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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

La mujer que arañaba las paredes (39 page)

Lars Bjørn dio la palabra a Bak, y todos supieron qué iba a decir.

—Esta mañana hemos llevado a cabo una detención en el caso del ciclista asesinado. En estos momentos el acusado está deliberando con su abogado, y estamos convencidos de que habrá una confesión escrita antes de terminar el día.

Sonrió y se acarició cuidadosamente el mechón de pelo que cubría su calva. Era su día.

—La principal testigo, Annelise Kvist, ha prestado una declaración completa tras asegurarse de que el sospechoso estaba detenido, y sostiene nuestra impresión al cien por cien. Se trata de un médico especialista de Valby, bastante estimado y profesionalmente activo que, además de haber apuñalado al camello en el parque, también ha contribuido al aparente intento de suicidio de Annelise Kvist y ha proferido amenazas contra la vida de sus hijas —continuó Bak y señaló a su ayudante, que tomó la palabra.

—En el registro del domicilio del principal sospechoso hemos encontrado más de trescientos kilos de sustancias estupefacientes que en estos momentos están siendo analizadas por nuestros peritos.

Esperó un momento a que la reacción se calmara.

—No cabe duda de que el médico ha tejido una amplia red de colegas que obtenían unos ingresos notables mediante la venta de todo tipo de medicinas para las que hacía falta receta, desde metadona hasta Stesolid, Valium, Fenemal y morfina, y la importación de sustancias como anfetaminas, Zopiclón, THC o Acetofanazín. Además de grandes partidas de neurolépticos, somníferos y sustancias alucinógenas. Para el sospechoso nada era demasiado grande ni demasiado pequeño. Parece ser que había clientes para todo.

»E1 asesinado en el parque era el distribuidor principal de las sustancias, sobre todo entre los clientes de discotecas. Suponemos que la víctima intentaría presionar al médico y que éste actuó inmediatamente, pero que el suceso no estaba planeado. El asesinato fue presenciado por Annelise Kvist, que conocía al médico. Esa circunstancia hizo que el médico pudiera encontrarla con facilidad y obligarla a callar.

Se interrumpió, y Bak volvió a tomar la palabra.

—Ahora sabemos que el médico, justo después del asesinato, fue a buscar a Annelise Kvist a su casa. Un médico especialista en vías respiratorias que tenía como pacientes a las hijas asmáticas de Annelise Kvist, ambas muy dependientes de sus medicamentos. Aquella noche el comportamiento del médico fue bastante violento y la obligó a dar a sus hijas pasturas si quería que siguieran vivas. Las pastillas causaron que los alvéolos pulmonares de las chicas se contrajeran peligrosamente, y entonces él les puso una inyección que lo contrarrestaba. Debió de ser muy traumático para la madre ver que sus hijas se ponían azules y no podían comunicarse con ella.

Su mirada vagó por la estancia, donde la gente movía la cabeza arriba y abajo.

—Después —prosiguió— el médico alegó que las chicas tenían que pasar por su consulta regularmente para que les administrara el antídoto, si no quería que se produjera una recaída que podría ser fatal. Y así consiguió el silencio de la madre.

»Pero que pese a todo pudiéramos encontrar a nuestro testigo estrella se lo debemos a la madre de Annelise Kvist. Ella desconocía el incidente que había tenido lugar por la noche, pero sabía que su hija había presenciado el asesinato. Se lo sonsacó al día siguiente, cuando vio el estado de conmoción en que se encontraba su hija. Pero la madre no consiguió saber quién lo había hecho, Annelise no quiso decírselo. Por eso, cuando trajimos a Annelise para interrogarla a petición de su madre, era una mujer en profunda crisis.

»Hoy sabemos también que el médico va en busca de Annelise Kvist un par de días después. La advierte de que si se va de la lengua matará a sus hijas. Emplea la expresión «desollarlas vivas» y la pone en tal estado que puede presionarla para que tome una mezcla mortal de pastillas.

»E1 resto de la historia ya lo conocéis, la mujer es hospitalizada y salvada, y se calla como un muerto. Pero lo que no sabéis es que en el transcurso de nuestra investigación hemos recibido una gran ayuda de nuestro nuevo Departamento Q, al frente del cual está Carl Mørck.

Bak se volvió hacia Carl.

—Carl, no has tomado parte en la investigación, pero has introducido unas ideas interesantes durante el proceso. Mi grupo y yo queremos agradecértelo. Y gracias también a tu ayudante, que has empleado como correo entre nosotros, y a Hardy Henningsen, que también ha metido baza. Sabed que le hemos enviado unas flores.

Carl estaba estupefacto. Un par de sus antiguos compañeros se volvieron hacia él y trataron de arrancar una especie de sonrisa de sus rostros pétreos, pero el resto no se movió ni un milímetro.

—Sí —añadió el subinspector Bjørn—. Ha habido mucha gente involucrada. Nuestro agradecimiento a vosotros también, chicos.

