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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (2 page)

Tal como en
LEGADO
Bear era capaz de imaginar un planeta sometido a una evolución lamarkiana y no darwinista, en
LA RADIO DE DARWIN
Bear discute nuevas posibilidades en torno a la teoría de la evolución. Aunque Darwin creía que se trataba de un proceso gradual, hoy en día se barajan otras hipótesis, como la sugerencia, hecha por Stephen J. Gould y otros, sobre si es posible que se produzcan cambios repentinos en un intervalo de tiempo increíblemente corto.

Amparado en esa idea genérica, Bear enfrenta al
Homo sapiens sapiens
con una de sus mayores crisis como especie ante un reto que puede haber permanecido dormido en nuestros genes casi desde el origen de la humanidad.

LA RADIO DE DARWIN
es, pues, una intrigante especulación a partir de los actuales conocimientos biológicos y antropológicos, un ingenioso y bien tramado thriller que cuestiona casi todas nuestras creencias sobre los orígenes del ser humano y su posible destino.

Tres hechos, que al principio parecen inconexos, acabarán convergiendo para sugerir una novedad devastadora y sacudir los cimientos de la ciencia: la conspiración para ocultar los cadáveres de dos mujeres y sus hijos en Rusia, el descubrimiento inesperado en los Alpes de los cuerpos congelados de una familia prehistórica, y una misteriosa enfermedad que sólo afecta a mujeres gestantes e interrumpe sus embarazos.

Kaye Lang, una bióloga molecular especialista en retrovirus, y Christopher Dicken, epidemiólogo del Servicio de Inteligencia de Epidemias, temen que algo que ha permanecido dormido en nuestros genes durante millones de años pueda haber empezado a despertar. Ellos dos, junto al antropólogo Mitch Rafelson, parecen ser los únicos capaces de resolver un rompecabezas evolutivo que puede determinar el futuro de la especie humana... si ese futuro sigue existiendo.

Y todo ello en el seno de una peripecia humana general pero que remite a la misma aventura de la ciencia, al enfrentamiento de viejos y nuevos paradigmas del conocimiento.

Mucho hay en esta interesante novela de Greg Bear, pero voy a dejarles con una nueva cita de Locus, esta vez de Rusell Letson (sí, de nuevo de forma excepcional, Locus publicó no uno sino dos comentarios sobre
LA RADIO DE DARWIN,
algo que no suele hacer más que en casos muy especiales).

Dice Rusell Letson a propósito de
LA RADIO DE DARWIN:

Se advierte una misma línea de pensamiento en bastantes de las obras de Bear, desde MÚSICA EN LA SANGRE, pasando por REINA DE LOS ÁNGELES y hasta este libro: una búsqueda de las conexiones interiores y entre diversos sistemas a lo largo de la escala desde lo nervioso a lo ecológico, y una actitud de esperanza respecto de las transformaciones que tal vez nos aguardan. Y como en esos otros libros, la mayor satisfacción de la obra de Bear procede de su integración de las Grandes Ideas con otros aspectos humanos más «apegados a la tierra». [...] Bear pertenece al pequeño grupo de escritores en el género que pueden abordar tanto la complejidad del material intelectual como la solidez y la profundidad necesarias para que una «novela de ideas» se convierta en una novela real.

Nada más. Sólo una recomendación: lean, reflexionen y diviértanse. Tal y como están los tiempos, les aseguro que no es poca cosa...

MIQUEL BARCELÓ

Dedicado a mi madre
,

Wilma Merriman Bear

1915-1997.

PRIMERA PARTE
EL INVIERNO DE HERODES
1. Los Alpes, cerca de la frontera de Austria con Italia

AGOSTO

El pesado cielo de la tarde se extendía sobre las grises y negras montañas como un telón de fondo, del color pálido de los ojos de un perro Husky.

