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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo

 

Henry deTamble es un bibliotecario de veintiocho años aquejado de una enfermedad insólita: cuando está en una situación que le produce nerviosismo, estrés o angustia, padece un salto temporal hacia el futuro o el pasado, que puede extenderse durante varias horas o días. En una ocasión, mientras está en la biblioteca, se presenta ante él Claire Abshire, una joven ocho años menor que asegura conocerlo desde la infancia. A su lado ha vivido una peculiar relación que abarca el paternalismo, la amistad, la curiosidad, el deseo adolescente, la confidencia... Un vínculo que un Henry deTamble del futuro le ha asegurado está destinado a unirles el resto de sus vidas.

Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo

ePUB v1.3

Rov
03.11.11

Título: La mujer del viajero en el tiempo

© 2003, Audrey Niffenegger

Título original:
The Time Traveler's Wife

Traducción de Silvia Alemany

Fotografía de la portada: © Tim Hetherington

Adaptación de la portada: Departamento de diseño de Random House Mondadori

© 2005, Grupo Editorial Random House Mondadori, S. L.

Tercera edición en DeBOLSILLO: octubre, 2006

ISBN-13: 978-84-8346-047-4

ISBN-10: 84-8346-047-5

Depósito legal: B. 43.598 - 2006

Versión en ePub: Rov, Noviembre 2011

Para

ELIZABETH HILLMAN TAMANDL

20 de mayo de 1915 - 18 de diciembre de 1986

y

NORBERT CHARLES TAMANDL

11 de febrero de 1915 - 23 de mayo de 1957

El tiempo que marca el reloj es el director de nuestro banco, el recaudador de impuestos, el inspector de policía; ese otro tiempo interior es nuestra esposa.

J. B. PRIESTLEY,

El hombre y el tiempo

El amor después del amor

Vendrá un tiempo

en que, con gran júbilo,

nos saludaremos a nosotros mismos

ante nuestra propia puerta, frente a nuestro propio espejo,

y con una sonrisa ambos agradeceremos la bienvenida del otro,

y diremos, siéntate. Come.

Volverás a amar al extraño que fue tu yo.

Ofrécele vino. Obséquiale con pan. Devuélvele tu corazón,

a ese otro yo, al extraño que te ha amado

toda la vida, al cual ignoraste

por otro, que te conoce desde el fondo del alma.

Coge las cartas de amor que guardas en la estantería,

las fotografías, las notas desesperadas,

arranca tu propia imagen del espejo. Siéntate. Festeja tu vida.

D
EREK
W
ALCOTT

PRÓLOGO

C
LARE
: Es duro quedarte siempre atrás. Espero a Henry; no sé dónde está y me pregunto si se encontrará bien. Es duro ser la que se queda.

Me mantengo ocupada. El tiempo transcurre más deprisa de ese modo.

Me voy a dormir sola, y sola me despierto. Doy paseos. Trabajo hasta agotarme. Observo el viento juguetear con los escombros que arrastran el invierno bajo la nieve. Todo parece simple hasta que piensas en ello. ¿Por qué la ausencia intensifica el amor?

Hace mucho tiempo los hombres salían al mar, y las mujeres los esperaban, de pie junto a la orilla, escrutando el horizonte para divisar el diminuto barco. Ahora yo espero a Henry. Él se desvanece sin quererlo, de repente. Yo lo espero; y cada momento de esa espera lo percibo como un año, como una eternidad. Cada momento resulta tan lento y transparente como el cristal. A través de cada instante puedo ver infinitos instantes alineados, aguardando. ¿Por qué se ha marchado a donde yo no puedo seguirlo?

H
ENRY
: ¿Qué se siente? ¿Qué se siente en realidad? A veces es como si tu atención errara durante tan solo un instante. Luego, con un sobresalto, te das cuenta de que el libro que sostenías, la camisa de algodón a cuadros rojos con botones blancos, tus tejanos negros favoritos y los calcetines marrones que clarean en un talón, la sala de estar, la tetera que está a punto de silbar en la cocina... Todo ha desaparecido. Estás de pie, desnudo como Dios te trajo al mundo, metido hasta los tobillos en el agua helada de una zanja situada al margen de una carretera rural desconocida. Aguardas un minuto con la esperanza de volver de repente a tu libro, a tu piso y a todas tus cosas. Durante unos cinco minutos blasfemas, tiemblas y deseas por todos los demonios poder desaparecer; luego empiezas a caminar en cualquier dirección, para ir a parar finalmente a una granja, donde no tienes otra opción que robar o explicarte. El robo te conduce a veces a prisión, pero explicarte resulta más tedioso, y debes invertir más tiempo en ello, lo cual implica a fin de cuentas mentir, y en ocasiones también es la causa de que acabes dando con tus huesos en la cárcel, así que... ¡qué diablos!

