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Authors: Jose Luis Olaizola

Tags: #Drama

La niña del arrozal (18 page)

No se le ocurrió escapar porque no creía que pasaran de allí, hasta que el humo invadió también ese espacio y no les quedó más remedio que abrir las puertas que daban a la calle, y, aunque las celadoras les daban voces para que no se dispersaran, como eran las más asustadas por un incendio cuyas proporciones desconocían, estaban más atentas a su seguridad personal que al cuidado de las pupilas a ellas encomendadas. Y para colmo del desorden, bien porque las llamas alcanzaron el sistema eléctrico o porque los bomberos determinaron que era conveniente desconectarlo, el edificio y la calle en rededor quedaron a oscuras, solo iluminados por un reflector del coche de bomberos, proyectado contra el edificio en llamas.

Wichi se fue apartando del edificio al amparo de la oscuridad, con el corazón latiéndole tanto que parecía que se le iba a salir del pecho, pero decidida a consumar el anhelo que no le había abandonado desde que entrara en el burdel: huir, aun a costa de su vida. Cuando las voces de los que escapaban del incendio y las de los que trataban de dominarlo se fueron amortiguando en la distancia, echó a correr con todas sus fuerzas porque tenía muy presente la observación que le habían hecho sus compañeras de que la señora Yuphin estaba en connivencia con la policía para recuperar a las jóvenes que se escapaban. Se imaginaba que, como mucho, lo estaría con la policía del barrio, no con la de toda la ciudad, que tenía fama de ser inmensa, y ella estaba dispuesta a perderse en aquella inmensidad, y luego ya se vería.

Cuando se cansó de correr, pasó a trotar y, por fin, desfallecida, se limitó a andar cuando la aurora ya se anunciaba por el oriente y la ciudad comenzaba a bullir en un día que se presentaba caluroso y posiblemente lluvioso porque se encontraban en la estación de los monzones. Al principio, por el ansia de huir, no notó los efectos del esfuerzo sobre la herida de la frente, para la que el sanitario le había recomendado reposo, pero cuando no le quedó más remedio que sentarse en un banco de la calle, notó que la sangre se le agolpaba en aquella parte a la que llegaban los latidos de su corazón, como si fueran a saltarse los puntos de sutura. Se palpó la frente vendada con la mano y la encontró tan hinchada que no dudó que la infección le alcanzaría el cerebro, y no sabía lo que en tal caso le ocurriría. ¿Se moriría? ¿Se quedaría tonta? Debía de ofrecer un extraño aspecto porque algunas personas, al pasar junto al banco, se la quedaban mirando. Pensó que sería por los vendajes que cubrían parte de su cara y, aun a riesgo de volver a sangrar, se quitó las gasas que taponaban su nariz y se la retocó con los dedos, como si así fuera a conseguir que recuperara su forma natural. La venda de la frente no se atrevió a retirarla.

La calle a la que había ido a parar corría paralela al río Chao Phraya, y en ella estaban montando unos puestos de comida en los que los tailandeses madrugadores, camino de su trabajo, desayunaban
curries
picantes y fruta. Una mujer mayor, que estaba al frente de uno de los tenderetes más próximos, se acercó y le dio unas papayas y unas guayabas, indicándole que estaban un poco pasadas pero que todavía se podían comer. Wichi le dio las gracias, con conciencia de que la había tomado por uno de los mendigos que frecuentaban estos mercadillos en busca de las sobras. También tomó conciencia de que no tenía un céntimo, ni se le ocurría cómo conseguirlo en una ciudad que le era completamente desconocida, en la que además tenía que pasar desapercibida, pues si la localizaba la policía ya sabía lo que la aguardaba. Pero de momento lo importante era tomar distancia del lugar del que se había escapado y, aunque no tenía mucha hambre, se comió la fruta, para emprender de nuevo la marcha, siempre siguiendo la margen del río, con la esperanza de acabar saliendo de la ciudad, cuyos alrededores, por lo que había oído comentar al señor Pimok, estaban llenos de los mejores arrozales del país, en donde quizá pudiera encontrar trabajo en el único oficio que conocía.

Cuando llegó la noche no había terminado de salir de la ciudad; se temía que no había acertado con el camino adecuado, ya que, cuando preguntaba a la gente por dónde tenía que salir de Bangkok, se quedaban muy extrañados y, aunque corteses, y hasta compadecidos de su aspecto lastimoso, le requerían: «Pero ¿salir adónde? ¿A qué parte quieres salir?». A lo que Wichi no sabía contestar, o si decía que hacia donde se encontraban los arrozales, le aclaraban que estaban muy lejos, y unos la mandaban para un lado, otros para otro, por lo que acabó dando vueltas hasta que se vino a encontrar en la estación de ferrocarril de Wong Wian Yai, de la que salían los trenes hacia el sur.

