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Authors: Francesc Miralles

La profecía 2013

 

La nueva y trepidante aventura de Leo Vidal, protagonista de EL CUARTO REINO.

El periodista Leo Vidal recibe la llamada de un anticuario del barrio judío de Gerona que ha hallado en el interior de una cómoda un pliego de cartas de Carl Gustav Jung. El discípulo esotérico de Freud se carteaba con un estudioso local de la Kabalah sobre la fecha del fin del mundo: 2013, cifra extraída de un cálculo numérico de la Biblia que coincide con la predicción del calendario maya para la Apocalipsis.

Sin embargo, las cartas entre Jung y el estudioso judío han sido robadas por una secta de nueva creación que busca una clave oculta en las mismas. Vidal investiga el paradero del documento y descubre que obran en poder de un movimiento ecologista radical —Renacimiento— cuyo adinerado líder alberga un peligroso sueño.

Leo Vidal seguirá la pista del Renacimiento en varios países, donde están asesinando a personas prominentes que encarnan —siguiendo un orden preconcebido— los arquetipos jungianos: la burja, el ermitaño, el animal sabio... Pero a medida que se acerca al corazón de la secta, descubrirá que sus verdaderos objetivos son otros, y que el fin del mundo puede ser total e irreversiblemente, a no ser que sea capaz de resolver el enigma planteado por Jung medio siglo atrás...

Francesc Miralles

La profecía 2013

ePUB v1.1

LittleAngel
16.01.12

Francesc Miralles

Editorial: Grupo Planeta, Booket

Año de publicación: Septiembre 2008

ISBN: 978-84-270-3560-7

PRIMERA PARTE
LA CALLE CERRADA
1

La llegada de aquel sobre ámbar había quebrado una calma que era sólo aparente.

Había consumido el domingo por la tarde mirando con inquietud cómo el sol se desmoronaba detrás de las montañas. Aunque llevaba cuatro meses viviendo en aquella casa, todavía me hipnotizaba el espectáculo de los picos de Montserrat revestidos de luz dorada. Pronto caería la noche y empezarían a brillar las primeras estrellas.

Sin embargo, yo no experimentaba el menor sentimiento de plenitud. Como si el paisaje crepuscular fuera el cierre de una etapa en la que había conocido cierta felicidad, de repente sentía que mi mundo estaba a punto de derrumbarse.

Mientras cerraba los ventanales del balcón —entrado junio, aún refrescaba—, me dije que aquel mal presentimiento debía de ser simple aprensión de padre: Aina había salido en coche con Ingrid protestando de buena mañana y no habían regresado aún.

Pero cuando, de vuelta al salón, advertí el sobre junto a la puerta, supe que se avecinaban otro tipo de problemas. Desde mis investigaciones sobre el Cuarto Reino, nadie me había vuelto a contactar con métodos inusuales. Que alguien se hubiera tomado la molestia de acercarse a mi casa un domingo por la tarde y, sin llamar a la puerta, deslizar el sobre por debajo, era, como mínimo, desconcertante. Mi nombre escrito en paciente letra de imprenta no hacía más que confirmar esa impresión.

Tomé el sobre grande y amarillento entre los dedos con más temor que curiosidad y lo hice rotar 180° para ver el remitente:

Alfred Desmestre, anticuario

c/ de la Força 2, Gerona

Intrigado, lo abrí procurando no rasgarlo por si contenía alguna documentación de valor, aunque en ese caso no tenía sentido que yo fuera el destinatario.

Sólo había un pliego de fotocopias grapadas. Eran artículos y reportajes aparecidos en periódicos locales con un mismo denominador común: el robo de antigüedades en las comarcas de Gerona. Después de la noticia sobre una banda que se dedicaba a desvalijar capillas románicas, leí con desinterés el siguiente breve:

LADRONES QUE SE QUEDAN A VIVIR

Santa Coloma de Farners.
La policía autonómica detuvo el pasado martes a cuatro hombres de nacionalidad italiana que, tras robar el mobiliario de una masía del siglo XVI conocida como Santa Creu, durmieron en una de sus dependencias al suponerla abandonada. Alertados por el propietario de un restaurante de montaña que había detectado el vehículo —una furgoneta blanca—, la familia propietaria denunció la ocupación de la finca. Tras la detención, la policía encontró en el interior de la furgoneta diversos muebles de valor procedentes de la masía.

Mientras hojeaba el resto de noticias entre bostezos, me pregunté, por qué un anticuario me mandaba aquel dosier. ¿Qué interés podía tener para un americano desnaturalizado como yo aquella documentación?

La respuesta estaba al final del pliego, donde para mi sorpresa encontré un artículo publicado por mí, tres años antes, en un periódico de Santa Mónica. Estaba impreso en su versión para Internet.

Casi lo había olvidado: el reportaje de tres páginas hablaba de las actividades de una banda, entonces recién desarticulada, que se dedicaba a robar reliquias y obras de arte europeas para millonarios de la Costa Oeste. La organización actuaba prácticamente a la carta: sus clientes pedían qué pieza concreta deseaban para su mansión y la banda dirigía a sus miembros en Europa al lugar deseado, se tratara de edificios institucionales, museos o casas privadas.

La relectura de aquel trabajo que me había procurado algunas amenazas —los «clientes» jamás reconocieron que habían adquirido los objetos robados por encargo— me devolvió el recuerdo amargo de unos tiempos en los que yo era un periodista arruinado a punto de divorciarme de la madre de Ingrid.

Mi cuenta corriente seguía rozando el cero absoluto, sobre todo porque no había dejado de pagar la hipoteca de la casa en Santa Mónica, que algún día sería de mi hija; sin embargo, desde que había conocido a Aina en Barcelona, disfrutaba de una paz que había convertido el dinero en un problema menor. Y esa paz estaba a punto de desintegrarse sin yo imaginarlo.