Con los tobillos doloridos y la espalda irritada por un lazo de la cuerda de nailon mal situado, Mitch Rafelson siguió tras la rápida figura femenina de Tilde por el borde entre el blanco glaciar y la nieve virgen recién caída. Entremezclados con las rocas heladas de la vertiente, columnas y picos de hielo viejo habían sido esculpidos por el calor de verano hasta formar afiladas cuchillas de color lechoso.

A la izquierda de Mitch, las montañas se elevaban sobre el desorden de peñascos negros que flanqueaban la quebrada rampa de la vertiente de hielo. A la derecha, bajo el resplandor del sol, el hielo se alzaba con brillo cegador hasta la perfecta catenaria del anfiteatro glacial.

Franco se encontraba a unos veinte metros en dirección sur, oculto por el borde de las gafas protectoras de Mitch. Mitch podía oírle pero no verle. Algunos kilómetros detrás, también fuera de la vista, se hallaba el vivac de fibra de vidrio y aluminio, naranja brillante, donde habían realizado su última parada de descanso. No sabía a cuantos kilómetros estaban del último refugio, cuyo nombre había olvidado; pero el recuerdo del sol brillante y del té caliente en la sala, el
Gaststube
, le devolvió algunas fuerzas. Cuando esta prueba terminase, se sentaría en el
Gaststube
con otra taza de té fuerte, y daría gracias a Dios por sentirse caliente y estar vivo.

Se estaban aproximando a la pared de roca y a un puente de nieve sobre una fosa excavada por el agua del deshielo. Esos torrentes, ahora congelados, se formaban durante la primavera y el verano, y erosionaban los márgenes del glaciar. Más allá del puente, pendiendo de una hendidura en la pared con forma de U, se alzaba algo similar a un castillo de gnomos vuelto del revés, o a un órgano esculpido en el hielo: una cascada congelada que se desparramaba en numerosas y gruesas columnas. Trozos de hielo desprendido y restos de nieve se amontonaban en torno al blanco sucio de la base; el sol hacía brillar la parte superior, blanca como la nata.

Franco se hizo visible, como surgiendo de entre la niebla, y se unió a Tilde. Hasta ese momento se habían mantenido a la altura del glaciar. Ahora, al parecer, Tilde y Franco se disponían a escalar el órgano.

Mitch se detuvo un momento y extendió el brazo para sacar su piolet. Se alzó las gafas protectoras, se agachó y se dejó caer sentado sobre el suelo, con un gruñido, para comprobar sus crampones. Los trozos de hielo de entre los ganchos cedieron a la presión de su navaja.

Tilde retrocedió unos metros para hablarle. Mitch alzó la cabeza para mirarla, las cejas, oscuras y gruesas, se le juntaron sobre la nariz respingona; los ojos, verdes y redondos, le parpadeaban por el frío.

—Esto nos ahorra una hora —dijo Tilde, señalando el órgano—. Es tarde. Nos has retrasado. —El inglés fluía preciso de sus finos labios, con un seductor acento austriaco. Su cuerpo era delgado y bien proporcionado; cabello rubio pálido oculto por un gorro Polartec de color azul; cara de elfo, con ojos claros de color gris. Era atractiva, pero no el tipo de Mitch; aún así, habían sido amantes ocasionales antes de la llegada de Franco.

—Te dije que llevaba ocho años sin escalar —repuso Mitch.

Franco estaba demostrando tener mucha práctica. El italiano se apoyaba en su piqueta, cerca del órgano.

