Authors: Jorge Molist
Nos quedamos en silencio, pensativas, con nuestras manos aún unidas.
—Vuestra vida, vuestra sangre es preciosa, Bruna —dijo al rato.— Cuidaos.
—Gracias, señora.
—Pero recordad que más vale el amor, porque vuestra sangre, aunque algunos la crean divina, no deja de ser sólo cuerpo, y éste es mortal, y según dicen los cátaros, pertenece al diablo. El amor es el valor último. Ése es mi Grial.
Cuando nos despedimos, la hermosa Loba de Cabaret hincó la rodilla ante aquel jovenzuelo, abrumado por el secreto de su propio origen, y le besó la mano, reverente.
«Gran señor es el amor.»
Dicho popular
Prouille
La faz del abad Arnaldo enrojecía conforme aumentaba su cólera.
—Era él. ¡Él era ese maldito Caballero del Ruiseñor! —gritaba.— ¿Cómo pudo hacer algo así? ¡Loco! Esos herejes debieron de volverle loco. ¡Y lo hizo por una mujer!
Dio varias zancadas hasta el otro extremo de la habitación. Y dando la vuelta, se encaró con Domingo de Guzmán, que le escuchaba de pie, la cabeza ligeramente baja, humilde, y con sus manos escondidas en las mangas de su burdo hábito gris.
Los cruzados habían tomado Fanjeaux sin resistencia, ya que sus señores feudales, creyentes cátaros manifiestos, huyeron ante el avance de los de Montfort. El propio Simón se reservó el castillo, al frente del cual puso a uno de sus lugartenientes. Con ello, el caserío cercano de Prouille, donde Domingo tenía su base, quedó bajo la protección de los invasores. Y allí fue donde el abad del Císter acudió a visitar a su antiguo colega de predicación, con el que tanto discrepaba en cuanto al método, para evidenciarle su triunfo.
Pero en el camino supo la noticia de la muerte del Caballero del Ruiseñor y de la identidad de éste. El sabor dulce de la victoria se le había amargado.
—¡Y lo que es peor! —el abad extendió sus brazos cual Jesús crucificado. Sabía que su altura y sus amplios ropajes lujosos le conferían un aspecto imponente.— ¡Ha traicionado a nuestra santa misión, a la cruzada, al negotium pacis et fidei —tronó.
Dio dos pasos más y se acercó al fraile, que continuaba inmóvil, y en tono más bajo, moviendo la cabeza incrédulo, continuó:
—Era brillante, lo tenía todo, habría sido obispo, quizá hubiera podido llegar a arzobispo. ¿Cómo pudo hacer eso? ¿Por qué se unió a los herejes?
Se alejó un par más de zancadas, se giró y se encaró de nuevo con Domingo.
—¡Ha traicionado al Papa de Roma! ¡Al más alto señor en la tierra! ¡Al santo Pontífice! ¡Y también a su señor el rey de Francia!
Domingo recordaba a aquel caballero con quien compartió pan y confidencias, su confesión, sus escrúpulos y reparos. También a su joven escudero y la forma en que ambos se miraban. Ahora sabía quién era el paje y adivinaba todo lo demás.
Musitó con sonrisa triste:
—Mayor señor es el amor.
Arnaldo clavó sus ojos en los del fraile; echaban chispas. El castellano mantuvo la mirada y el abad del Císter creyó que la sonrisa del de Guzmán se ampliaba. Ya no era humilde, era de triunfo.
—A veces me parecéis hereje, Domingo —gruñó.
Se había acercado tanto a Guzmán que éste pudo oler sus afeites. Quizá fueran de rosas y tomillo, pensó el castellano, pero a él le apestaban a azufre.
—¿De qué bando estáis? —gritó el abad del Císter.
Y sin esperar respuesta, Arnaldo salió furibundo por la puerta. La mirada del fraile buscó en los bajos de los amplios ropajes del legado papal por si asomaba el rabo del Maligno.
