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Authors: Agota Kristof

Tags: #Drama, #Belico

La prueba (2 page)

—¡Ten cuidado, Lucas! El amor a veces es mortal.

Lucas está sentado en el banco del jardín. Tiene los ojos cerrados. Cuando los abre ve una niña pequeña que se columpia en una rama del cerezo.

Lucas le pregunta:

—¿Qué haces aquí? ¿Quién eres?

La niña salta al suelo, y manosea las cintas rosa que lleva atadas en la punta de las trenzas.

—La tía Léonie te pide que vayas a casa del señor cura. Está solo, porque la tía Léonie no puede trabajar más, está en cama en casa y ya no se puede levantar, porque es demasiado vieja. Mi madre no tiene tiempo de ir a casa del señor cura, porque trabaja en la fábrica, y mi padre también.

Lucas dice:

—Ya lo entiendo. ¿Qué edad tienes?

—No lo sé muy bien. La última vez cuando era mi cumpleaños tenía cinco, pero eso fue en invierno. Y ahora ya es otoño y podría ir al colegio si no hubiese nacido demasiado tarde.

—¡Es otoño ya!

La niña se ríe.

—¿No lo sabías? Desde hace dos días es otoño, aunque parezca que es verano porque hace calor.

—¡Cuántas cosas sabes!

—Sí. Tengo un hermano mayor que me lo enseña todo. Se llama Simón.

—¿Y tú cómo te llamas?

—Agnès.

—Qué bonito nombre.

—Lucas también es bonito. Yo sé que te llamas Lucas porque mi tía me ha dicho: «Ve a buscar a Lucas, que vive en la última casa, enfrente de los guardias de frontera».

—¿Los guardias no te han detenido?

—No me han visto. He pasado por detrás.

Lucas dice:

—Me gustaría mucho tener una hermanita como tú.

—¿No tienes?

—No. Si tuviera una, le haría un columpio. ¿Quieres que te haga un columpio?

Agnès dice:

—Ya tengo uno en mi casa. Pero prefiero columpiarme en otras cosas. Es más divertido.

Salta, coge la rama grande del cerezo y se balancea, riendo.

Lucas pregunta:

—¿Nunca estás triste?

—No, porque una cosa me consuela siempre de otra.

Salta al suelo.

—Tienes que darte prisa para ir a casa del señor cura. Mi tía me lo dijo ya ayer y anteayer, y antes, pero se me ha olvidado todos los días. Me va a reñir.

Lucas dice:

—No te preocupes. Iré esta tarde.

—Bueno, entonces, me voy.

—Quédate un poco más. ¿Te gustaría oír música?

—¿Qué tipo de música?

—Ya verás. Ven.

Lucas coge a la niña en brazos, entra en la habitación, coloca a la niña encima de la cama grande y pone un disco en el viejo gramófono. Sentado en el suelo, al lado de la cama, con la cabeza apoyada en los brazos, escucha.

Agnès pregunta:

—¿Estás llorando?

Lucas menea la cabeza.

Ella dice:

—Tengo miedo. No me gusta esa música.

Lucas coge una de las piernas de la niña con la mano, la aprieta. Ella grita:

—¡Me haces daño! ¡Suéltame!

Lucas suelta la presa de sus dedos.

Cuando el disco se acaba, Lucas se levanta para poner la otra cara. La niña ha desaparecido. Lucas escucha los discos hasta que se pone el sol.

Por la tarde, Lucas prepara una cesta con verduras, patatas, huevos, queso. Mata un pollo, lo limpia, coge también leche y una botella de vino.

Llama a la puerta de la rectoría pero nadie viene a abrir. Entra por la puerta de servicio abierta, deja la cesta en la cocina. Llama a la puerta de la habitación y entra.

El cura, un viejo alto y delgado, está sentado en su mesa de despacho. A la luz de una vela juega solo al ajedrez.

Lucas lleva una silla junto a la mesa, se sienta frente al anciano y dice:

—Perdóneme, padre.

El cura dice:

—Te iré pagando poco a poco lo que te debo, Lucas.

Lucas pregunta:

—¿Hace mucho tiempo que no vengo?

—Desde principios del verano. ¿No te acuerdas?

—No. ¿Quién le ha alimentado durante todo este tiempo?

—Léonie me traía todos los días un poquito de sopa. Pero desde hace unos días está enferma.

Lucas dice:

—Le pido perdón, padre.

—¿Perdón? ¿Por qué? No te pago desde hace muchos meses. Ya no tengo dinero. El estado se ha separado de la iglesia, y ya no me retribuyen por mi trabajo. Debo vivir de los donativos de los fieles. Pero la gente tiene miedo de ser vista viniendo a la iglesia. No quedan más que algunas viejas pobres en los oficios.

—Si no he venido no es por culpa del dinero que me debe. Es mucho peor.

—¿Cómo que peor?

Lucas baja la cabeza.