El dolor de la frente era insufrible y echó en falta las medicinas que le daba el sanitario para aliviarla. Entró en los lavabos de la estación y bebió ansiosamente agua de un grifo. Luego se sentó a descansar en un banco de la sala de espera, pero poco tiempo. Discurrió que si la señora Yuphin, advertida de su ausencia, había ordenado su búsqueda, las estaciones de ferrocarril serían uno de los lugares en que la buscarían.

Se apartó de la estación para localizar un lugar donde pasar la noche y divisó un cobertizo al borde de lo que parecía una vía muerta, a juzgar por la maleza que la cubría. Pero el cobertizo, aunque con aspecto de abandonado, estaba cerrado, y, agotada, decidió tumbarse al amparo de una de sus paredes que terminaba en un tejadillo. En ese momento se desató una tromba monzónica que la empapó de arriba abajo y, si hubiera tenido fuerzas, se hubiera echado a llorar. Aunque el agua que caía era cálida comenzó a tiritar a causa de la fiebre que le producía la herida, y desesperada buscó un lugar donde refugiarse del aguacero; a trompicones, acertó a dar con un vagón de los que servían para transportar mercancías, con las puertas desencajadas, y con no poco esfuerzo consiguió subir.

Hasta la mañana siguiente no advertiría que no era la única ocupante de aquel vagón. Al entrar en él había oído gruñidos que le parecían humanos, pero, como no sabía si estaba despierta o soñando, no prestó atención. No la prestó porque entró en un delirio febril, y su única obsesión era acurrucarse de manera que unas partes de su cuerpo ayudaran a las otras a defenderse de la humedad y del frío, hasta que se quedó dormida, pero no del todo porque continuamente su mente se veía asaltada por imágenes deformadas del incendio, con una señora Yuphin incandescente, blandiendo una espada flamígera. Hasta que por fin cayó en un sueño benéfico y comenzó a dar gracias al Chao Thi por lo bien que se encontraba, pero, como dudaba de que ese espíritu benévolo pudiera tener asiento en un vagón del ferrocarril, decidió recurrir también al Dios de Siri, y el recuerdo de su amiga tan querida le proporcionó una gran paz.

Cuando se despertó se encontró con una joven más o menos de su edad, que la miraba fijamente, y que le preguntó, expresándose con cierta dificultad:

—¿Quién te ha pegado?

Wichi, desconcertada, no acertó a contestar. No sabía dónde se encontraba. No recordaba bien lo que le había sucedido la noche anterior. Se incorporó y vio más gente en el vagón, gente mayor que en un hornillo de gas estaban calentando una infusión. La joven insistió en saber quién le había pegado, y Wichi dijo la verdad, sin decirla del todo:

—Me he estrellado contra una pared.

—¿Y cómo te has estrellado?

—No lo sé. Lo único que sé es que mi cara dio contra una pared muy dura.

La joven no se quedó muy satisfecha con tan extraña explicación, pero, requerida por una mujer que debía de ser su madre, se puso a recoger cosas diseminadas por el vagón. Por el habla Wichi se dio cuenta de que eran birmanos, ya que algo conocía de ese idioma por haber compartido durante un tiempo el barracón del arrozal con dos jornaleras de aquella nacionalidad. Antes de terminar de recoger, la joven le ofreció un cacillo con una infusión de té, y luego le preguntó si se quedaba o se iba con ellos al basurero. Aquella joven daba por supuesto que Wichi, al igual que ellos, se ganaba la vida hurgando en el gran vertedero que había a las afueras de la ciudad, y por las noches se refugiaba en uno de los vagones fuera de servicio de aquella estación. Porque no lejos de ese vagón había otros más, de los que también bajaba gente tomando la misma dirección: la del basurero.

Wichi no lo dudó. Intuyó que si se incorporaba a un grupo de gente pasaría más desapercibida que si deambulaba sola por la ciudad. Aparte de que tenía una idea de en qué consistía lo del basurero, porque cuando todavía vivía su madre había visto un reportaje en la televisión en el que aparecía gente recogiendo plásticos entre montones de basura.

La joven, que se llamaba Amphica, se extrañó de que Wichi solo llevara lo puesto. ¿Es que no tenía una manta sobre la que echarse a dormir? ¿O algún cacharro para cocinar? ¿O es que lo había dejado todo en el basurero? Contestó con evasivas, y, como la otra no tenía facilidad para expresarse en tailandés, no insistió.

Bajaron del vagón y se incorporaron a una fila de gente, la mayoría de los cuales se debían de conocer, ya que intercambiaban saludos. Wichi dudó entre seguir cerca de la joven que le hacía preguntas comprometidas o rezagarse confundiéndose con alguno de los grupos de cola, los más numerosos porque iban niños en ellos. Decidió seguir junto a la joven, que cuando se dirigía a ella lo hacía con una sonrisa que le pareció amistosa. En medio de la soledad de la gran ciudad, necesitaba sentir a alguien amigo. El basurero distaba unos cuantos kilómetros, que les llevó más de una hora recorrer, y Amphica le explicó:

—Los hay que prefieren dormir en el basurero, por ahorrarse esta caminata, pero mis padres no quieren. Te digo esto porque creo que es la primera vez que tú vienes aquí.