—Del bando de Dios —se respondió Domingo.— Del Dios del amor.
«Mas en s'amistat retener met be la fors'e la valor.»
[(«En mantener su amor, pongo mi fuerza y valor.»)]
Alfonso I, rey de Aragón
Partimos de Cabaret una mañana clara. Ya había amanecido detrás de las montañas, pero el sol aún no acariciaba los muros de las fortificaciones. Las altivas torres del reino del Joy continuaban luciendo sus gallardetes e insignias en cromático contraste con la piedra y los cipreses que se encaramaban por los contrafuertes. Una lágrima de nostalgia temprana recorrió mi mejilla. Sentía que jamás iba a regresar a aquel lugar mágico, que cuando lo perdiera de vista en el siguiente recodo dejaría de existir en la realidad para habitar sólo en mis recuerdos.
Sabía que, al igual que el Béziers maravilloso que atesoraba en mis remembranzas, Cabaret terminaría sucumbiendo a aquella infausta marea de sangre de la cruzada de Arnaldo y Montfort. Eso llenaba mi corazón de pena.
Pero partía ilusionada, feliz, y al mirar a Hugo notaba extraños estallidos de alegría que subían de la boca de mi estómago.
Un pensamiento empezó a acuciarme: Hugo no me había pedido en matrimonio. Hasta entonces aquello me había parecido irrelevante; estaba más preocupada de definir mis sentimientos entre mis dos caballeros primero, después del duelo por Guillermo y al final de la cura del superviviente.
Se decía enamorado de mí, muy enamorado, y yo daba el matrimonio por hecho. Pero lo cierto era que ni por un momento mencionó la boda. Me llevaba a su tierra, decía que allí estaría segura, que viviría feliz y que me amaba. ¿Por qué entonces no me pedía en matrimonio? ¿Cómo si no podía continuar nuestra relación? ¿O lo daba tan por hecho que ni siquiera consideraba pedirlo?
La noche caía cuando a la salida de Bram decidimos buscar un lugar apartado, discreto y protegido, donde descansar. Tomamos una cena escueta sin encender fuego y tendimos nuestras frazadas sobre la hierba para acurrucarnos el uno contra el otro en busca de calor. Era una noche despejada, espléndida y veía miles de estrellas palpitando en el firmamento. Nuestros caballos bufaban de vez en cuando, estaban tranquilos y el cricar de los grillos nos acunaba. Todo invitaba a la paz y al sosiego cuando salió la luna.
Era rojiza al principio, después, conforme se elevaba, fue empalideciendo. Estaba creciente y, casi girada hacia arriba, mostrando cuernos pronunciados. Desde mi posición, ladeada y con Hugo abrazándome por la espalda, la veía. Pero estaba inquieta, no podía dormir. Mis preocupaciones del día se habían multiplicado por la noche y de pronto sentí la luna como un mal augurio. Mostraba los cuernos del diablo. Y relacioné ese mal agüero con la carga de la séptima mula. ¿No decían los monjes del Císter que su contenido era obra del maligno? Me estremecí. No pude aguantar más. Llevaba rato sintiendo la respiración pausada de Hugo, que dormía. Quizá debiera haber abordado el asunto que me angustiaba en el día, esperar a la mañana, pero un terrible presentimiento me abrumaba y no pude dejar de hacer lo que hice.
—Hugo —dije bajito.
No hubo respuesta ni su respiración sufrió cambio alguno.
—¡Hugo! —repetí más alto, sin que él se moviera.
Entonces me giré y le sacudí.
—¡Hugo!
De un salto se incorporó con la espada, que siempre tenía a su lado, desenfundada y en posición de guardia. Buscaba, ciego como un topo, en qué dirección defenderse de enemigos imaginados.
—Tranquilo, Hugo. Nada nos amenaza.
—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?
—Calmaos, Hugo. Dejad la espada, no hay ningún peligro.
Tardó tiempo en reaccionar. Debía de estar profundamente dormido cuando le desperté y ahora lo lamentaba.
