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Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Historico, Testimonio

La noche de Tlatelolco (30 page)

• José Ramiro Muñoz, de la
ESIME
del
IPN
, tercer año de Ingeniería Mecánica.

¡Y Lucianito está allá adentro!

• Elvira B. de Concheiro, madre de familia.

Junto al párpado, le empezó a salir un hilito de sangre…

• Blanca Vargas de Ibáñez, madre de familia.

Llegué cuando ya había empezado la balacera. Mucha gente pasó corriendo a mi lado y oí decir a una muchacha: «Hay muchos muertos, hay muchos muertos…». Entonces enloquecí. Empecé a gritar. Todo estaba sitiado. ¿Y si yo me arrastro no podré entrar a la Plaza de las Tres Culturas? Unas mujeres me detenían; se hizo una bolita de mirones…

—Déjenla pasar, déjenla pasar, está buscando a su hijo. Su hijo está allá.

Apenas gritando horrores podía mantenerme en pie… Junto a mí discutían:

—Ella tiene razón, si su hijo está allá…

—Pero si no es nada más mi hijo: son los hijos de todos ustedes…

Llegaban más soldados. De pronto una de las mujeres que me había estado oyendo sacó de bajo su abrigo una botella de leche vacía —ahí la tengo en la alacena todavía— y me dijo: «Tome usted, de algo le ha de servir».

• Elvira B. de Concheiro, madre de familia.

Las escenas de dramatismo son inenarrables. El pavor reflejado en los rostros, los lamentos de los heridos que eran sacados del lugar y el fuego graneado se repetían una y otra vez. La gente, que a varias cuadras de distancia presenciaba los hechos, estaba enardecida. No sabían si responsabilizar a las autoridades de lo que estaba pasando, pero gritaban denuestos a todo mundo. Los ciudadanos, víctimas del natural shock nervioso por los hechos perdieron la compostura y trataron de avanzar hacia la zona del tiroteo; hubo que dispersarlos con gas lacrimógeno, a las 21.15 en la esquina de Allende y Nonoalco.

• Jorge Avilés R., redactor, «Durante Varias Horas Terroristas y Soldados Sostuvieron Rudo Combate»,
El Universal
, 3 de octubre de 1968.

Mi padre murió poco tiempo después de que muriera Julio. Como resultado del choque tuvo un ataque al corazón. Era su hijo único, el menor. Repetía muchas veces: «Pero ¿por qué mi hijo?…». Mi madre sigue viviendo, quién sabe cómo.

• Diana Salmerón de Contreras.

En la ceja tenía una cortada tremenda que le bañaba de sangre todo el rostro. Le dije de chiste: «¿Qué te subiste a un ring de box?». Y se soltó llorando, creo que por la conmoción, porque siempre ha sido un muchacho sereno, aguantador.

• José Merino Gasca, ingeniero, padre de familia.

¿Quién? ¿Quién ordenó esto?

• Pablo Castillo, estudiante de la Universidad Iberoamericana.

¡Esta balacera es la que más ha durado! ¡La de Santo Tomás fue un juego!

• Juan Medina Castro, estudiante de la
ESIQIE
del
IPN
.

Yo estaba en el edificio Aguascalientes (de lujo) que se encuentra junto a la Vocacional número 7 en la Unidad Nonoalco y desde que se oyeron los primeros disparos, y como si se hubiera dado una orden, todos los habitantes de este edificio optaron por permanecer en la sala de sus departamentos, acostados en el suelo. Apenas se inició el tiroteo, —eran, creo, las 6 y 15— el portero del edificio se fue a esconder al sótano y no salió de ahí sino hasta cuatro horas después. En el séptimo piso, un ingeniero como de cincuenta años recibió un tiro en el hombro derecho, y lo traía totalmente destrozado. Al parecer la herida fue producida por una bala expansiva. Se hizo un llamado telefónico a la Cruz Roja pero en su lugar acudieron dos soldados armados con ametralladoras. Ya no volvimos a saber del ingeniero. La angustia y la desesperación se reflejaban en los rostros de los habitantes de todo el edificio. Apenas amainaba el fuego, trataban de comunicarse con el esposo, la esposa, los hijos o parientes ausentes para informarles del estado en que se encontraban y para advertirles que no debían intentar venir a la Unidad porque todo individuo que pretendía entrar o salir era detenido.

