—¡Vaya! Habría jurado que sí.
—¿Hardy? Qué va, era otra cosa.
—Le agradecería que me contara qué le ha dicho.
—Podría hacerlo —Carl puso los labios en punta y miró hacia Havnevej. No se veía a nadie. Raro de cojones.
—Pero ¿no lo hará?
—Se ruborizaría si lo oyera. No puedo decir una cosa así a una señora.
—Podría intentarlo.
—No creo.
2002
Merete había oído hablar a menudo del pequeño restaurante con extraños animales disecados de Nansensgade, pero nunca había estado allí personalmente.
Entre el murmullo del Café Bankeråt fue recibida por una mirada cálida y una copa de vino blanco helado, y la velada prometía.
Acababa de contar que iba a ir a Berlín con su hermano el fin de semana siguiente. Que hacían ese viaje de fin de semana una vez al año y que iban a alojarse cerca del Parque Zoológico.
Entonces sonó su móvil. La asistenta le dijo que Uffe estaba mal.
Tuvo que estar un rato con los ojos cerrados para tragar la amarga píldora. Raras veces se tomaba la libertad de salir a cenar con alguien. ¿También iba a impedirle eso su hermano?
A pesar de la carretera resbaladiza, llegó a casa en menos de una hora.
Al anochecer Uffe había tenido convulsiones y no paraba de llorar. Solía ocurrir las raras veces que Merete no volvía a casa a la hora habitual. Uffe no se comunicaba con palabras, o sea, que podía ser difícil interpretarlo; a veces parecía que estuviera en otro mundo. Pero no era el caso. Uffe estaba de lo más presente.
Por desgracia, la asistenta se había asustado, era evidente, por lo que Merete no podría contar con ella para otra vez.
Uffe no dejó de llorar hasta que su hermana lo subió al dormitorio y le dio su adorada gorra de béisbol, pero la inquietud seguía allí. Su mirada parecía insegura. Merete trató de apaciguarlo describiéndole los numerosos comensales del restaurante y los extraños seres disecados. Resumió sus vivencias y pensamientos, y vio que sus palabras lo sosegaban. Es lo que venía haciendo en situaciones parecidas desde que él tenía diez u once años. Cuando Uffe lloraba, el llanto surgía de lo más profundo de su inconsciente. En aquellos momentos el pasado y el presente se conectaban en él. Como si recordara lo que ocurrió en su vida antes del accidente. Cuando era un chaval de lo más normal. No, eso no. Normal, no. Cuando era un muchacho con una mente lúcida llena de ideas fabulosas y un futuro prometedor. Era un chico fantástico, y entonces ocurrió el accidente.
Los días siguientes Merete estuvo atareadísima. Y aunque sus pensamientos tendían a seguir sus propios caminos, tampoco había otros que hicieran el trabajo por ella. En el despacho a las seis de la mañana y, después de un día duro, vuelta deprisa por la autopista para poder estar en casa a las seis de la tarde. No le quedaba mucho tiempo para hacer que todo encajara.
Por eso no la ayudó a concentrarse el gran ramo de flores que vio un día sobre su mesa.
La secretaria estaba visiblemente irritada. Había trabajado en la Asociación Danesa de Abogados y Economistas, y por lo visto allí se marcaba mejor la separación entre vida privada y vida laboral. Si hubiera sido Marianne se habría desmayado y se habría deshecho en halagos hacia las flores como si fueran las joyas de la corona.
Desde luego, no podía esperarse mucho apoyo de la nueva secretaria en cuestiones privadas, pero quizá fuera mejor así.
Tres días después recibió un telegrama de San Valentín de TelegramsOnline. Era la primera vez en su vida que recibía una tarjeta de San Valentín, aunque llegaba algo a destiempo, casi dos semanas después del 14 de febrero. En la portada había dos labios impresos y el texto «Love & Kisses for Merete», y su secretaria parecía indignada cuando se lo llevó.