—¿Qué me ha sobresaltado tanto?
—He sido yo. Lo siento. Quise hacerlo con suavidad, no quería alarmaros.
—Es mi culpa —admitió él.— En este territorio hay que dormir con un ojo abierto y yo lo hacía como un tronco.
—No podía conciliar el sueño; estoy muy inquieta —le dije.
Él dejó su espada y me cogió las manos, cariñoso. Me hizo volver a nuestro lecho, arropándome con las frazadas.
—¿Qué os ocurre, mi dama?
—Os amo. Vos también a mí. Viajamos a vuestras tierras... eso me hace muy feliz.
—¿Entonces, de dónde viene vuestra inquietud?
—No me habéis pedido en matrimonio.
El caballero quedó en silencio y de inmediato supe que los malos augurios se cumplirían.
—Dije que no me habéis pedido en matrimonio —insistí elevando la voz.
—Ni lo haré.
—¿Por qué? —musité con un hilillo de voz.
—Porque vos y yo no nos podemos casar.
Mis ojos buscaron su rostro en la oscuridad mientras sentía que lo único que me quedaba en el mundo se derrumbaba con estrépito.
«Per qué ets tan plorosa? No en tinc que estar jo, si em casen per forca!»
[(«¿Por qué estás tan llorosa? ¡No he de estarlo yo si a la fuerza me desposa!»)]
Canción popular
Su negativa fue un golpe brutal y el vago presentimiento que me lo había anticipado no ayudó a mitigar el dolor. Estaba anonadada; había asumido el matrimonio con Hugo de Mataplana como la conclusión natural de nuestra relación, de su competencia contra Guillermo por mí, de sus promesas de amor. No podía entenderlo.
Aparté mis manos de las suyas y le increpé:
—Pero me jurásteis que me amábais, que me querríais siempre.
—Y os amo y os quiero. Más que a nada en el mundo.
—¿Entonces por qué no os queréis casar? —inquirí en un lamento.
—Porque no puedo.
—Eso lo dijisteis antes. ¿Queréis explicarme cómo un noble como vos, heredero de tierras y título, no se puede casar con la dama a la que ama?
—Porque esa dama ya tiene compromiso.
—¿Quién? ¿Yo?
—Sí, vos.
—Yo soy libre —le dije.— Más aún, porque el único que podría darme en matrimonio contrariando mis deseos sería mi padre y, por desgracia, fue asesinado.
—Vuestro padre ya había elegido.
Aquello me dejó sin habla. ¿Que mi padre había elegido esposo para mí? ¿Sin decírmelo? No era posible.
—No me creo eso. Mi padre me quería muchísimo, me adoraba —repuse al rato.— Él me hubiera consultado; deseaba mi felicidad.
—Él no podía comentarlo. Era secreto.
Estaba a punto de llorar de tristeza, de coraje. Toda aquella conversación me apenaba y enfadaba a la vez. Continuaba sin entender.
—Aun si fuera cierto, vos, que sois mi caballero, al que yo amo y que dice amarme, debierais rescatarme —aquí se me escapó un sollozo.— Debiérais evitar esa boda.
—No puedo —repuso cabizbajo, en un susurro.
—¡¿Por qué?! —grité exasperada.
—Porque él es mi señor. Pedro II, rey de Aragón y conde de Barcelona.
Me quedé muda de sorpresa. Todo estaba en el mismo lugar; las frazadas, las sombras de los árboles, los caballos, las estrellas, aquella luna maléfica y el canto de los grillos. Pero el mundo había cambiado de repente.
Intenté superar el asombro, el terrible golpe, y empecé a pensar rápidamente. El Rey era mucho mayor y estaba casado. Aquello no tenía sentido.
—¿Qué interés podría sentir el Rey hacia una dama como yo?
—Sois la Dama Grial. Vuestra sangre es la de Cristo. ¿Qué mayor alianza para un rey cristiano que unirse a la familia del Redentor?