Hay veces en que te sientes como si te hubieras puesto en pie demasiado deprisa a pesar de estar echado en la cama, medio dormido. Oyes la sangre que fluye y se precipita en tu cabeza, experimentas la sensación vertiginosa de estar cayendo. Sientes un cosquilleo en manos y pies, luego las extremidades desaparecen. Ya has vuelto a posicionarte en el lugar erróneo. Solo se tarda un minuto; se tiene el tiempo suficiente de aguantar y debatirse (con el riesgo añadido de hacerse daño o romper preciadas posesiones), hasta que te deslizas por el pasillo enmoquetado en un color verde bosque de un cierto Motel 6 en Atenas, Ohio, a las 4.16 de la mañana, un lunes 6 de agosto de 1981, y te golpeas la cabeza contra la puerta de alguien, lo cual provoca que esa persona, una tal señora Tina Schulman, de Filadelfia, abra esa puerta y empiece a chillar porque hay un hombre desnudo y desvanecido a sus pies sobre la moqueta quemada. Te despiertas conmocionado en el hospital del condado, y con un policía sentado al otro lado de la puerta, escuchando el concurso de Phillies en un radiotransmisor que crepita. Por suerte, te pierdes de nuevo en la inconsciencia y te despiertas horas después en tu cama, junto a tu esposa, quien se inclina hacia ti con el rostro visiblemente preocupado.

A veces estás eufórico. Todo es sublime y las cosas revisten una cierta aura, pero, de repente, sientes unas náuseas intensas y desapareces de nuevo. Sales disparado hacia unos geranios situados en un barrio residencial o sobre las zapatillas de tenis de tu padre, o bien aterrizas en el suelo de tu cuarto de baño tres años atrás, o en un caminito de madera del parque del Roble, en Illinois, alrededor de 1903, o en una pista de tenis en un precioso día de otoño de la década de 1950, o bien caes sobre tus pies descalzos en una amplia variedad de tiempos y espacios.

¿Qué se siente?

Se siente exactamente lo mismo que en esos sueños en los que de pronto nos damos cuenta de que tenemos que hacer un examen para el que no hemos estudiado, estamos desnudos y, encima, nos hemos dejado la cartera en casa.

Cuando me encuentro ahí fuera, en el tiempo, me invierto, trocado en una versión desesperada de mí mismo. Me convierto en un ladrón, un merodeador, un animal que huye y se oculta. Asusto a las ancianas y sorprendo a los niños. Soy un truco, una ilusión sofisticadísima, increíble puesto que, en realidad, existo.

¿Hay alguna lógica, una norma que rija todas esas idas y venidas, toda esa disociación? ¿Acaso hay un modo de controlarlo, de abrazar el presente y cada una de las células? No lo sé. Existen indicios; al igual que en cualquier enfermedad hay patrones que se repiten, posibilidades. Agotamiento, ruidos estentóreos, presión, levantarse de repente, una luz parpadeante... Cualquiera de esos síntomas puede desencadenar un episodio. Sin embargo, puedo estar leyendo el
Times
del domingo, con el café en la mano y Clare dormitando junto a mí en la cama y, de repente, aparecer en 1976, y verme con trece años, mientras corto el césped de mis abuelos. Algunos de estos episodios solo duran unos momentos; es como escuchar una radio de coche que no consigue sintonizar una emisora. Me descubro entre la multitud, el público, la masa. Pero también me encuentro a menudo solo en un campo, en una casa, en un coche, una playa, una escuela primaria en mitad de la noche. Temo hallarme en la celda de una cárcel, un ascensor lleno de gente, en medio de una autopista. Aparezco de la nada, desnudo. ¿Qué explicación puedo dar? Nunca he sido capaz de llevarme nada en mis andanzas. Ni ropa, ni dinero, ni carnet de identidad. Me paso la mayor parte del viaje consiguiendo ropa e intentando esconderme. Por suerte, no llevo gafas.