Tilde lo pesaba y medía todo, elegía sólo lo mejor y descartaba la segunda opción. No obstante, nunca cortaba los lazos, por si llegaba el caso de que antiguas relaciones pudiesen resultar útiles. Franco tenía la mandíbula firme, dientes blancos, cabeza rectangular, el pelo oscuro y grueso rapado por los lados, nariz aguileña, piel olivácea, hombros anchos, brazos musculosos y buenas manos, muy fuertes. No era lo bastante listo como para manejar a Tilde, pero tampoco era tonto. Mitch podía imaginarse a Tilde saliendo de su espeso bosque austriaco atraída por la posibilidad de acostarse con Franco, claro sobre oscuro, como las capas de una tarta. Curiosamente, esta imagen no le producía ninguna sensación. Tilde hacía el amor con un rigor mecánico que había engañado a Mitch durante un tiempo, hasta que comprendió que ella simplemente repetía los movimientos, uno tras otro, como una especie de ejercicio intelectual. Comía del mismo modo. Nada la emocionaba profundamente; no obstante, en ocasiones podía ser muy ocurrente y tenía una sonrisa encantadora, que fruncía los extremos de esos labios finos y precisos.

—Debemos descender antes de la puesta de sol —dijo Tilde—. No sé lo que hará el tiempo. Son dos horas hasta la cueva. No está muy lejos, pero es una ascensión difícil. Si tenemos suerte, tendrás una hora para inspeccionar lo que hemos encontrado.

—Haré todo lo que pueda —dijo Mitch—. ¿A qué distancia estamos de las rutas turísticas? Hace horas que no veo ninguna señal roja.

Tilde se quitó las gafas para limpiarlas y le sonrió brevemente, sin calidez.

—No hay turistas aquí arriba. Incluso la mayoría de los buenos escaladores se mantienen lejos. Pero sé lo que hago.

—Diosa de la nieve —dijo Mitch.

—¿Qué esperabas? —contestó, tomándolo como un cumplido—. He escalado aquí desde que era niña.

—Todavía eres una niña —dijo Mitch—. ¿Veinticinco, veintiséis?

Tilde nunca le había confesado su edad a Mitch. Ella le observó como si fuese una joya que quizá reconsideraría comprar.

—Tengo treinta y dos. Franco tiene cuarenta, pero es más rápido que tú.

—Franco se puede ir al infierno —respondió Mitch sin ira.

Tilde sonrió de medio lado, divertida.

—Hoy estamos todos un poco raros —dijo, alejándose—. Incluso Franco lo siente. Pero otro Hombre de los Hielos... ¿Cuánto podría valer?

La sola idea dejó a Mitch sin respiración, y eso era lo que menos necesitaba en ese momento. La emoción se desvaneció mezclándose con el agotamiento.

—No lo sé —repuso.

Le habían abierto sus corazoncitos mercenarios en Salzburgo. Eran ambiciosos, pero no estúpidos; Tilde estaba absolutamente segura de que su hallazgo no era simplemente otro cadáver de alpinista. Ella debería saberlo. A los catorce años había ayudado a transportar dos cuerpos que habían sido escupidos de la lengua del glaciar. Uno de ellos tenía más de cien años.

Mitch se preguntó qué sucedería si realmente habían encontrado un auténtico Hombre de los Hielos. Tilde, estaba seguro, no sabría a la larga cómo manejar la fama y el éxito. Franco era lo bastante impasible para arreglárselas, pero Tilde, a su modo, era frágil. Como un diamante: podía cortar el acero, pero si se le golpeaba desde el ángulo equivocado se podía hacer pedazos.

Franco podría sobrevivir a la fama, pero ¿sobreviviría a Tilde? A pesar de todo, a Mitch le caía bien Franco.

—Quedan otros tres kilómetros —le dijo Tilde—. Vamos.

Tilde y Franco le enseñaron cómo escalar la cascada helada.

—Sólo fluye en pleno verano —dijo Franco—. Ahora lleva un mes helada. Observa la forma en que se congela. Es resistente aquí abajo. —Golpeó el hielo gris pálido de la masiva base del órgano con su piolet. El hielo resonó y saltaron unas cuantas esquirlas—. Pero es verglas, montones de burbujas, más arriba... blando. Se desprenden trozos grandes si lo golpeas mal. Alguien puede resultar herido. Tilde podría cortar algunos peldaños, tú no. Sube entre Tilde y yo.