—Eso es una insensatez.
—No, no lo es. Pedro II es descendiente directo, por parte del conde de Barcelona, su abuelo, de la estirpe real judía occitana y de los merovingios, ambas ramas sucesoras de María Magdalena y su descendencia. Pero en menor medida que el arzobispo Berenguer, ya que las sangres de su abuela y madre son mayoritariamente visigodas. Por mucho que los legajos reconozcan su estirpe, está más alejada de Cristo que la vuestra, que fue cruzada a propósito, seleccionando los linajes más puros, bajo el cuidado y protección de la Orden de Sión.
—Como perros de raza.
Hugo quedó en silencio frente a mi resentida observación esperando a que yo hablara de nuevo.
—¿Y qué pretende lograr casándose conmigo?
—Que sus descendientes pertenezcan a la estirpe de Cristo.
—¡Pero si está ya casado y tiene un hijo!
—Hace mucho tiempo que desea divorciarse de María de Montpellier, pero el papa Inocencio III se lo impide. María consiguió, en una de las visitas del Rey a Montpellier, que le engendrara ese hijo gracias a un engaño por el cual Pedro creía que se acostaba con una hermosa dama en lugar de con su esposa. Ese hijo no es fruto del deseo, sino del engaño.
—Entonces, no puede casarse conmigo —dije esperanzada,— a no ser que quiera enfrentarse al Papa.
—El enfrentamiento es inevitable. En cuanto repudie a María y proclame su matrimonio con la descendiente directa de Cristo, el Papa le excomulgará.
—Entonces los cruzados caerán sobre Provenza, Montpellier, Cataluña y Aragón.
Inocencio III les azuzará contra el Rey.
—Sí, habrá una guerra —reconoció Hugo.
—Pedro II tiene las de perder.
—¿Más que ahora?
Desconsolada, pude notar el ardor que aparecía en la voz de mi caballero al defender a su rey.
—El Papa le ha puesto en la peor situación posible, y ha despreciado el que Pedro se esforzara por ganarse su apoyo —continuó él.— Se hizo vasallo del Pontífice cuando éste le coronó en Roma y paga un cuantioso tributo anual. Ha expandido la cristiandad en continuo combate contra los musulmanes, no sólo en sus reinos, sino también ayudando a su primo de Castilla. Bien que se ha ganado sobrenombre de «el Católico». Pero Inocencio prefirió apoyar al rey francés y seguir la tradicional alianza del papado con francos y carolingios. Y ahora la cruzada cae sobre los vasallos de Pedro sin que éste pueda hacer nada para ayudarles. Tuvo que soportar la humillación de Arnaldo en Carcasona y contempla impotente cómo destrozan al vizconde y a los suyos. Ésas son las gotas que colman su vaso.
—Se pondrá a toda la cristiandad en su contra —le advertí.— No podrá con todos.
—No luchará contra todos. Ya hay alianzas preparadas. Se trata de derrocar a ese ambicioso noble romano llamado Lotario de Conti di Segni, que es Papa con el nombre de Inocencio III gracias a que su tío también lo fue y al que no le basta con dominar Roma, sino que ahora quiere gobernar Europa. El rey inglés estará a favor del nuestro o será neutral a causa de su oposición a los franceses, aliados tradicionales del Papa. Lo mismo hará el emperador de Alemania, que siempre ha estado enfrentado a ese Pontífice. Y el rey de Castilla es primo de Pedro y les une gran amistad. También le apoyará. Os casaréis con o sin consentimiento de Inocencio III.
Me di cuenta de que me había quedado sin argumentos en mi fútil intento de convencer a Hugo de la insensatez de aquel matrimonio. Todo estaba decidido de antemano y mi opinión, mis sentimientos, mi amor no contaban para nada. Yo era el centro de la intriga, pero mi voz no tenía valor alguno. Era la culminación del esfuerzo de Sión y mi destino estaba trazado.