Comentaban los hechos pasados y con palabras amargas se referían a la prensa nacional «que nunca informó de los hechos reales de los sucesos». En concreto hablaron del caso del teniente Uriza Barren que mató a dos policías o granaderos «antimotines». Decían: «Todos los periódicos dijeron que el teniente había disparado contra los policías porque habían golpeado a su madre, pero los habitantes de Tlatelolco sabemos que actuó así porque le faltaron al respeto a su hermana. Los periódicos nunca dijeron eso…».

Yo no sé si será cierto —corren tantas versiones—, pero algo muy grave debieron hacerle al teniente Uriza Barrón para que desenfundara la pistola y matara.

El agua se acabó y las reservas de alimentos escasean por momentos. Como una muestra de solidaridad, los habitantes se repartieron las reservas en sus despensas. Los que tienen el mayor número de hijos y nada en la despensa fueron abastecidos por sus solidarios vecinos. Los pequeños lloraban y los más grandecitos miraban con asombro a sus padres.

• Alfredo Cervera Yáñez, estudiante de la Facultad de Comercio y Administración de la
UNAM
.

A nosotros nos han acusado de ser los ricos del movimiento; lo que pasa es que con esas brigadas tan grandes (algunas de doscientos estudiantes, subidos en nuestros camiones para poder visitar diferentes puntos de la ciudad) cada grupo de diez muchachos llevaba siempre una urna para colectas económicas y, como la gente siempre cooperaba, cada una traía por lo menos cincuenta pesos.

• Félix Lucio Hernández Gamundi, del
CNH
.

Agarraron a un muchacho con una urna de las usadas por los Comités de Lucha para colectar fondos y los oficiales buscaban al miembro del
CNH
que se la había encargado. Nos pusieron a todos en fila y nos fueron iluminando la cara, uno a uno frente a él, para que nos reconociera: «¿Es éste?… No. ¿Y éste?… No. ¿Éste?… No». Uno a uno fuimos presentados con él. «¿Éste?… No. ¿Éste?… No». No reconoció a ninguno. El oficial se enojó; lo golpeó muy fuerte y le espetó: —¿Así que tú dabas clases de guerrillas, pendejo?

—No, daba clases de álgebra y de matemáticas; tiene poco que ver con las guerrillas. Respondió con orgullo. Su actitud me emocionó.

• Eduardo Valle Espinoza,
Búho
, del
CNH
.

Cuando oí al compañero de la urna, sentí que no todo andaba mal, que todavía faltaba mucho para que nos derrotaran. Al rato, pasaban ya de las once, se inició otra vez la balacera.

• Luis González de Alba, del
CNH
.

Los francotiradores no se conformaron con rociar de proyectiles a mujeres, niños y gente del pueblo que había asistido al acto y comenzaron a disparar contra elementos del ejército y la policía que rodeaban ya la plaza para impedir que se efectuara una manifestación rumbo al Casco de Santo Tomás.

Al caer heridos los primeros elementos del ejército y policías se dio la orden de contestar el fuego y se entabló una de las más espantosas balaceras que haya padecido la metrópoli. A pesar de la enérgica acción de los soldados y policías, los francotiradores continuaban haciendo blanco entre aterradas mujeres, niños y gente del pueblo que corría por todos lados.

• «Hubo muchos muertos y lesionados, anoche»,
La Prensa
, 3 de octubre de 1968.

La sangre de mi hija se fue en los zapatos de todos los muchachos que corrían por la plaza.

• Dolores Verdugo de Solís, madre de familia.

Volteé el cadáver boca arriba. Tenía los ojos abiertos. Estaba empapado. Le cerré los ojos. Pero antes, en el blanco de los ojos le vi unas minúsculas flores de agua…

• Luisa Herrera Martín del Campo, maestra de primaria.