Tilde iría delante; Franco reconocía honradamente que ella era la mejor escaladora. Franco mostró las cuerdas y Mitch les mostró que aún recordaba los lazos y nudos de cuando escalaba las Cascadas del Norte, en el estado de Washington. Tilde hizo un gesto y volvió a anudar el lazo al estilo alpino alrededor de su cintura y hombros.

—Puedes subir de frente la mayor parte del camino. Recuerda, tallaré peldaños si los necesitas —añadió Tilde—. No quiero que tires hielo sobre Franco.

Ella se puso en cabeza.

A mitad del ascenso, clavado a la pared con las puntas delanteras de sus crampones, Mitch llegó a un límite y el agotamiento pareció salirle a chorros por los pies, haciéndole sentir náuseas durante un momento. Luego se sintió renovado, como si se hubiese lavado en agua fresca, y respiró con más facilidad. Siguió a Tilde, clavando sus crampones en el hielo y acercándose mucho, agarrándose a cualquier saliente disponible. Apenas utilizaba el piolet. El aire era más cálido cerca del hielo.

Les llevó quince minutos ascender más allá de la mitad, hasta el hielo color nata. El sol llegaba a través de bajas nubes grises e iluminaba la helada cascada en un ángulo agudo, situando a Mitch en una pared de oro traslúcido.

Esperó a que Tilde les anunciase que estaba en lo alto y segura. Franco respondió, lacónico. Mitch se abrió camino entre dos columnas. Allí el hielo era realmente impredecible. Clavó las puntas laterales de los crampones y lanzó una nube de esquirlas sobre Franco. Franco maldijo, pero Mitch no se soltó o no se quedó colgando ni una vez, y eso era una bendición.

Ascendió de frente y se arrastró por el borde rugoso y redondeado de la cascada. Sus guantes resbalaban peligrosamente sobre riachuelos de hielo. Pateó con las botas, su pie derecho encontró un saliente de roca, se clavó en él, encontró más apoyo, esperó un momento para recuperar el aliento y subió como una morsa hasta donde estaba Tilde.

Peñascos grises a ambos lados marcaban el lecho del arroyo helado. Alzó la mirada hasta el estrecho valle rocoso, medio en sombras, donde un pequeño glaciar había descendido tiempo atrás desde el este, dejando su característica hendidura en forma de U. Los últimos años no había nevado mucho y el glaciar había avanzado, alejándose de la fisura, que ahora se encontraba a varias docenas de metros por encima del cuerpo principal del glaciar.

Mitch rodó sobre su estómago y ayudó a Franco a llegar arriba. Tilde permanecía a un lado, encaramada en el borde como si no supiese lo que era el miedo, perfectamente equilibrada, esbelta, espléndida.

Frunció el ceño ante Mitch.

—Nos estamos retrasando —dijo—. ¿Qué puedes averiguar en media hora?

Mitch se encogió de hombros.

—Debemos iniciar el regreso antes de que se ponga el sol —le dijo Franco a Tilde, y luego, sonriéndole, a Mitch—: No es un hijo de puta tan duro este hielo, ¿eh?

—No ha estado mal —respondió Mitch.

—Aprende rápido —le dijo Franco a Tilde, que miró al cielo—. ¿Habías escalado hielo alguna vez?

—No como ése —respondió Mitch.

Caminaron unas cuantas docenas de metros sobre el arroyo helado.

—Dos subidas más —dijo Tilde—. Franco, tú delante.

Mitch miró hacia arriba a través del aire cristalino, por encima del borde de la hendidura, hasta los picos aserrados de las montañas más altas. Todavía no sabía dónde estaba. Franco y Tilde preferían mantenerle en la ignorancia. Habían caminado al menos veinte kilómetros desde el
Gaststube
de piedra, con el té.

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