En el telegrama ponía: «¡Tengo que hablar contigo!».
Merete estuvo un rato sacudiendo la cabeza mientras observaba los labios.
Después sus pensamientos volvieron a la noche del Bankeråt. Aunque aquello la hacía sentirse de maravilla, era un jaleo. Tendría que echar el freno antes de que fuera a más.
Formuló varias veces para sí lo que iba a decir, tecleó el número en su teléfono y esperó hasta que se activó el contestador automático.
—Hola, soy Merete —dijo con suavidad—. Le he dado muchas vueltas, pero es inútil. Mi trabajo y mi hermano me exigen demasiado. Seguramente será siempre así. Lo siento mucho, de verdad. ¡Perdona!
Después cogió la agenda del escritorio y tachó el número de teléfono de la lista.
En ese instante entró su secretaria y se paró en seco ante el escritorio.
Cuando Merete alzó la cabeza y la miró, sonreía de una manera que Merete no le había visto antes.
Él la esperaba en la escalera de entrada a Christiansborg, sin abrigo. Hacía un frío intenso y tenía mala cara. Pese al efecto invernadero, febrero no parecía ofrecer tregua. La miraba con expresión suplicante, sin hacer caso del fotógrafo de prensa que acababa de atravesar la verja de entrada.
Merete trató de llevarlo hacia la puerta de entrada, pero él pesaba mucho y estaba desesperado.
—Merete —imploró con voz queda, poniendo sus manos sobre los hombros de ella—. No me hagas esto. Estoy totalmente desesperado.
—Lo siento —se disculpó ella, sacudiendo la cabeza. Reparó en el cambio en la mirada de él. De repente volvió a aparecer en sus ojos aquella dimensión profunda, latente, que la inquietaba.
Detrás del hombre el fotógrafo apretaba la cámara contra la mejilla, mierda. Lo que menos deseaba Merete en aquel momento era que un fotógrafo de la prensa del corazón los fotografiara.
—Lo siento, ¡no puedo ayudarte! —gritó, y corrió hacia su coche—. No funcionaría.
Uffe la miró con extrañeza cuando Merete se echó a llorar mientras cenaban, pero aquello no pareció afectarlo. Levantaba la cuchara tan lentamente como siempre, sonreía, y cada vez que tomaba una cucharada enfocaba la vista en los labios de ella, estaba muy lejos.
—¡Mierda! —exclamó Merete entre sollozos, dio un puñetazo en la mesa y miró a Uffe, sintiendo amargura y frustración en lo más profundo de su alma. Desgraciadamente, cada vez le pasaba más a menudo.
Merete despertó con el sueño soldado a la conciencia. Un sueño tan vivido, tan valioso y tan terrible.
Aquella mañana había sido maravillosa. Algo de escarcha y un poquito de nieve, lo suficiente para contribuir al ambiente festivo. Todos rebosaban vida. Merete tenía dieciséis años, Uffe trece. Sus padres habían pasado una noche que los hizo sonreír soñadores desde el momento en que cargaron el coche de paquetes hasta que todo terminó. La mañana del día de Nochebuena, qué palabras tan maravillosas y alegres. Tan cargadas de promesas. Uffe había hablado de un reproductor de CD, y fue la última vez que consiguió expresar un deseo.
Después partieron. Estaban contentos, y Uffe y ella reían. Los esperaban en el lugar adonde se dirigían.
Uffe le dio un empujón en el asiento trasero. Pesaba veinte kilos menos que ella, pero se afanaba como un cachorro de perro abriéndose camino para mamar. Y Merete le devolvió el empellón, se quitó el gorro peruano y le dio en la cabeza con él. Aquello se estaba desmadrando.