Vi a un niño de once o doce años que de pronto se incorporó un poquitito —niño al fin— y una bala le atravesó toda la mejilla. Él venía acompañando a su hermana. Estábamos todos tirados en el suelo de la explanada, como nos lo habían ordenado los soldados, pero este niño levantó la cabeza. Su hermana de dieciséis años se puso a gritar histérica: «¡Mi hermano está herido!», pero los soldados y los compañeros le dijeron que si se paraba le podía pasar lo mismo. No lo atendieron sino hasta que terminó todo. ¡Con una herida de este tamaño y esperar dos o tres horas! Me imagino que murió, porque serían las once cuando nos sacaron y nos llevaron hasta detrás de la iglesia.

• Esther Fernández, de la Facultad de Ciencias de la
UNAM
.

¡Muy bajo, están tirando muy bajo! ¡Muy bajo! ¡Agáchense!

• Un oficial del ejército.

¡Alto! ¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego! ¡Alto!

• Voces en la multitud.

¡No puedo! ¡No soporto más!

• Voz de mujer.

¡No salgas! ¡No te muevas!

• Voz de hombre.

¡Cérquenlos! ¡Ahí! ¡Ahí! ¡Cérquenlos, cérquenlos les digo!

• Una voz.

¡Estoy herido! Llamen a un médico. ¡Estoy…!

• Una voz.

Parece que ya se va a calmar…

• Una voz.

La Plaza de las Tres Culturas era un infierno. A cada rato se oían descargas y las ráfagas de las ametralladoras y de los fusiles de alto poder zumbaban en todas las direcciones.

• Miguel Salinas López, estudiante de la Facultad de Comercio y Administración de la
UNAM
.

También se reportó que muchas personas habían resultado heridas al penetrar las balas por las ventanas.

Mientras esto ocurría, Roberto Legorreta reportó a nuestra redacción que se había iniciado un incendio y que alcanzaba a varios departamentos del edificio Chihuahua, principal centro de la acción.

Reyes Razo a su vez informó que en el piso 12 del edificio Tamaulipas un hombre había muerto en uno de los pasillos. También otro estaba sin vida en el edificio San Luis Potosí.

A las 19.35 horas, los bomberos se presentaron a sofocar los incendios dentro del edificio Chihuahua, que alcanzaban a departamentos localizados en tres pisos. Constantemente reportaban también numerosos heridos tanto militares como civiles, entre los que se encontraban numerosas mujeres.

• «26 Muertos y 71 Heridos. Francotiradores Dispararon contra el Ejército; el General Toledo, Lesionado»,
El Heraldo
, 3 de octubre de 1968.

Tenía yo sangre en la orilla de los zapatos, en la bastilla del vestido.

• Eugenia Leal Lima, estudiante de la Facultad de Medicina de la
UNAM
.

La mayoría de los cadáveres estaban de espaldas, hinchándose bajo la lluvia, pero había rostros boca arriba. Parecían flores pisoteadas, iguales a las flores enlodadas, machucadas, de los jardines del edificio Chihuahua.

• Pilar Marín de Zepeda, maestra de primaria.

Son cuerpos, señor…

• Un soldado al periodista José Antonio del Campo, de
El Día
.

¡Agáchate, te digo! ¡Nos van a matar!

• Voz de hombre.

Vi a un soldado pecho a tierra con su rifle, blanco de miedo. No se atrevía a disparar y nos pedía que no nos moviéramos porque si veían algún movimiento disparaban hacia nuestra dirección y le disparaban a él también.

• Esther Fernández, estudiante de la Facultad de Ciencia de la
UNAM
.

Los dedos están pegados en los gatillos. Algunas balas dan en el blanco. Le disparan a todo lo que se mueve.

• Santiago Ruiz Saíz, estudiante de la Facultad de Ciencias de la
UNAM
.

¡Sanidad! ¡Oficial! ¡Tenemos un herido!

• Una voz en la multitud.

¡Agarra a ese hombre! ¡Hazlo que suelte esa chingadera!

• Voz de hombre.