—Me he olvidado por completo de usted. He olvidado también el jardín, el mercado, la leche, el queso. Incluso me he olvidado de comer. Durante meses he dormido en el desván, por miedo de entrar en mi habitación. Ha sido necesario que viniera hoy una niñita, la sobrina de Léonie, para que tuviese el valor de entrar. También me ha recordado mi deber hacia usted.

—No tienes ningún deber, ninguna obligación hacia mí. Tú vendes tus mercancías y vives de esa venta. Si no puedo pagarlo, es normal que no me entregues nada más.

—Se lo repito, no es por culpa del dinero. Debe entenderme.

—Explícate, pues. Te escucho.

—No sé cómo continuar viviendo.

El cura se levanta, coge el rostro de Lucas en sus manos.

—¿Qué te ha ocurrido, hijo mío?

Lucas menea la cabeza.

—No puedo explicarlo. Es como una enfermedad.

—Ya lo veo. Es una especie de enfermedad del alma. Debido a tu corta edad, y quizá a tu soledad, demasiado grande.

Lucas dice:

—Quizá. Voy a preparar la cena y la tomaremos juntos. Yo tampoco he comido desde hace mucho tiempo. Cuando intento comer, vomito. Con usted quizá pueda.

Va a la cocina, prepara el fuego, pone a hervir el pollo con las verduras. Prepara la mesa y abre la botella de vino. El cura va a la cocina:

—Te lo repito, Lucas, no puedo pagarte más.

—Pero usted tiene que comer.

—Sí, pero no necesito un festín como éste. Unas patatas o un poco de maíz me bastan.

Lucas dice:

—Comerá lo que yo le traiga, y no hablaremos más de dinero.

—No puedo aceptar.

—Es más fácil dar que aceptar, ¿verdad? El orgullo es un pecado, padre.

Comen en silencio. Beben vino. Lucas no vomita. Después de la cena, lava los platos. El cura vuelve a su habitación, y Lucas se une a él.

—Ahora tengo que irme.

—¿Adónde vas?

—A caminar por las calles.

—Puedo enseñarte a jugar al ajedrez.

—No creo que me interese. Es un juego complicado y exige mucha concentración.

—Probemos.

El cura le explica el juego. Juegan una partida. Lucas gana. El cura le pregunta:

—¿Dónde has aprendido a jugar al ajedrez?

—En los libros. Pero es la primera vez que juego de verdad.

—¿Volverás para que juguemos?

Lucas vuelve todas las tardes. El señor cura hace progresos, las partidas se vuelven interesantes, aunque es Lucas el que gana siempre.

Lucas duerme otra vez en su habitación, en la cama grande. Ya no se olvida de los días de mercado, ya no deja que la leche se ponga agria. Se ocupa de los animales, del huerto, de la limpieza. Vuelve al bosque para coger setas y leña seca. Vuelve a pescar también.

En su infancia, Lucas atrapaba los peces con la mano o con caña. Ahora se ha inventado un sistema que, desviando a los peces del curso del río, los dirige hacia un estanque del cual no pueden salir. Lucas sólo tiene que cogerlos con una red cuando necesita pescado fresco.

Por la tarde, Lucas come con el señor cura, juega una o dos partidas de ajedrez y luego vuelve a caminar por las calles del pueblo.

Una noche entra en el primer bar que se encuentra en su camino. Es un café que antes estaba bien atendido, incluso durante la guerra. Ahora es un local oscuro y casi vacío.

La camarera, fea y cansada, pregunta a gritos desde el mostrador:

—¿Cuánto?

—Una jarra.

Lucas se sienta en una mesa manchada de vino tinto y ceniza de cigarrillo. La camarera le lleva la jarra de vino tinto del país. Le cobra al momento.

Cuando se ha bebido el vino, Lucas se levanta y sale. Se va más lejos, hasta la plaza principal. Allí se detiene ante la librería-papelería, contempla largamente el escaparate: cuadernos de colegio, lápices, gomas, algunos libros.

Lucas entra en el bar de enfrente.

Allí hay algo más de gente, pero está mucho más sucio aún que el otro bar. El suelo está cubierto de serrín.

Lucas se sienta junto a la puerta abierta, ya que no hay ventilación alguna en el local.

Un grupo de guardias fronterizos ocupa una mesa larga. Hay dos chicas con ellos. Cantan.

Un viejo menudo y andrajoso viene a sentarse en la mesa de Lucas.

—¿Y tocas algo?

Lucas pide:

—¡Una botella de medio y dos vasos!

El viejecillo dice:

—No quería que me invitaras a un trago, yo sólo quería que tocases. Como antes.

—Ya no puedo tocar como antes.

—Te comprendo, pero toca de todos modos. Me gustaría mucho.

Lucas le sirve el vino:

—Bebe.

Saca la armónica del bolsillo y empieza a tocar una canción triste, una canción de amor y de separación.

Los guardias de frontera y las chicas siguen la canción.

Una de las chicas va a sentarse junto a Lucas y le acaricia el pelo:

—Mira qué guapo es.

Lucas deja de tocar, se levanta.

La chica se ríe:

—¡Qué salvaje!