Wichi calló y, cuando ya se divisaba brillando al sol el inmenso vertedero, con un montículo central que se alzaba hacia el cielo, necesitó sincerarse:

—Me he escapado de un prostíbulo. De primeras Amphica no lo entendió y Wichi tuvo que explicarle lo que era un prostíbulo; cuando al fin lo comprendió, le dijo que en Birmania también había prostitutas, pero prestaban sus servicios en la calle o en chamizos.

—Mis padres son muy buenos. No quieren que haga eso —le aclaró, satisfecha—. Por lo menos mientras podamos ganarnos la vida en el basurero.

A continuación le preguntó cómo era un prostíbulo y qué era lo que tenían que hacer las que vivían en él, a lo que Wichi le contestó que no lo sabía muy bien, porque había estado muy pocos días y no había pasado de estar encerrada en una habitación. ¿Y las otras chicas no se lo contaban? No, no querían hablar de eso porque debía de ser horrible. Una de ellas, cada vez que volvía de hacerlo, solía llorar. Y siempre estaban con el miedo de coger el sida. Amphica le explicó que en el basurero, aunque no fuera un prostíbulo, también había mucho sida. Según ella, por culpa de los de Laos, que eran muy promiscuos, mucho más que los birmanos.

A medida que se acercaban al vertedero, comenzó a subirle la fiebre a Wichi y a encontrarse peor, y apenas podía seguir la conversación de Amphica, empeñada en que le contara cosas del prostíbulo.

—O sea —le decía—, tú no quieres volver allí para que no vuelvan a pegarte.

—Yo no quiero volver allí —le aclaró Wichi—, aunque no me volvieran a pegar.

No quería volver por nada de este mundo, y su gran temor era que la encontrara la policía de la que llevaba horas huyendo. Le preguntó si había policías en el basurero, y Amphica se echó a reír. ¿Policías? No había cuidado de que se acercaran por aquella peste, lo cual fue una buena noticia para Wichi, antes de que perdiera la consciencia.

Capítulo 15

Wichi se pasó más de dos meses en el basurero gracias a una familia vietnamita, que no la dejó morir cuando llegó asolada por la fiebre y delirando. Amphica, cuando la vio así, se asustó y no la quería abandonar, pero sus padres la apremiaban porque los camiones de la basura estaban a punto de llegar y, si no tomaban posiciones cerca de los montones que descargaban, no cogerían nada sustancioso.

Amphica, cuando se dio cuenta de que a su reciente amiga se le iba la cabeza y decía cosas incoherentes, la puso a resguardo de un sol que ya temprano se mostraba inclemente, y el único lugar que encontró fue el chamizo que en el mismo vertedero se había montado, como vivienda, una familia vietnamita, que en aquellos momentos, los de la llegada de los apreciados camiones, se encontraba al pie de los montones.

Al mediodía, cuando terminó la primera parte de la jornada y los vietnamitas volvieron a su chamizo y se encontraron a aquella joven encogida y tiritando, se quedaron perplejos, sin saber qué hacer, hasta que apareció Amphica pidiéndoles disculpas, aunque le costó bastante hacerse entender porque tanto unos como otros se manejaban con dificultad en tailandés. La primera impresión que sacaron es que aquella joven debía de ser hermana de la que tiritaba, y les pedía que la dejaran estar allí. ¿Cuánto tiempo? ¿Un día? ¿Varios? Esto sí lo entendió Amphica y levantó dos dedos de su mano derecha, porque le pareció que dos días serían suficientes para que se repusiera o falleciera. En el basurero no era extraño que se muriera gente, sobre todo niños pequeños, y los enterraban allí mismo haciendo una tumba en los terrenos más blandos del vertedero.

La familia se componía del matrimonio y dos niños de siete y nueve años, y habían llegado a Tailandia como refugiados políticos de un régimen que les era adverso, pero no alcanzaron a obtener esa condición del gobierno tailandés y terminaron en el basurero, como tantos otros inmigrantes. El padre decía que en medio de la escoria —la del basurero— se encontraba la escoria del país, pero que unos eran más escoria que otros, y ellos se consideraban de los que menos, pues tenían algunos estudios, aunque les sirvieran de poco a la hora de hurgar en la basura. Pero les valió para que la madre advirtiera que aquella tiritera obedecía a la herida de la frente, y puso el único remedio a su alcance: un compuesto de aspirina que guardaba cuidadosamente envuelto en una bolsita de plástico para un caso de necesidad, y tuvo la generosidad de desprenderse de él para dárselo una desconocida.

La medicina hizo su efecto y a la tarde Wichi abrió los ojos y ni tan siquiera preguntó dónde se encontraba: le bastaba con saber que no estaba en el prostíbulo. A la caída de la tarde volvió Amphica, trayendo consigo una bolsa llena de latas y otros metales que entregó a los vietnamitas como compensación por cuidar de la que ya no dudaron que debía ser su hermana.

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