Es irónico, en realidad. Los placeres que más me gustan son los caseros: la comodidad de la butaca, la excitación sedante de la vida doméstica. Lo único que deseo es disfrutar de los placeres sencillos: leer una novela de misterio en la cama, el olor de la melena rojizo dorada de Clare, mojada y limpia, recibir una postal de un amigo que está de vacaciones, disfrutar con la visión de la nata que se deshace en el café, la suavidad de la piel bajo los pechos de Clare o la simetría de las bolsas de la compra dispuestas sobre el mármol de la cocina, esperando a que las vacíen. Me encanta deambular sin rumbo fijo entre las estanterías de la biblioteca, cuando los jefes ya se han ido a casa, rozando los lomos de los libros. Estas son las cosas que me aguijonean de añoranza cuando me veo alejado de ellas por culpa de los caprichos del tiempo.

Y Clare, siempre Clare. Clare por la mañana, somnolienta y con el rostro crispado. Clare con los brazos sumergidos dentro de la cuba para elaborar papel, extrayendo el molde y sacudiéndolo, una y otra vez, para que las fibras se fusionen. Clare leyendo, con el pelo cayéndole por el respaldo de la silla, aplicándose crema con un suave masaje por las manos enrojecidas y agrietadas antes de irse a la cama. La suave voz de Clare siempre resuena en mis oídos.

Odio estar donde ella me falta, cuando ella me falta. No obstante, soy yo quien siempre se marcha, y ella no puede seguirme.

PRIMERA PARTE
El hombre que escapaba al tiempo

Oh, no porque la dicha exista,

ese provecho prematuro de una próxima pérdida.

Sino porque es mucho estar aquí, y porque, en apariencia, todo lo que es de aquí nos necesita, esa fugacidad, que tan extrañamente nos incumbe. A nosotros, los más fugaces.

... Ay, a la otra condición,

¿qué se lleva uno allí? No el mirar, lo aprendido

aquí con tanta lentitud. Ni nada de lo ocurrido aquí. No, nada.

Quizá, pues, los dolores. Y también, sobre todo, lo que oprime,

quizá la larga experiencia del amor, quizá

tan solo lo indecible.

R
AINER
M
ARÍA
R
ILKE

«Elegía novena», de
Elegías de Duino
;

traducción de Jenaro Talens

Primera cita, uno

Sábado 26 de octubre de 1991

Henry tiene 28 años, y Clare 20

C
LARE
: Hace fresco en la biblioteca, y huele a limpiador de moquetas, a pesar de que observo que el suelo es de mármol. Firmo en el listado de visitantes: «Clare Abshire, 11.15, 26/10/91, Antologías especiales». Nunca había estado en la biblioteca Newberry, y ahora que he traspasado la oscura y sobrecogedora entrada, estoy nerviosa. La biblioteca me inspira la misma sensación que la de una mañana de Navidad, como si se tratara de una enorme caja llena de preciosos libros. El ascensor está poco iluminado, y resulta sorprendentemente silencioso. Me detengo en el tercer piso y relleno un formulario para solicitar el carnet de socia, luego subo al departamento de Antologías Especiales. Los tacones de mis botas repiquetean en el suelo de madera. La sala está en silencio y abarrotada de gente, repleta de sólidas y recias mesas con montones de libros encima y lectores en torno a ellas. La luz matutina y otoñal de Chicago brilla y se cuela por los altos ventanales. Me acerco al mostrador y cojo unos cuantos papelitos de solicitud. Estoy escribiendo un trabajo para la clase de Historia del Arte. Mi tema de investigación es el
Chaucer
de Kelmscott Press. Voy a buscar el libro y relleno un papelito para pedirlo; pero también quiero consultar textos sobre la confección del papel en Kelmscott. El catálogo es confuso. Regreso al escritorio para pedir ayuda. Mientras le explico a la mujer que me atiende lo que intento localizar, ella echa un vistazo por encima de mi hombro y advierte a alguien que pasa detrás de mí.

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