Después señaló a dos agentes de la Brigada de Estupefacientes.

—Ahora tenéis que deshacer esa red de médicos sin conciencia. Es un caso enorme, ya lo sabemos. Por otra parte, aquí, en Homicidios, podremos dedicarnos a otros casos, y nos alegramos. Porque en el segundo piso no nos falta trabajo.

Carl esperó hasta que la mayoría salió de la sala. Sabía perfectamente lo que le había costado a Bak hacerle aquel regalo. Por eso se dirigió a él con la mano tendida.

—No lo merecía, pero aun así, gracias, Bak.

Børge Bak miró un momento la mano tendida y después recogió sus papeles.

—No me des las gracias. Nunca lo habría hecho si Marcus Jacobsen no me hubiera obligado.

Carl asintió en silencio. Volvían a saber cuáles eran sus respectivas posiciones.

En el pasillo estaba a punto de cundir el pánico. Todas las oficinistas estaban junto a la puerta del jefe y todas tenían algo de que quejarse.

—No sabemos todavía qué ha pasado —declaró el jefe de Homicidios—. Pero, por lo que me ha informado la directora de la policía, en este momento no se puede acceder a ningún registro público. El servidor central ha sufrido un ataque de algún
hacker
que ha cambiado todos los códigos de acceso. Aún no sabemos quién lo ha hecho. No hay tantos que puedan hacerlo, así que están trabajando a destajo para descubrir quién ha sido.

—No me lo puedo creer —dijo alguien—. ¿Cómo es posible?

Marcus Jacobsen se encogió de hombros. Trató de parecer indiferente, pero no lo estaba.

Carl comunicó a Assad que la jornada laboral había terminado, de todas formas no podían seguir adelante. Sin la información del registro civil no podían localizar los movimientos de Lars Henrik Jensen; habría que dar tiempo al tiempo.

Mientras conducía en dirección a la Clínica para Lesiones de Médula de Hornbæk, oyó por la radio que habían enviado cartas a la prensa de las que se desprendía que era un ciudadano cabreado el que había metido el virus en los registros públicos. Se suponía que sería un funcionario bien colocado que estaba pasando apuros con la reforma de los municipios, pero todavía no se había esclarecido nada. Los informáticos intentaban explicar cómo era posible poner al descubierto datos tan bien protegidos, y el primer ministro calificó a los culpables de «bandidos de la peor calaña». Los técnicos de seguridad en la transmisión de datos estaban en ello. El primer ministro dijo que todo volvería a funcionar pronto. Y que al culpable le esperaba una larga condena. Estuvo a punto de compararlo con los atentados contra las Torres Gemelas, pero se contuvo.

La primera cosa inteligente que hacía en mucho tiempo.

Efectivamente, había flores en la mesilla de Hardy, pero era un ramo de los que podían encontrarse más lucidos en cualquier gasolinera de la periferia. A Hardy no le importaba, al fin y al cabo no veía el ramo porque aquel día lo habían colocado mirando a la ventana.

—Saludos de parte de Bak —dijo Carl.

Hardy lo miró con ese tipo de mirada que suele calificarse de arisca, pero que en realidad nadie sabe cómo llamar.

—¿Qué tengo que ver yo con ese tiparraco de mala muerte?

—Assad le pasó tu sugerencia y han detenido a un sospechoso seguro.

—Yo no he hecho ninguna puta sugerencia a nadie.

—Sí, hombre, dijiste que Bak debería mirar en el círculo de médicos de la testigo principal, Annelise Kvist.

—¿De qué caso estás hablando?

—Del asesinato del ciclista, Hardy.

Este frunció el entrecejo.

—No tengo ni idea de qué estás hablando, Carl. Me has pasado el caso absurdo de Merete Lynggaard, y esa tía psicóloga no deja de hablarme del tiroteo de Amager. Con eso tengo más que suficiente. No tengo ni idea de qué es el asesinato del ciclista.

Hardy no era el único que tenía fruncido el entrecejo.

—¿Estás seguro de que Assad no te ha hablado del asesinato del ciclista? ¿Tienes problemas de memoria, Hardy? No pasa nada, puedes decírmelo.

—Déjame en paz, Carl. Paso de oír esas gilipolleces. La memoria es mi peor enemigo, ¿no lo entiendes? —espetó, con baba en las comisuras y una mirada cristalina.

Carl levantó la mano, a la defensiva.

—Perdona, Hardy. Me habrá informado mal Assad. Puede suceder.

Pero en su fuero interno no lo pensaba en absoluto. Algo así no podía ocurrir, no debía ocurrir.

36

2007

—Bajó a desayunar con el tubo digestivo ardiendo por la acidez y el sueño pesándole sobre los hombros. Ni Jesper ni Morten le dijeron ni una palabra, cosa normal en su hijo postizo, pero decididamente una señal funesta en el caso de Morten.