En una curva mientras atravesaban el bosque Uffe volvió a golpearla, y Merete lo agarró y lo obligó a estar sentado. El daba patadas y soltaba carcajadas, y Merete lo apretó más contra el asiento. En el momento en que su padre, riendo, echó el brazo hacia atrás, Merete y Uffe alzaron la vista. Estaban haciendo un adelantamiento. El Ford Sierra era rojo, y las puertas laterales estaban grises de sal. Delante iba una pareja de cuarentones, mirando fijamente al frente. Detrás iban un chico y una chica, igual que ellos, y Uffe y Merete les sonrieron. El chico sería un par de años más joven que Merete y llevaba el pelo corto. Captó la mirada traviesa de ella al golpear el brazo de su padre, y ella volvió a sonreírle al chico y no se dio cuenta de que su padre había perdido el control del coche hasta que la expresión del muchacho se transformó de pronto a la luz palpitante de los abetos. Durante un segundo sus ojos azules horrorizados se clavaron en los de ella, y después desaparecieron.
El sonido de metal retorciéndose contra metal coincidió exactamente con la rotura de las ventanillas laterales del otro coche. Los niños que iban en el asiento trasero del otro vehículo cayeron hacia un lado, y al mismo tiempo Uffe se le vino encima. Tras ella se rompían cristales, y delante el parabrisas se cubrió de bultos golpeándose entre ellos. No registró si era su automóvil o el de los otros el que hizo crujir los árboles del borde del camino, pero para entonces el cuerpo de Uffe estaba retorcido y a punto de asfixiarse con el cinturón de seguridad. Entonces se oyó un estruendo ensordecedor, primero del otro coche, y después del suyo. La sangre de la tapicería y del parabrisas se mezcló con la tierra y la nieve del suelo, y la primera rama atravesó la pantorrilla de Merete. Un tronco de árbol tronchado golpeó los bajos del coche y lo lanzó al aire. El estruendo cuando aterrizaron de morro en la calzada se mezcló con el chirrido del Ford Sierra al derribar un árbol. Después su automóvil volcó bruscamente y siguió resbalando sobre el lado de Uffe hasta llegar a la espesura del otro lado. Su hermano tenía un brazo extendido en el aire, y las piernas aprisionadas bajo el asiento de su madre, que estaba arrancado de cuajo. Merete no vio en ningún momento a su madre ni a su padre. Sólo veía a Uffe.
Cuando despertó, el corazón le latía con tal ímpetu que le dolía. Estaba helada y cubierta de sudor.
—Basta, Merete —se dijo en voz alta, y aspiró tan profundamente como pudo. Se llevó la mano al pecho y trató de borrar la visión. Sólo cuando soñaba veía los detalles con una claridad tan terrible. Cuando ocurrió no los captó, sólo la totalidad: luz, gritos, sangre y oscuridad, y después otra vez luz.
Aspiró profundamente una vez más y dirigió la vista hacia abajo. En la cama, a su lado, estaba Uffe, respirando con sonidos sibilantes. Su semblante estaba sereno, y afuera se oía el murmullo de la lluvia en los canalones.
Le acarició el pelo con suavidad y sus labios se curvaron hacia abajo mientras sentía la presión del llanto.
Menos mal que hacía años que no tenía aquel sueño.
2007
—Hola, me llamo Assad —se presentó, tendiendo una mano peluda que había hecho de todo en la vida.
Carl no se dio cuenta enseguida de dónde estaba y con quién hablaba. Tampoco había sido una mañana emocionante. De hecho se había quedado profundamente dormido con los pies encima de la mesa, con el cuaderno de Sudokus en la barriga y la barbilla hundida en la pechera de la camisa. La raya por lo general tan perfecta parecía un gráfico de ritmo cardíaco. Bajó de la mesa las piernas casi paralizadas y se quedó mirando al tipo bajo y moreno que tenía delante. Seguro que era mayor que Carl. Y seguro que no lo habían reclutado en el pueblecito del que procedía Carl.
—Assad, vale —respondió Carl, aturdido. ¿Qué le importaba a él?
—Eres Carl Mørck, por lo que pone en la puerta. Dicen que tengo que ayudarte. ¿Es verdad?
Carl entornó un poco los ojos y sopesó la frase. ¿Ayudarlo?