Un niño de cinco o seis años que corría llorando, rodó por el suelo. Otros niños que corrían junto a él huyeron despavoridos pero un chiquito como de seis años se regresó a sacudirlo: «Juanito, Juanito, levántate». Lo empezó a jalonear como si con eso fuera a reanimarlo: «Juanito ¿qué te pasó?». Seguramente no sabía lo que es la muerte, y no lo iba a saber nunca, porque sus preguntas ya no se oyeron, sólo un quejido, y los dos pequeños cuerpos quedaron tirados sobre el asfalto, el uno encima del otro. Yo lo vi todo. Quería arrastrar al pequeño hasta la zanja donde me encontraba. Le grité varías veces pero como las balas silbaban por todas partes no me atreví a ir por él. Me limité a gritarle: «¡Niño, niño, ven acá, niño!», pero estaba demasiado ocupado en revivir a su amigo. ¡Hasta que le dio la bala! Sé que soy un cobarde, pero sé también que el instinto de conservación es terriblemente egoísta.

• Jesús Tovar García, estudiante de Ciencias Políticas de la
UNAM
.

¡Con cuidado, con cuidado, la herida está en el pecho!

• Un camillero.

¡Si te mueves, yo sí que te voy a dar…!

• Un militar.

Y el olor de la sangre mojaba el aire

Y el olor de la sangre manchaba el aire.

• José Emilio Pacheco, sobre los textos nahuas traducidos por el Padre A. M. Garibay.

—¡Le dije que no se fuera hasta allá! ¡Métase abajo del camión!

• Un soldado al estudiante Alberto Solís Enríquez de la Vocacional número 1.

Uno de los soldados se tropezó y cayó junto a nosotras. Nos quedamos tiradas en el suelo porque algún compañero gritó: «¡Al suelo! ¡Al suelo!». Estábamos en la explanada frente al Chihuahua. Los soldados venían corriendo como en una práctica militar y uno de ellos se acercó al que se tropezó:

—No tires, tírales al aire, hombre. No son criminales; si son muchachos, no les tires, al aire hombre, al aire, tira al aire…

Gracias a esos dos soldados sentimos confianza y nos levantamos. Corrimos delante de ellos y nos metimos al edificio 2 de Abril en donde nos quedamos dos horas y media que a mí se me hicieron como sesenta…

• María Ángeles Ramírez, estudiante de la Escuela de Antropología dependiente de la SEP.

Corrimos todos y brincamos una barda de dos metros de alto más o menos. Todas las chamacas y señoras que brincaban se caían y nosotros procurábamos no atropellarlas a la hora de pasar, pero ni quién las levantara o ayudara. Sálvese quien pueda. Había muchos zapatos tirados, muchos zapatos de mujer… Se me grabó uno con una correíta. Seguí corriendo hasta que me topé con tres o cuatro soldados. A mí y a mi hermano y a otras diez o quince personas nos empujaron hacia la planta baja de un edificio, no sé cuál, opuesto al Chihuahua. Vimos cómo de todas partes salían más soldados. Intentamos subir al primer piso de ese edificio, que es uno de los más grandes que hay, pero los soldados nos ordenaron: «No se muevan»… Nos hablaron de buen modo. Seguro lo estaban haciendo para protegernos porque ya se oía el fuego cerrado y el ruido de las ametralladoras. Les preguntamos si nos podíamos ir y nos dijeron que no, que allí nos quedáramos. Pensamos que si no nos veían, no buscarían a nadie y poco a poco nos colamos hasta el primer piso del edificio. Los soldados estaban ocupados abajo. Tocamos a la puerta de un departamento y luego a otro y a otro y ninguno abría. Esperamos allí sentados en el suelo del primer piso del edificio. Como a las siete, o siete y cuarto, oímos los protectores de fierro de las botas, los estoperoles de los soldados en la planta baja y dos muchachos bajaron a preguntarles si ya podían salir y les dijeron que sí. Los muchachos nos gritaron que ya, y todos salimos. Entonces los soldados en vez de dejarnos ir, nos registraron, nos pidieron identificaciones y nos formaron allí. Al primero que llamaron fue a mi hermano.

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