Fuera está lloviendo. Lucas entra en un tercer bar, pide otra jarra más. Cuando empieza a tocar las caras se vuelven hacia él y después se vuelven a sumergir en los vasos. Allí la gente bebe pero no habla.

De pronto, un hombre grande y fuerte con una pierna amputada se coloca en medio de la sala, debajo de la única bombilla desnuda y, apoyándose en las muletas, entona una canción prohibida.

Lucas le acompaña con la armónica.

Los demás clientes se acaban rápidamente las bebidas y, uno tras otro, abandonan el bar.

Las lágrimas corren por el rostro del hombre en los dos últimos versos de la canción:

Este pueblo ya ha expiado

el pasado y el porvenir.

Al día siguiente, Lucas va a la librería-papelería. Elige tres lápices, un paquete de hojas de papel cuadriculado y un cuaderno grueso. Cuando pasa por caja, el librero, un hombre obeso y pálido, le dice:

—Hacía mucho tiempo que no te veía. ¿Estabas fuera?

—No, sencillamente, estaba demasiado ocupado.

—Tu consumo de papel es impresionante. A veces me pregunto qué podrás hacer con él.

Lucas dice:

—Me gusta llenar las hojas blancas con un lápiz. Me distraigo.

—Habrán formado verdaderas montañas con el tiempo.

—Despilfarro mucho papel. Las hojas estropeadas me sirven para encender el fuego.

El librero dice:

—Desgraciadamente, no tengo clientes tan asiduos como tú. El negocio no va bien. Antes de la guerra sí que iba. Había muchos colegios aquí. Escuelas superiores, internados, colegios. Los estudiantes se paseaban por las calles al atardecer, y se divertían. También había un conservatorio de música, conciertos, representaciones teatrales todas las semanas. Ahora, mira la calle. No hay más que niños y viejos. Algunos obreros, algunos vendimiadores. Ya no hay juventud en esta ciudad. Los colegios los han desplazado todos al interior del país, salvo la escuela primaria. Los jóvenes, hasta aquellos que no estudian, se van a otros lugares, a las ciudades vivas. Nuestra ciudad es una ciudad muerta, vacía. Es una zona fronteriza, acordonada, olvidada. Conocemos de vista a todos los habitantes de la ciudad. Siempre son las mismas caras. Ningún extraño puede entrar aquí.

—Están los guardias de la frontera. Ellos son jóvenes.

—Sí, pobrecillos. Encerrados en los cuarteles, patrullando por la noche... Y cada seis meses los cambian, para que no puedan integrarse en la población. Esta ciudad tiene diez mil habitantes, más tres mil soldados extranjeros, y dos mil guardias de frontera de los nuestros. Antes de la guerra teníamos cinco mil estudiantes y turistas en verano. Los turistas venían tanto del interior del país como del otro lado de la frontera.

Lucas pregunta:

—¿La frontera estaba abierta?

—Evidentemente. Los campesinos de allá vendían sus mercancías aquí, los estudiantes iban al otro lado para las fiestas de los pueblos. El tren también continuaba hasta la siguiente gran ciudad del otro país. Ahora nuestra ciudad es la estación término. ¡Abajo todo el mundo! ¡Y sacad los documentos!

—¿Y se podía ir y venir libremente? ¿Y se podía viajar al extranjero?

—Naturalmente. Tú nunca has conocido eso. Ahora ni siquiera puedes dar un paso sin que te pidan el carné de identidad. Y el permiso especial para la zona fronteriza.

—¿Y si no lo tienes?

—Es mejor tenerlo.

—Yo no lo tengo.

—¿Qué edad tienes?

—Quince años.

—Deberías tener uno. Hasta los niños tienen carné de identidad emitido por el colegio. ¿Cómo te las arreglas cuando sales de la ciudad y vuelves?

—Nunca salgo de la ciudad.

—¿Nunca? ¿Ni siquiera vas a la ciudad vecina cuando tienes necesidad de comprar alguna cosa que no se encuentra aquí?

—No. No he salido de esta ciudad desde que me trajo aquí mi madre, hace seis años.

El librero dice:

—Si no quieres tener problemas, procúrate un documento de identidad. Ve al ayuntamiento y explica tu caso. Si te ponen dificultades, pregunta por Peter N. Dile que te envía Victor. Peter es del mismo pueblo que yo. Del norte. Ocupa un puesto importante en el partido.

Lucas dice:

—Muy amable por su parte. Pero, ¿por qué iba a tener dificultades para obtener un documento de identidad?

—Nunca se sabe.

Lucas entra en un gran edificio junto al castillo. En la fachada ondean unas banderas. Numerosas placas negras con letras doradas indican las oficinas:

«Oficina política del partido revolucionario».

«Secretariado del partido revolucionario».

«Asociación de la juventud revolucionaria».

«Asociación de mujeres revolucionarias».

«Federación de sindicatos revolucionarios».

Nada más atravesar la puerta, una sencilla placa gris con letras rojas indica:

«Asuntos municipales, primer piso».

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