—Joder, espero que sí —dijo por fin.
Él se lo había buscado, y ahora estaba atrapado en sus irreflexivas exigencias. Por desgracia era así, la presencia de aquel pequeño ser frente a él en el despacho constituía una obligación, acababa de darse cuenta. Por una parte había que ocupar al hombre en algo, y por otra también él tendría que ocuparse de algo en la medida de lo razonable. No, no estaba bien pensado. Carl no iba a poder holgazanear todo el día, como solía hacer, mientras tuviera a aquel tipo mirándolo. Había creído que iba a ser de lo más fácil con un ayudante. Que el pavo tendría cosas que hacer mientras él estaba atareado contando las horas en la parte interior de sus párpados. Había que fregar el suelo, y había que hacer café y poner las cosas en su sitio y meterlas en carpetas. Habrá muchísimo que hacer, pensaba unas pocas horas antes. Pero a las dos horas el tío seguía allí mirándolo con los ojos bien abiertos, y todo estaba listo, bien dispuesto y ordenado. Hasta la estantería que había detrás de Carl estaba llena de literatura especializada ordenada alfabéticamente, y todas las carpetas llevaban su número y estaban listas para usarse. El hombre había hecho su trabajo en dos horas y media, no había que darle más vueltas.
Tal como lo veía Carl, el tío podría irse ya a casa.
—¿Tienes carné de conducir? —le preguntó, con la esperanza de que Marcus Jacobsen se hubiera olvidado de tomarlo en cuenta, para poder discutir de nuevo toda la cuestión del nombramiento.
—Sé conducir el taxi y el turismo, el camión y un tanque T-55 y un T-62, y vehículos acorazados y motos con carrocería o sin ella.
Fue entonces cuando Carl le propuso que se sentara tranquilamente en su silla un par de horas y leyera alguno de los libros de la estantería. Cogió el primer libro a su alcance,
Manual de la Policía Científica,
del inspector de policía A. Haslund. Sí, ¿por qué no?
—Fíjate bien en la estructura de las frases al leer, Assad. Ahí puede aprenderse mucho. ¿Has leído mucho en danés?
—He leído todos los periódicos, y también las constituciones y todo lo demás.
—¿Todo lo demás? —dijo Carl. Aquello no iba a resultar fácil.
—A lo mejor te gusta resolver Sudokus, ¿no? —aventuró, tendiéndole su cuaderno.
Por la tarde le empezó a doler la espalda de tanto estar sentado. El café de Assad fue una experiencia estremecedoramente fuerte, y la cafeína y la irritante sensación de la sangre corriendo por sus venas se apoderaron de él. Por eso empezó a hojear las carpetas.
Un par de casos los conocía de memoria, pero la mayoría procedían de otros distritos policiales, y unos pocos eran anteriores a su ingreso en la Policía Criminal. Tenían en común que exigían mucho personal, que habían sido objeto de gran atención en los medios de comunicación, que en varios de los casos estaban implicadas personalidades públicas y que habían llegado a un punto en el que todas las pistas eran callejones sin salida.
Si tuviera que clasificarlos someramente, los dividiría en tres categorías.
La primera y más numerosa la constituían todo tipo de asesinatos simples en los que podían apuntarse posibles motivos, pero no al autor.
La segunda categoría comprendía también asesinatos, pero de naturaleza más compleja. El motivo era a veces difícil de adivinar. Podía haber varias víctimas. Y condenas a colaboradores, pero no a los autores, y quizá existiera alguna casualidad vinculada al asesinato, y en ocasiones el motivo era posible buscarlo en un acto pasional. En este tipo de casos la investigación recibía muchas veces la inesperada ayuda de afortunadas coincidencias. Testigos que casualmente pasaban por allí, vehículos que se utilizaban en otro acto delictivo, delaciones debidas a circunstancias ajenas y cosas así. Casos que, de no mediar cierta suerte, plantearían dificultades a los investigadores.