey Carlos para atrapar a su hermanastro. Esos hombres aguardarían la llegada de Eward en vano, pero para él podía tratarse de la primera y la última cabalgata realizada al servicio del conde, y al pensarlo, se llevó la mano a la empuñadura de la espada.

Unai resopló. «Estos francos están mal de la cabeza», pensó. Ningún vascón habría dudado de que la joven era Ermengilda de Asturias, pero el cabecilla de ese ejército no demostró interés por su mensaje y el prometido de la Rosa de Asturias incluso lo tildó de mentiroso.

—Se trata de Ermengilda —repitió, tras lo cual montó y cabalgó en la misma dirección desde donde había llegado sin dejar de sacudir la cabeza, puesto que se enfrentaba a un número de problemas mucho mayor de lo previsto. Convencido de que numerosos francos lo acompañarían en el viaje de regreso, de camino había tomado prestado un caballo sin pedir permiso al dueño, pero tres hombres y un niño no bastarían para protegerlo de las iras de la tribu víctima del robo. No le quedaba más remedio que dar un rodeo que al menos supondría un día más de viaje.

6

El paisaje se volvió agreste. Por todas partes surgían grandes rocas y las laderas de las montañas estaban cubiertas de bosques. Konrad nunca había visto un paisaje semejante y hasta el menor ruido le hacía dar un respingo. Llevaba las riendas y el escudo en la izquierda para poder sujetar la lanza con la derecha.

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