Una sorpresa al final del pliego me devolvió a Europa y al misterioso anticuario. Unido lateralmente con un clip, encontré un billete de 200 euros junto a una pequeña nota manuscrita:

Le espero mañana lunes en la dirección del remite.

Este billete es para cubrir los gastos de

desplazamiento y compensarle por su tiempo.

Despegué el billete amarillo y lo miré con desconfiado estupor. El anticuario no había dejado su número de teléfono ni una dirección de correo electrónico para poder darle mi confirmación. Tal vez suponía que 200 euros eran suficiente acicate para un periodista que se ofrecía en los anuncios clasificados para hacer traducciones.

En cualquier caso, si se trataba de una consulta sobre arte robado —aunque yo no era ningún especialista—, bastaría con salir temprano al día siguiente para estar de vuelta al mediodía.

Al doblar el billete y meterlo en mi cartera tuve la impresión de que firmaba tácitamente un contrato con Alfred Desmestre para un asunto que desconocía. De haber sabido el lío en el que estaba a punto de meterme, hubiera devuelto inmediatamente el billete al sobre, junto con toda la documentación, y se lo habría mandado por mensajero a su remitente.

El chillido de un frenazo me dijo que mis dos amores acababan de llegar. Y al parecer la excursión a Barcelona no había ido todo lo bien que debería, ya que Ingrid atravesó el salón furiosa y subió las escaleras hacia su habitación sin saludarme. Segundos después estalló un portazo en el piso de arriba.

Detrás de ella llegaba Aina, mi pareja desde que me había establecido en el país, con lágrimas en los ojos. Se sentó frente a mí en la mesa donde descansaba el sobre y, con los codos apoyados en la madera, me dirigió una mirada de recriminación:

—Alguien tiene que educar a esta salvaje —exclamó—. Sólo tiene catorce años y ya se cree con derecho a todo. Pretendía que la dejara quedarse esta noche en Barcelona, sólo porque ha conocido a un tipo en un café donde hemos merendado. ¡El viaje de vuelta ha sido un infierno! Daba tantos puñetazos al salpicadero que casi nos matamos.

—Tú también tienes el carácter fuerte —dije tratando de disculpar un poco a Ingrid, lo que no hizo más que enfurecer a Aina.

—Leo, tómate en serio este aviso: o metes a esa niñata en cintura o me acabaré largando. Supongo que es lo que ella quiere.

2

Me desvelé antes del amanecer. Tal vez por la fuerte discusión con Aina antes de acostarnos, había dormido de forma superficial y abrí los ojos poco después de las cinco de la madrugada. Di varias vueltas sobre la cama, pero no lograba conciliar nuevamente el sueño.

Estuve una hora larga tumbado mientras la oscuridad daba paso a la evanescente luz del alba. Cavilaba sobre lo que había dejado atrás al otro lado del océano. Ciertamente no mantenía relación alguna con mi ex mujer, que había renunciado a criar a su propia hija, pero de algún modo el suelo sobre el que has crecido siempre te aporta seguridad.

Aunque mi padre había regresado a su Barcelona natal cuando yo era un niño —me había rogado que no intentara ponerme en contacto con él—, para mí aquél aún era un mundo extraño. Había dedicado seis meses a aprender el idioma, y ahora era el perfecto americano desclasado que sólo puede aspirar a dar clases de inglés en una academia de segunda.

Dejé de lado mis lamentos para contemplar a Aina bajo la primera luz del día. Su melena rizada se desparramaba sobre la almohada como un mar de olas doradas. Le llevaba algo más de diez años, pero parecía estar a gusto conmigo: un hombre sin un pasado digno de mención y con un futuro más que incierto. Merecía mi amor ya sólo por eso.

Planté un beso en su frente antes de salir de la cama y subir en batín al piso de arriba.

Aún retumbaba en mis oídos el portazo de Ingrid la noche anterior. Sin embargo, al verla dormir plácidamente en su cama, me pareció una criatura incapaz de romper un plato. El cabello rubio y lacio, como el de su madre, dejaba al descubierto una mejilla llena de pecas mientras movía ligeramente los labios entre sueños.

Salí de su cuarto con la sensación —tal vez fuera sólo autoengaño— de que dejaba la casa en orden y podía partir hacia Gerona sin más sobresaltos.

Llevaba ya una hora al volante cuando empezó a perfilarse la silueta de la ciudad, con su maciza catedral sobre el río. Para realzar aún más esa estampa, en mi equipo de música sonaba John Dowland, el compositor y laudista del Renacimiento que tocó para Jaime I de Inglaterra.

Este artista melancólico por elección —tituló una de sus obras
Siempre Dowland, siempre triste
— logró hacerse muy famoso en su época y pasar a la posteridad con poco más de ochenta canciones, que cantaba él mismo acompañándose del laúd, y algunas piezas breves instrumentales. Un trovador listo que debía de encandilar con sus lamentos musicales a no pocas mujeres.

Yo había escuchado compulsivamente sus pavanas e himnos fúnebres durante las largas noches de estudio en Berkeley. Lo había recuperado recientemente al recibir como regalo de Aina, en mi 42 cumpleaños, una versión insólita de Sting titulada
Canciones desde el laberinto.

Mientras escuchaba el CD al entrar en Gerona me dije que el cantante de The Police demostraba una capacidad vocal extraordinaria, pero no sabía decir si aquella versión me gustaba. En algunas canciones tenía la sensación de que era más Sting que Dowland.

Este dilema musical cesó al dejar el viejo Seat Ibiza en un aparcamiento del centro de la ciudad. Recogí el ticket y me puse una americana de algodón para presentarme ante el anticuario que alquilaba mis servicios por 200 euros.

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