El periódico estaba bien doblado en una esquina de la mesa, con la historia de la retirada voluntaria de Tage Baggesen del grupo parlamentario debido a problemas de salud en primera plana, y Morten hundió la cabeza en silencio sobre su plato y continuó comiendo, hasta que Carl llegó a la página seis y se quedó con la boca abierta, mirando una foto suya de mucho grano.

Era la misma foto que había usado
Gossip
la víspera, pero esta vez al lado de una foto de exteriores de Uffe ligeramente ajada. El texto no era nada elogioso.

«El jefe del Departamento Q, encargado de la investigación de "casos archivados de interés especial" señalados por el Partido Danés, lleva dos días saliendo en la prensa de manera lamentable», ponía.

No daban tanta importancia a la historia de
Gossip,
pero por otra parte habían hecho entrevistas, en las que todo tipo de empleados de Egely lo acusaban de aplicar métodos brutales y de ser la causa de la desaparición de Uffe Lynggaard. La enfermera jefe estaba especialmente enfadada. Empleaba términos como abuso de confianza, violación mental y manipulación. El artículo terminaba con las palabras: «Al cierre de esta edición no había sido posible recabar ningún comentario de la Dirección de la Policía».

Había que buscar mucho para encontrar un espagueti-wéstern con peores canallas que Carl Mørck. Algo exagerado, teniendo en cuenta lo que ocurrió en realidad.

—Hoy tengo una evaluación —lo despertó Jesper.

—¿De qué? —preguntó Carl por encima del periódico.

—De matemáticas.

Aquello parecía serio.

—¿Estás preparado?

El muchacho se alzó de hombros y se levantó, como de costumbre, sin prestar atención a la abundante vajilla que había ensuciado con mantequilla y mermelada ni a los demás restos que cubrían la mesa.

—¡Un momento, Jesper! —gritó tras él Carl—. ¿Qué significa eso?

Su hijo postizo se volvió hacia él.

—Significa que si no lo hago bien no es seguro que pueda pasar a bachillerato. ¡Qué pena!

Carl vio ante sí la cara de reproche de Vigga y dejó caer el periódico. La sensación de acidez pronto empezaría a ser dolorosa.

Ya en el aparcamiento la gente hacía comentarios jocosos sobre el fallo de la víspera en los registros públicos. Había dos que no tenían ni idea de qué iban a hacer en el despacho. Estaban empleados respectivamente en la concesión de permisos de construcción y de subvenciones a medicamentos, y trabajaban exclusivamente mirando la pantalla.

En la radio del coche varios alcaldes hablaban en términos críticos de la reforma de los municipios, que era la que de manera indirecta había causado tanta desgracia, y otros tantos se quejaban de que la lamentable situación de exceso de carga de trabajo en que se encontraban los trabajadores municipales, permanente ya, parecía ir a peor. Si al sinvergüenza que se había cargado los registros se le ocurriera aparecer en uno de los muchos ayuntamientos afectados, en el servicio de urgencias más próximo no iban a dar abasto.

No obstante, en Jefatura estaban esperanzados. Ya habían detenido a quien lo había hecho. Cuando lograran que la acusada, una mujer mayor, programadora en el Ministerio de Interior, explicara cómo remediar el daño, harían pública la noticia. Podía ser cuestión de unas horas; después todo volvería a la normalidad. La jerarquía piramidal, de la que muchos estaban cansados ya, se restableció.

Pobre señora.

Aunque parezca extraño, Carl consiguió llegar al sótano sin cruzarse con ningún compañero en el camino, menos mal. La noticia de los diarios de la mañana acerca del enfrentamiento de Carl con un disminuido psíquico en una institución de Selandia del norte seguro que se había extendido ya hasta los despachos más remotos del enorme edificio.

Esperaba al menos que la reunión de los miércoles de Marcus Jacobsen con el inspector jefe y los demás jefes no fuera a tratar exclusivamente sobre aquello.

Encontró a Assad en su sitio y fue directo a por él.

A los pocos segundos Assad parecía aturdido. El campechano asistente nunca había visto aquella faceta de Carl, que se desplegaba ante él en toda su amplitud.

—¡Sí, me has mentido, Assad! —repitió Carl, mirándolo fijamente—. Nunca has hablado del asesinato del ciclista con Hardy Eres tú quien ha hecho el trabajo de deducción, y por supuesto que lo has hecho muy bien, pero a mí me contaste otra cosa. No me lo puedo permitir, ¿entiendes? Esto va a traer consecuencias.

Vio que en la ancha frente de Assad se removía algo. ¿Qué sería? ¿Tenía mala conciencia, o qué?

Decidió entrarle a fondo.

—¡Ahórrate las explicaciones, Assad! ¡Déjate de chorradas! ¿Quién eres realmente? Me gustaría saberlo. ¿Y qué hacías mientras no estabas visitando a Hardy? —le preguntó, rechazando una protesta incipiente—. Sí, ya sé que ibas, pero te quedabas poco tiempo. Suéltalo, Assad. ¿Qué está ocurriendo?

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